lunes, 13 de septiembre de 2021

Los violentos

 




Hay una obra en la bibliografía del psiquiatra Erich Fromm que muchas veces pasa inadvertida quizás por lo árido del tema, que trata sobre la agresividad humana, o por lo denso de su escritura, explorando con cierta profundidad las tesis instintivas, la conductista y la psicoanalítica, para hacernos un apretado resumen de lo que se conocía sobre la agresión y la violencia en la sociedad contemporánea de aquel momento.

El libro lleva como título, Anatomía de la Destructividad Humana (1973), y tuvo cierta notoriedad por una de sus partes, denominada La Agresión Maligna: Adolf Hitler, Caso Clínico de Necrofilia, y desarrolla con cierto detalle este aspecto de la violencia que en sus propias palabras: “Lo que es propio del hombre es que puede sentir impulsos que lo muevan a matar y torturar, y que siente placer en ello; es el único animal capaz de matar y aniquilar a individuos de su misma especie sin ningún provecho racional biológico ni económico”.

¿Qué lleva a un ser humano a la agresión maligna? Varios factores parecieran coincidir en este comportamiento, entre ellos el aburrimiento depresivo (que es aquel que manifiestan los criminales que alegan querer saber lo que se siente al matar una persona) o la concurrencia de factores esquizoides que no se alivian hasta conseguir un estímulo lo suficiente fuerte que solo los procuran episodios extremos de destructividad.

La mayoría de las personas viven en ambientes  que les brindan cierto equilibrio y que tienden a generar las llamadas pasiones constructivas, el grueso de la sociedad tiende a prosperar en términos de cooperación y armonía, pero ciertas circunstancias y motivos pueden dar al traste con estas condiciones óptimas, y algunas personas son más proclives que otras a dejarse llevar por pulsiones primitivas.

Hay ciertas circunstancias, ideologías, formas de organización, ritos y personas que promueven este tipo de comportamiento donde la violencia y la destrucción son formas “normales” de comportamiento de los sujetos participantes, sería el caso de una guerra que son actos masivos de asesinatos y torturas desapiadados, en los que los factores morales inhibitorios convencionales no existen, hay aparatos ideológicos como los del totalitarismo donde la violencia y la destrucción están justificados por argumentos de orden político, hay organizaciones como el ejército o la policía con los que el estado ejerce su monopolio de la violencia, hay ritos religiosos en los que una vez logrado un trance permiten actos de agresión extremos entre participantes, y hay personas, más bien personalidades, que tienen un gusto refinado por el sadismo mental y físico, tal fue el caso de José Stalin a quien Fromm le dedica su atención:

 

Una forma particularmente refinada de sadismo fue la costumbre que tenía Stalin de detener a las esposas- y a veces a los hijos- de algunos de sus más altos funcionarios soviéticos o del Partido y retenerlos en un campo de trabajo, mientras los esposos tenía que hacer su trabajo y humillarse a inclinarse ante Stalin sin atreverse siquiera a pedir que los soltara. Así fueron detenidos, por ejemplo, la esposa de Kalinin, el presidente de la Unión Soviética, en 1937, la esposa de Molotov, y la esposa y el hijo de Otto Kuusinen, uno de los principales funcionarios del Komiterm y todos estuvieron en campos de trabajo… Stalin tuvo detenida a la esposa de su secretario privado mientras este seguía en su puesto.

 

Fromm se sumerge en las profundidades patológicas de los funcionarios burocráticos deshumanizados, que son frecuentes en las grandes administraciones estatales, sobre todo en aquellas con un talante revolucionario y que terminan siendo controladores de la sociedad, tal fue el caso de Heinrich Himmler uno de los responsables de la matanza de más de quince millones de rusos, polacos y judíos, pero el grueso de su análisis se explaya en la figura del Führer.

