Cuando
el Rey de Egipto Ptolo meo Filadelfo decide, allá por el siglo II antes de
Cristo, hacer traducir la Biblia judía del hebreo al griego, con el propósito
de dar a conocer los fundamentos de esa religión en una de las colonias más
grandes de judíos de la diáspora, que vivían en Alejandría, no se imaginaba que
le estaba dando a la futura secta de los cristianos, sobre todo a los Padres
Fundadores, la oportunidad y los materiales para iniciar una de las discusiones
más importantes sobre el origen del universo y la naturaleza de Dios.
Cuando
se hace la traducción, en el gran Museo de Alejandría la llamaron la LXX y la
conocemos como la Septuaginta, ya que no era una traducción literal del hebreo,
sino que estaba pasada por el tamiz de la cultura helenística que imperaba en
aquella majestuosa ciudad; los traductores aplicaron la misma hermenéutica que
les había servido a los estoicos y pitagóricos para interpretar los textos homéricos y de
Hesíodo.
Fue
de esta manera como los traductores, para hacer inteligible aquellos libros de
la revelación de la Tribu de Israel, tuvieron que recurrir a conceptos,
vocablos, ideas homéricas, platónicas y aristotélicas, que fueron enhebrando en
el texto para poder explicar toda una cultura de milagros, de hechos
extraordinarios de un pueblo que había sido sometido por tanto tiempo y
posteriormente huido de Egipto, cuyos profetas sostenía una relación personal
con Dios, relación ésta de hijos a padre y que se manifestaba en voces y tablas
de la Ley, para anunciar grandes castigos o hechos tan extraordinarios como que
lloviera el maná en el desierto.El
resultado final fue una versión griega de los cinco libros del Pentateuco, diferente al original en hebreo, entre
otros muchos libros traducidos, que posteriormente servirían para que estudiosos
como Filón de Alejandría y Flavio Josefo, grandes comentaristas y exegetas de
las revelaciones, pudieran explicar por medio de sus escritos estos antiguos
libros a los primeros cristianos, obras que posteriormente sirvieron para las
primeras evangelizaciones.
Debo
hacer una acotación, ya los griegos, desde los filósofos presocráticos, habían
discutido tanto en profundidad como en abundancia todo lo referente a la
naturaleza del ser, de la causa última, de la naturaleza de la divinidad y de
la existencia del universo; habían explorado la esencia de la espiritualidad
pero con una gran diferencia con la cultura hebrea, mientras para los judíos la
revelación era un evento extraordinario, milagroso y portentoso, que tenía su
origen en la palabra escuchada, para los griegos, el logos era más una visión, razonada, estructurada… estaba claro que
unos basaban sus percepciones en el oído y los otros en la vista.
Con
aquella traducción de los antiguos libros proféticos, se dio inicio a una serie
de correcciones, adiciones, mejoras en el estilo, nuevas traducciones, que
hicieron que los textos estuvieran en continuo cambio; entre ellos se dio un
vuelco fundamental, en el sentido que para conocer a Dios los griegos lo
transformaron en Ser, que es un concepto que los hebreos no conocían y que
necesariamente necesitaba de la contemplación. Según Aristóteles, la visión de
los ojos es lo más hermoso de los sentidos, Dios es el ser más alto en la
escala de todos los seres y la única manera de acercarnos a él es por medio de
los ojos del alma.
Tanto
Platón como Aristóteles se convierten en una influencia importante en el
pensamiento de los primeros padres de la iglesia cristiana; casi toda la patrística
lleva el sello del helenismo, tanto como de la tradición hebraica, de modo que
llega la Edad Media y, para bien o para mal, la cosmología aristotélica y la
ptolemaica se había vaciado dentro de la doctrina de la iglesia. La idea de un
universo finito y un Dios infinito eran parte fundamental de este ensamblaje, y
cuando aparece Giordano Bruno en escena, ya había suficiente material
disponible para los eruditos que aseveraba que muchas cosas en las que
Aristóteles creía, estaban equivocadas.
