sábado, 22 de agosto de 2015

Sobre entidades colectivas y el individuo

Me he encontrado, cada vez con mayor frecuencia, autores y periodistas que de alguna manera le asignan personalidad propia a entidades colectivas; me explico, cuando un grupo humano se reúne o conforma una asociación, por algún extraño sortilegio al grupo le “nace” una voluntad, un espíritu, una personalidad autónoma y diferente que la de los miembros que lo conforman.
Según esta particular creencia, cuando se reúnen tres personas en realidad hay cuatro, siendo la cuarta integrante el mismo grupo, al que se le atribuye una mayor importancia que sus miembros y hasta una voluntad que priva por encima de la voluntad de sus componentes.
Si en algo estoy claro es que los grupos, llámense clubes, equipos, partidos políticos, familia o ejército, son siempre entidades colectivas, compuestas por individuos que son los que le dan forma y contenido; quite usted a los miembros del grupo y no queda nada.
La ley le ha dado un tratamiento particular a estas entidades colectivas que conformadas en cooperativas, asociaciones o corporaciones, y por medio de un artilugio conocido como fictio juri le asigna una personalidad jurídica con una serie de deberes y derechos que la equiparan a una persona natural, pero de allí a que el colectivo tenga vida propia y superior a sus componentes, perdónenme, es pura fantasía, a menos que pueda ser probado y hasta los momentos no se ha hecho.
Muchas veces se confunde la conciencia colectiva o de clase, el esprit d’corps, la solidaridad de grupo con una personalidad supra individual capaz de tener voluntad propia, poder de decisión, gustos, sentimientos, vida orgánica y conocimiento de su propia existencia.
La unidad del grupo la brindan creencias compartidas, sentimientos, nexos culturales y hasta físicos, intereses y rasgos comunes, pero que de pronto exista un ente colectivo capaz de tomar control de sus miembros y configurarse como rector del destino colectivo e individual.
Se trata de la mentira más conveniente para los que quieren manipular a grandes y pequeños grupos, o la excusa perfecta para que los individuos renuncien a su responsabilidad de acción y pensamiento.
Los comportamientos colectivos han sido larga y convenientemente investigados y son muchos los mitos que se ha derribado, como sería la existencia de comportamientos colectivos espontáneos; la muchedumbre jamás actúa de manera racional y con un objetivo común, cuando hace algo es porque hay causas,  un plan, o un detonante, pero nunca es porque todos se pusieron de acuerdo. 
El pensamiento marxista está sustentado, en parte, por esa creencia, que tiene sus bases en la idea expresada por Jaques Russeau sobre la existencia de una voluntad popular. Ese planteamiento de que el soberano, el pueblo, tiene vida propia, conciencia y capacidad de autodeterminarse fue llevada al extremo por Hegel, al asignarle al “pueblo” una supremacía que prácticamente obligaba a los ciudadanos a renunciar a su libertad en nombre de la unidad del soberano.
No contentos con esta temeridad, los marxistas promovieron la idea de que una personalidad colectiva es capaz de racionalizar, aprender y hacerse necesaria para la evolución de la personalidad individual.
En el campo de las relaciones internacionales cada país está considerado como un individuo, con derechos y deberes, de nuevo, se trata de una ficción jurídica que nada tiene que ver con la realidad.  
Si fuera cierto que los gobiernos representan la voluntad colectiva, entonces tendríamos que admitir que existen tantas personalidades colectivas como grupos organizados existen en el mundo, con lo que surge la pregunta ¿Qué tan grande tiene que ser un grupo para asignarle una identidad colectiva? ¿Son 150 personas suficientes? ¿O tendría que tener millones?
Podríamos plantearnos incluso algo todavía más arriesgado, como la suposición de que si hay 170 gobiernos integrando la ONU, habría 170 personalidades colectivas, ¿Y no sería eso suficiente para asignarle a la ONU su propia identidad colectiva? El planeta tierra entonces tendría su propia personalidad colectiva, y ¿la tendría la galaxia si hubiera otras formas de vida inteligente?
Lo peor del asunto es que se le asignan muchas buenas cualidades a las identidades colectivas, pero tienen un inmenso problema, no pueden expresarse por si mismas, siempre necesitan de alguien que lo haga por ellas, trátese de un representante o líder que asume la vocería del grupo.
El pueblo, el volks, el pópulo, todos los grupos nacionales a los que muchos políticos le atribuyen potestad y voluntad, son tan solo ideales, una muy conveniente mentira para que unos pocos actúen en su nombre; la verdad es que el pueblo debe entenderse como una variedad de grupos, instituciones  e individualidades y el atribuirse su vocería es un asunto delicado.