Pero Fromm lleva su concepción de destructividad y violencia a otro nivel, a lo que él llama la agresión maligna en su estadio de necrofilia

Fromm lo aclara desde un principio: “La necrofilia en sentido caracterológico puede describirse como la atracción apasionada por todo lo muerto, corrompido, pútrido y enfermizo; es la pasión de transformar lo viviente en algo no vivo, de destruir por destruir, y el interés exclusivo por todo lo puramente mecánico. Es la pasión de destrozar las estructuras vivas”.

El análisis de Fromm es interesante pues liga el aspecto de la técnica y la tecnología de la muerte con la destrucción de grandes contingentes de personas, y aunque no voy a tocar las importantes consideraciones que Fromm hace en cuanto a Hitler y el Reich que construyó, si es este su interés, les recomiendo la lectura de este importante libro, lo que si quiero hacer, son algunas consideraciones sobre los aparatos ideológicos que hoy existen operando en estos impulsos de violencia y destrucción de los cuales los venezolanos, y muchos otros Latinoamericanos hemos tenido la desagradable experiencia de estarlos viviendo en carne propia.

Lo digo especialmente por lo que está sucediendo en estos momentos en Cuba, Nicaragua y Venezuela donde regímenes totalitarios socialistas han conformado un tipo de estado, de derecho y de moral, en su conjunto, un marco ideológico revolucionario, por el cual se justifica la violencia y la destrucción al por mayor no solo de opositores, sino también del pueblo y su cultura democrática.

El filósofo español Joan-Carles Mèlich, en su reciente trabajo, La lógica de la crueldad (2014), apunta sobre los aspectos que quiero considerar en esta breve reseña y es justamente sobre el aparato ideológico que soporta estas prácticas en contra de los derechos humanos fundamentales:

 

Hay que reflexionar sobre los dispositivos que se dedican a fabricar una buena conciencia. ¿Qué significa esto? Podría decirse, en pocas palabras, que toda moral —al menos en su sentido moderno—es, de forma más o menos explícita, una trama categorial, un ámbito de inmunidad, una gramática, un marco sígnico y normativo que establece y clasifica a priori quién tiene derechos y quién deberes, quién debe ser tratado como «persona» y quién no, de quién podemos o debemos compadecernos y frente a quién tenemos que permanecer indiferentes. Más allá de sus «efectos negativos» (castigo, represión….) toda moral también es, ante todo y sobre todo, una gramática que (me) protege de la vergüenza y que, como tal, incluye y excluye, esto es, (me) ordena y (me) clasifica, distingue lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto, lo que debe hacerse de lo que tiene que olvidarse.

 

Cuando en estos países se pone en acción este molinillo ideológico y el aparato burocrático que lo soporta, lo primero que hacen es crear la llamada “moral revolucionaria”, con la cual pueden tomar a un desprevenido opositor, bien sea candidato, parlamentario o simple ciudadano de a píe que haya hecho público su descontento o proteste en contra de algunas de las medidas del régimen, o que sus líderes revolucionarios se sientan incómodos con sus ideas o popularidad; simplemente lo señalan, introducen sus nombres en unas listas que son a su vez enviadas a los cuerpos de seguridad del estado para que se inicie un proceso de búsqueda y captura que los introducirá en una intrincada maraña de instancias judiciales y políticas, usualmente bajo el cargo de traición a la patria o por delitos de fomentar el odio o por atentar en contra de la seguridad de la nación.

A partir de ese momento se empieza a elaborar “un expediente” contentivo de todos los pecados posibles para asignarle una paila en el séptimo infierno donde languidecerá hasta su extinción, bien sea por la tortura, la inanición o las enfermedades, en un sistema carcelario inhumano, atrapado en procesos judiciales militares o civiles, dignos de una narración de Kafka, al menos… al menos que resulte de utilidad como peón en alguna negociación o sirva de propaganda sobre la bondad y humanidad del régimen, aunque es claro, visto el volumen de presos políticos que pululan en estos regímenes antidemocráticos, que hay una cultura necrófila que de alguna manera pretende garantizar la permanencia del régimen totalitario en el poder.