La investigadora Laura Benítez
nos dice: “En efecto, la filosofía y también la teología cristianas
rechazaban de plano tanto la infinitud y eternidad del universo como su
homogeneidad, por haber hecho suyo el modelo aristotélico-ptolemaico y sobre
todo por su doctrina de la centralidad cósmica de la Tierra y de sus pobladores
humanos. Las Iglesias cristianas, tanto la católica como las protestantes,
defendían tenazmente esta doctrina por considerarla esencial para apuntalar los
dogmas del pecado original, de la encarnación, y de la redención del género
humano que Dios había colocado en el centro de un universo perfecto, creado
especialmente para los seres humanos”.
Debemos una
explicación, ya para la Edad Media, los libros que conformaban el llamado
Antiguo Testamento estaban casi listos tal como hoy los conocemos, el trabajo
que ahora enfrentaban los escolásticos era la selección y depuración de los
Evangelios, la vida de Jesús contada por los apóstoles, hacer estas
traducciones y sus interpretaciones requirieron de la mayor atención del
cristianismo temprano, que estuvo influenciado por la corriente del pensamiento
neoplatónico, gracias a los trabajos de Plotinio y de Dionisio el Areopagita
(ex-discípulo de San Pablo), pero sobre todo de San Agustín.
Fue en el
siglo XIII cuando el aristotelismo se introduce en Europa por la vía de la
dominación árabe, sobre todo gracias a la síntesis que hace Averroes del mismo;
no fue fácil, las ideas de Aristóteles planteaban algunas contradicciones
dogmaticas y no pocas rayaban en la herejía, éste fue el trabajo de Tomas
Aquino, dominar esas ideas y convertirlas al dogma.
Las ideas
tomistas se amoldaron a la cosmología vigente en la época, que era la ptolemaica,
fundadas en las obras de Claudius Ptolomeus, el mayor astrónomo de Alejandría
en el siglo II dc., quien recopiló los trabajos de los grandes astrónomos de la
antigüedad, principalmente de Hiparcus,
cuya base fundamental era la teoría geocéntrica: la tierra es inamovible
y ocupa el centro del universo; igual que Aristóteles, creía Hiparcus que en el
cielo había varias esferas cristalinas donde estaban ubicadas las estrellas,
siendo la última de esas esferas donde estaban las estrellas fijas, unas
complicadas matemáticas explicaban el movimiento observable de los astros.
El llamado
sistema tolemaico sobrevivió intacto por más de 1.300 años, hasta que las
evidencias de observaciones y cálculos independientes lo hicieron insostenible;
es por ello que el año de 1543 fue suplantado por el sistema heliocéntrico, que
sostiene que los planetas giran alrededor del sol, propuesto por el astrónomo
polaco Nicolás Copérnico.
En el año de
1548 nace Giordano Bruno.
El profesor
de filosofía venezolano Teodoro Isarría, nos ubica: “El Renacimiento comprende los siglos XV y XVI, o sea de 1400 a 1600. A
guisa de ayuda memoria, observemos que Nicolás de Cusa, tenido por el primer
filosofo renacentista, nace en 1401, y que Giordano Bruno muere quemado en la
hoguera el año 1600”.
Cuando nace
Giordano, la Iglesia católica se encuentra sumergida en movimientos reformistas,
en ataques y divisiones, la civilización occidental ha empezado a acelerarse,
el descubrimiento de América ha transformado la visión del mundo de mucha
gente, el conocimiento fluye sin cortapisas en varias ciudades europeas
produciéndose el choque contra los dogmas establecidos… una época problemática,
especialmente para quienes pretenden discutir con la Iglesia su supremacía en
materia espiritual, al punto que ya ha mostrado las garras y los dientes por
intermedio del Santo Oficio.
Pero la Iglesia
católica perdió rápidamente terreno, la Reforma, iniciada por Martin Lutero con
la publicación de sus Noventa y Cinco Tesis,
en 1517, le arrebató una importante feligresía; Francia se encontraba en medio
de profundos conflictos, que posteriormente desembocarían en la Guerra de los
Treinta Años; Europa ya no era un conjunto de reinos cristianos en alianza con
el papado.
