Tuve
una infancia feliz, no todo el mundo puede decir eso, por lo que me siento
afortunado; pude leer a mis anchas y era un lector voraz, todavía lo soy, mi
universo era inmenso y crecía con cada día que pasaba y jamás podré olvidar uno
de los más memorables personajes que poblaron esos tiernos años de formación,
el vaquero del viejo oeste.
Recuerdo
que todos los jueves corría al kiosco del periódico que quedaba cerca de mi
casa en busca de las últimas novelitas de vaqueros, que llegaban ese día,
compraba tres o cuatro y las leía en un día; una buena parte de ellas eran de
Marcial Lafuente Estefanía y de Silver Kane (Francisco González Ledesma), pero
también podía conseguir las de Zane Grey y las de Louis L’Amour… y de otros tantos autores que ahora se me
escapan.
El
chofer de mi casa esperaba pacientemente a que las terminara para pedírmelas,
pues también era un fanático; son para mí memorables las series de televisión
Hopalon Cassidy, El Llanero Solitario, El Virginiano. Roy Rodgers, Bat
Masterson, las películas de John Wayne, las de Disney, los suplementos (comics)…
el vaquero fue un compañero fiel y un buen ejemplo, como modelo para enfrentar
la vida.
Pero
también he percibido su transformación y, con el transcurso de los años, he
estudiado el mito y cómo se construyó la leyenda que me perteneció de niño; y
entre los cambios más importantes que me tocó presenciar vi como el vaquero
cambió su caballo por una nave espacial, la frontera terrestre por el espacio
profundo y sus revólveres por facers;
de un momento a otro, mi vaquero se convirtió en astronauta, ya no era el
sheriff, ahora era un ingeniero de mundos.
El
género de la literatura del oeste no es ya tan importante; tiene su culto, un
público fanático que mantiene los libros circulando, pero ya no es lo mismo. Todo
empezó, por allá por 1784, cuando John Filson publica la historia de su famoso
personaje Daniel Boone, las aventuras de un auténtico hombre de frontera; en 1820,
James Fenimore Cooper creaba su historia sobre El Último de los Mohicanos; y pasaron cerca de ochenta años para
que apareciera, en 1902, la novela El
Virginiano, de Owen Wister, con la que se inauguran las ediciones de libros
baratos sobre el oeste, las llamadas dime
novels, que se conseguían en las tiendas de abarrotes por unos pocos
centavos.
Dicen
los historiógrafos y los expertos sobre el tema que fue una conferencia dictada
por Frederick J. Turner, en 1893, titulada La Significación de la Frontera en la
Historia Americana, frente a un dilecto grupo de la Asociación de Historia
Americana, cuando finalmente puso a rodar la bola sobre el mito de la frontera
como el punto donde la barbarie y la civilización se confundían en un abrazo de
aventuras y gestos de arrojo del nuevo Adam Americano.
A este fenómeno ayudó mucho el gusto que tenía el presidente
norteamericano Theodore Roosevelt por la aventura expedicionaria, el naturalismo
y las armas, fue el mandatario que no sólo elaboró su famoso Destino Manifiesto sobre estas bases,
sino que publicó libros sobre sus viajes al oeste, donde preveía a un nuevo
norteamericano recio y conquistador.
Y la
verdad era que en ese momento había todo un movimiento nacionalista, una
necesidad histórica por borrar las heridas producidas por la Guerra Civil
norteamericana y una preparación para entrar en un nuevo período de desarrollo
industrial, y fue la figura del vaquero en el oeste la que sirvió de bisagra en
la conciencia colectiva.
Y el
personaje era perfecto, era la continuación de un rico legado de mitos y gestas
que venían de los relatos antiguos de aventuras, de los caballeros medioevales,
de la leyenda del Rey Arturo, de las historias de los cruzados… con la
intervención de muchos escritores y publicistas, las novelas del oeste empezaron
a cosechar éxitos dentro del público norteamericano, ansioso de tener sus
propios héroes. La cuestión fue que, de alguna manera, se violentó la realidad
histórica, se construyó una leyenda.
Artistas
como Frederick Remington le dieron la imagen de aquel ranchero recio, conductor
de manadas de cuernos largos en las planicies de Texas, de fieros indios al
ataque y de los soldados de azul repeliéndolos, sus pinturas marcaron la época.
Cuando
nace Hollywood, se dedicó a fomentar a este nuevo personaje, que ya era popular
en la literatura; personajes legendarios, como Wyatt Earp, llegaron como
consultores a los estudios y convirtieron a las historias de cowboys en un
éxito de taquilla, igual sucedió posteriormente con la televisión.