Los gobiernos responsables, antes de emitir opinión o sostener una posición, consultan, debaten, llegan a consensos, no hacen lo que una sola persona piensa o desea. Tomar en cuenta todas las partes, a esto se le llama democracia participativa.
Los trabajadores, los pobres, el pueblo de Venezuela, el mismo Tercer Mundo, parecen todos tener identidades colectivas para las que el Presidente Chávez, en su alucinado mundo “rojo, rojito”, pretendiera ser su vocero, causando daños considerables, ya que en su afán de una mal entendida pero conveniente “justicia social”, los enfrentaba unos con otros.
Es lo que pasa cuando uno se adentra en ese mundo fantástico de las identidades colectivas y las asume como realidades.
A los gobiernos chavistas les ha dado por tratar al ser humano como si fuera una abeja u otro bichito de colmena; pretende educarnos y fomentar el colectivismo por encima del individuo, hacen ver al egoísmo como un pecado, y tratan de imponer la generosidad como forma de conducta obligada.
Desde el Ministerio de Educación hasta la Presidencia de la República están llevando a cabo este esfuerzo como parte del adoctrinamiento ideológico que acompaña al socialismo del siglo XXI, lo que no nos dicen, es que es un intento por esclavizar al hombre en función y para el interés del Estado, en otras palabras, necesitan justificar el dominio de una pequeña elite sobre una gran colectividad de seres sumisos que acepten su condición de multitud.
Suena infantil pero es un proyecto harto peligroso, principalmente porque hay venezolanos dispuestos a renunciar a su responsabilidad e identidad personal por ser parte de un todo colectivo, impersonal e irresponsable.
La vida de un ser humano trata de hacer decisiones constantemente, algunas más difíciles que otras. Y cada escogencia tiene sus consecuencias. Pero una vez que se ha decidido- correcta o incorrectamente- lo hecho, hecho está, estas acciones tendrán sus consecuencias y es imposible desandar ese camino.
Esa es la esencia del individualismo, algo que muchas personas no quieren aceptar bien sea por comodidad o por cobardía, y la verdad sea dicha, la libertad individual tiene un costo, ser dueño de uno mismo no es fácil ya que nos hacemos responsables de nuestros actos.
Las decisiones “duras” de cómo ganarnos la vida, con quien relacionarnos y sobre que asuntos consideramos primordiales,  es mucho más fácil dejarlas para que otros la hagan por nosotros, hay gente que le asusta el equivocarse, o peor, le temen a las consecuencias de sus actos por lo que, cuando alguien les ofrece: “Tú haces lo que yo diga y yo soy el responsable, pero no pienses, no opines; sólo obedece y sé feliz” no dudan y se ponen de inmediato el uniforme, vociferan las consignas y marchan detrás del líder, sin miedo, liberados… al fin con una causa. Allí están los pistoleros de Puente Yaguno, alegando que ellos no son responsables de sus crímenes pues actuaron como parte de la revolución, como pueblo, disparándole a mansalva a una multitud que creían, era enemigos del “proceso”. 
Pero ser hombre, es ante todo ser individuo, ser uno, erguido en nuestros propios pies, con voluntad, con dignidad y libertad, con una conciencia y voz propia.
El egoísmo lo debemos ver como un poderoso mecanismo de auto conservación, de sobrevivencia, sin egoísmo no tuviéramos la menor oportunidad de existencia, nos marca desde el primer llanto por la leche materna, nos hace ser mejores, por el egoísmo es que reclamamos lo mejor de la vida para nosotros.
El justo balance entre los intereses del individuo y los de la colectividad no pueden conseguirse en los extremos, castigando cada chispa de imaginación y creatividad individual, suprimiendo a la persona individual no habría progreso, solo una gris y bovina existencia, por ello, lo antinatural de este socialismo utópico que enaltece a las masas.
Esta ideología de la dominación, como lo es el socialismo del siglo XXI, trata por todos los medios de restarle al hombre su esencia, bien tuvo razón José Ortega y Gasset, cuando en 1934 escribió su artículo para El Espectador,  La Socialización del Hombre, decía: “Ahora, por lo visto, vuelven los hombres a sentir nostalgia del rebaño. Se entregan con pasión a lo que en ellos había aún de ovejas. Quieren marchar por la vida bien juntos, en ruta colectiva, lana contra lana y la cabeza caída. Por eso en muchos pueblos de Europa andan buscando un pastor y un mastín. El odio al liberalismo no procede de otra parte. Porque el liberalismo, antes que una cuestión de más o menos política, es una idea radical sobre la vida; es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individualidad e intransferible destino.” -  saulgodoy@gmail.com




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