El famoso
Concilio de Trento (1545-63) adoptó unas rígidas líneas en un intento por
detener la temida Contrarreforma, otorgándole más poder al Papa y cerrando
cuadros en torno al dogma, de modo que un libre pensador como Giordano llega en
el peor momento posible.
El escritor
inglés Michael White, ex director de estudios científicos del Overbroeck College de Oxford, en su
libro, Giordano Bruno el hereje
impertinente, resume magistralmente su vida: “Bruno fue conocido desde muy joven como «el Nolano» porque había nacido en
Nola, un pueblo del sur de Italia, cerca de Nápoles. Empezó su vida adulta como
simple sacerdote, pero dejó su orden y fue excomulgado por considerársele
sospechoso de herejía. Pasó el resto de su existencia recorriendo Europa,
enseñando y escribiendo. Nunca permaneció más de dos años en el mismo lugar,
pero aun así escribió docenas de libros y opúsculos y gozó del favor de algunas
de las figuras más poderosas de su época, Enrique III e Isabel I de Inglaterra
entre ellas. Durante un breve período actuó como espía dentro de la corte
inglesa y conoció personalmente a muchos de los más célebres (y a menudo
notorios) alquimistas, cabalistas y místicos de su tiempo. Era un hombre de
trato difícil, apasionado y siempre dispuesto a discutir; ciertamente valeroso,
pero también abrasivo. Después
de casi un cuarto de siglo de vida errante, decidió regresar a Italia. En
cuestión de meses fue arrestado por la Inquisición y juzgado como hereje.
Finalmente, después de padecer casi ocho años de encarcelamiento y repetidas torturas
a manos de los cardenales, fue quemado vivo en Roma.”
¿Qué fue lo que pensó, escribió,
dijo y defendió este extraordinario hombre, que obligó a la institución
eclesiástica a asesinarlo de la manera en que lo hizo?
El profesor Francis Yates, en su
obra Giordano Bruno and the Hermmetic
Tradition, asocia a Bruno con el conocimiento secreto de Hermes
Trismegistus, a quien se le atribuye un cuerpo de nociones esotéricas
elaboradas con retazos de sabiduría egipcia, griega, hebrea y persa, que
trataba, entre otras cosas, sobre el ascenso del alma humana a través de una
serie de esferas planetarias, que liberan el espíritu de las cadenas materiales
y lo llenan de virtudes y poderes; sus ritos tienen mucho que ver con la
astrología, la magia, con los poderes secretos de ciertas plantas y piedras, con
la fabricación de talismanes para concentrar el poder de las estrellas; durante
el Renacimiento se le asoció a la Cábala y se creía que Hermes había sido un
gran mago de la antigüedad, no había filosofo gnóstico del renacimiento que no
se preciara de ser un estudioso de ese saber secreto, una de las causas por las
que Bruno fue perseguido por la Iglesia.
En cuanto a su filosofía, recordemos
que Aristóteles había desarrollado toda una argumentación sobre el origen de
las cosas en la naturaleza que desembocaron en la conceptualización de una
Primera Causa que no necesariamente la relacionaba con Dios, ese fue un trabajo
de la escolástica, que bautizó como Dios a esa Primera Causa; pero Bruno lo
llamaba “el Uno”, ese Uno bruniano era principio y causa, contenía lo múltiple
al referirse a todo lo material que existe en el universo. Dios, para Bruno, no
podía concebirse sin el universo, pero siempre entendiendo que no se le debería
confundir con ninguno de sus componentes.
Veamos esto por partes: para
Bruno existe Dios y el universo, ambos son infinitos, pero una de las
propiedades del infinito es que no hay diferencias entre las partes y la
unidad; como decía Nicolás de Cusa: “el infinito anula toda diferencia”, por lo
que el universo que contiene partes finitas (las estrellas, el mundo, el
hombre) no es “totalmente infinito”, pues es infinito en su conjunto, pero no
en cada una de sus partes, que es lo que impide la identificación Dios-mundo.