Las
revistas no se daban abasto publicando truculentas historias de bandidos y
cuatreros, de duelos en las calles, de trifulcas con disparos en los saloons, entre las mesas de póker y las
botellas de whisky, de ex pistoleros convertidos en hombres de la ley, de
asaltos al tren, de ahorcamientos públicos de ladrones de bancos, de pueblos
sin ley durante la fiebre del oro…
A
partir de los años 60 del siglo pasado, se empezó a dar una revisión más seria
y reposada sobre este marco histórico y se inició toda una crítica que, entre
otras cosas, descubría para nosotros un oeste muy distinto del que habíamos
consumido; para empezar, el grueso de la migración de colonos hacia la frontera
fue de gente trabajadora, religiosa, de familias enteras que, buscando una
nueva vida, se organizaron de manera pacífica y para la producción.
Los
bandidos, aventureros y pistoleros eran una minoría, en comparación con la
enorme masa de agricultores, artesanos, pequeños comerciantes, constructores,
que se dedicaron a fundar asentamientos donde imperaba el orden y la ley; los
pueblos perdidos en manos de forajidos como pudieron ser Deadwood y otros
poblados californianos eran realmente excepcionales, pero era lo que vendía,
fue el vehículo para plasmar la imagen del hombre americano que se hace a sí
mismo, del nuevo Ulises en sus aventuras por llegar a la Ítaca de la frontera.
Directores
de teatro y cine como Sam Shepard, Kevin Costner, Clint Eastwood (con esa
memorable pieza, Unforgiven), no
digamos nada de la película Brokeback
Montain, con la actuación de Heath Ledger, como el vaquero gay que conmovió
a los roughnecks hasta la
indignación, y así como estas películas, otras muchas, tratan de llegar a
términos con la verdad del pasado, se replantearon el oeste americano en otros
términos mucho más realistas, menos maniqueos, sexistas y racistas.
Las
historias que conocemos del oeste, una gran parte de ellas, son episodios
históricos manipulados o que nunca sucedieron, desde el famoso enfrentamiento
en el O.K Corral, hasta la caída de El Álamo en Texas, pasando por algunos
episodios claves en la lucha contra los indios nativos; todos esos sucesos
tienen un fuerte contenido ideológico que trata de preservar rasgos importantes
del carácter y la cultura norteamericana; los investigadores de la historia que
los han estudiado se han visto confrontados por un muro de escepticismo, y
hasta de rechazo, cuando tratan de demostrar la verdad de los hechos.
Trabajos
tan serios como el elaborado por el historiador James Welch, en su obra La muerte de Custer. La Batalla de Little Big Horn y el destino de
los indios de las praderas (1994), o el desgarrador libro de Larry
MacMurtry, Crazy Horse (1999), son
estudios que tratan de acercarse a la verdad de los hechos, arrojando nueva luz
sobre el lado oscuro de la conquista del oeste.
Para
mí, como para un gran número de nostálgicos de aquel oeste en que vivíamos
nuestras fantasías, éste queda suspendido en algún lugar de nuestros recuerdos,
con relecturas de clásicos como Riders
of the Purple Sage (1912) de Grey, Not
of Texas only (1994) de Zollinger, Recuérdame
al morir (1957) de Kane. Hoy en día, aunque siguen produciéndose novelas de
vaqueros, hay ya un mercado muy marginal, que apenas se sostiene con
reimpresiones de los grandes clásicos y algún que otro éxito, que aparece sin
aviso.
La
influencia de las novelas de vaqueros ha sido vasta y de enormes alcances;
hasta en la literatura japonesa, con sus Samuráis, que están asociados a la
idea de los pistoleros de la frontera unidos por una causa, en España y en los spaguetti westerns italianos, por
mencionar algunos países europeos cultores del género, los vaqueros encontraron
hogares cálidos. En los EEUU fue tan grande su impacto, que hasta un presidente
que empezó haciendo películas de vaqueros para ganarse la vida, tuvieron.
De
vez en cuando desempolvo mi peace maker,
me calo mi sombrero Steetson de 10 galones, me calzo mis botas puntiagudas de cuero
de cascabel, y salgo a dar un paseo con mi pareja, vestida con su traje de
pastorcita, su callado y nuestro perro ovejero, por mi urbanización, ante la estupefacción
de mis vecinos y la delicia de los más jóvenes.
- saulgodoy@gmail.com
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