Con sus tesis sobre el infinito, Bruno
llega a definir a un Dios y a una naturaleza infinitos; de alguna manera, este
pensador del siglo XVI, logró concebir una infinitud de mundos que giraban en
torno a una infinidad de soles y muchos de estos mundos pudieran estar
habitados, incluso, por vida que no fuera humana, un pensamiento “normal” para
cualquier persona informada en el siglo XXI, pero una total locura para su
tiempo.
Esta visión conlleva a una metafísica
totalmente diferente a la aristotélica y la elaborada por Santo Tomas, donde se
habla de una unidad del universo, es decir, la naturaleza toda es una manera de
manifestarse de la divinidad, lo que lleva a un vinculo de Dios no sólo con las
criaturas que puedan existir en el universo, sino con todo lo material, desde
un partícula de polvo cósmico hasta un planeta gigante, como Júpiter.
Como bien lo expone María Jesús
Soto Bruna, en su acucioso ensayo La Metafísica
del Infinito de Giordano Bruno: “La
naturaleza es ahora un gran organismo vivo, animado en cada una de sus partes
por el alma del mundo, que es la potencia divina, la cual está presente en cada
uno de los seres”.
Bruno se convierte de esta manera
en el precursor del panteísmo y en el gran antecesor de Spinoza.
Cuando el largo brazo del Santo
Oficio logra finalmente capturarlo, llevarlo a prisión y someterlo a juicio,
trata de hacerlo abjurar de muchos de sus argumentos y casi lo logra, pero
entra en la escena el tenebroso Cardenal Bellarmino, quien tomó control del
juicio y le hizo ocho proposiciones para que las renegara, entre ellas su
concepción del universo y su relación con la divinidad, el movimiento de la
tierra, la interpretación que hacía de los ángeles como astros o mundos del
universo, su idea del alma universal y la metamorfosis.
Encerrado por más de siete años,
sometido a interrogatorios y tortura, el hombre estaba a punto de quebrarse;
narra White, dramatizando aquellos momentos: “la atmósfera era tensa y Bruno estaba
muy nervioso (...) mientras hablaba le temblaba la voz y
movía las manos gesticulando. Bruno había pasado seis días solo en su diminuta
celda pensando en su destino, y ahora se daba cuenta por primera vez de la
gravedad de la situación. Quizás oyó el lejano crujir de las llamas y olió el
tenue hedor de su propia carne quemándose. Ahora sabía que aquello no era
ninguna broma”.
El tribunal le exigía a Giordano
que reconociera la superioridad de la teología por encima de la filosofía, una
claudicación total de su pensamiento ante la autoridad absoluta del Papa. Bruno
se negó.
La corte lo encontró culpable,
declarándolo “hereje impertinente”, y buscó una pena que no le diera la muerte
ni hubiera que mutilarlo, por lo que decidieron quemarlo; para que sus gritos
de dolor no fueran escuchados, ordenaron le pusieran “la lingua in giova”, que consistía en introducirle un hierro hasta
la garganta a manera de mordaza.
La sentencia se ejecutó el 17 de
Febrero en Campo di Fiori, en Roma, donde hoy existe una famosa estatua que lo
recuerda.
Michael White nos dice al final
de su narración: “Las cenizas de Bruno fueron cayendo sobre
las cornisas y los campos cercanos. Allí la lluvia infiltró en el suelo
moléculas que antes habían formado parte de su cuerpo. Con el paso del tiempo,
las moléculas fueron disueltas y las plantas absorbieron sus átomos. Las
plantas fueron comidas por animales, y algunos de ellos terminaron llegando a
las mesas de Roma y otros lugares. Otros elementos de Bruno cayeron al agua y
fueron reciclados para mojar las caras de los bañistas y en vasos y copas. Y
así, quizá, al menos en un nivel atómico, el Papa terminó fundiéndose con el hereje
después de todo.”
Este corto escrito pretende hacerle un breve homenaje al gran Bruno, no sólo
por su valentía al hacer valer su libertad personal ante el poder de la
autoridad totalitaria, sino sobre todo, por sus ideas, unas ideas harto
arriesgadas, de un vuelo sin precedentes para su época, y de alcance universal.
– saulgodoy@gmail.com

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