Estos regímenes autoritarios, socialistas y militaristas crean para sus objetivos unas estructuras jurídicas e institucionales que obedecen a sus particulares intereses, cuando un ciudadano cae en el sistema policial y judicial del régimen no tiene escapatoria, una vez clasificado como persona non grata para el poder, su destino y recorrido son apenas incidencias en unos procesos absolutamente viciados de ilegitimidad e injusticia, que apuntan a un solo y único resultado, anularlos como personas y borrarlos como ciudadanos.

Cuando un policía ve a un enemigo del estado, cuando un fiscal o un juez identifica a un reo de delitos contra la seguridad, no ven a una persona, a un ciudadano o individuo, ven una categoría, una especie, un género, que de acuerdo a sus normas son el equivalente a una plaga que se debe exterminar, de alguna manera se sienten como los guardianes de las puertas de un mundo utópico donde no están permitidos los fenómenos ni las contradicciones, y empieza a actuar la implacable crueldad, que por lo general termina con la entrega de la víctima a una cadena de torturadores profesionales, con la que culmina este ensamblaje del horror.

Los participantes por parte del gobierno, políticos, funcionarios, jueces, gendarmes, asumen su rol como partes de una maquinaria (de una técnica) y actuando bajo una normativa legal que ellos creen, no solo justifica sus actuaciones, sino los protege de posibles consecuencias; investidos de poder y obedeciendo a una lógica de apariencia formal y de contenido normativo creen estar exentos de cualquier recriminación, falta o delito, pero son parte eficiente y operativa de un aparato del terror, y así ha quedado demostrado históricamente en varias circunstancias similares, y más ahora que nunca, cuando los delitos de lesa majestad son imprescriptibles y perseguidos internacionalmente.

Y porque los enemigos del estado totalitario no tienen nombre, son desechables, dignos de tumbas colectivas, que nadie recuerda, por ello Joan-Carles Mèlich explica:

 

La lógica nace al olvidar el nombre propio y, por lo tanto, lo insustituible, lo único, le trae sin cuidado. Sus categorías son posibles porque se ha prescindido del tiempo y de la historia, de la  contingencia y del azar, de la sorpresa y del acontecimiento. Sobre esta idea vuelve a insistir Nietzsche en el Tratado II de La Genealogía de la Moral: solo es definible lo que no tiene historia. Por lo tanto, porque sí tiene historia, el nombre propio es indefinible, es inconceptualizable, es    incognoscible, es, en definitiva, lo que una lógica de la crueldad no puede tolerar.

 

Estas creaciones del Socialismo del Siglo XXI en Latinoamérica, estos gobiernos que se han construido alrededor de un pensamiento único, de la permanencia en el poder “para siempre”, de la hegemonía comunicacional, de la discriminación más implacable en contra de las luces y el conocimiento para sumir a los pueblos en el embrutecimiento colectivo más absoluto, para dominar y oprimir, generan las condiciones para que la agresión, la violencia y la destrucción se hagan sintomáticas de regímenes que tienden a la necrofilia entendida como lo hace Fromm.

Pero es interesante notar que en la retórica, en la propaganda y en la argumentación que utilizan para justificar esta promoción de la violencia, recurren a la tesis contraria, todo se hace por amor, alegan ser gobiernos humanistas, respetuosos de los derechos humanos, pretenden ser revoluciones pacíficas aunque sus resultados apuntan a todo lo contrario.

La experiencia histórica de todos estos regímenes es que en algún momento colapsan, su pretensión de permanencia en el poder por la fuerza tiene límites, la violencia desgasta, la destrucción genera ruina y el sadismo provoca rechazo y venganza, no hay ejército ni fuerza policial capaz de contener el malestar social que producen en propios y extraños.

El otro aspecto que debo resaltar es que de acuerdo a los perfiles psicológicos que se obtienen de los líderes de este tipo de gobierno, los criminales que los imponen y que se benefician de la situación de supuesto orden que generan, resultan ser personas enfermas, con graves problemas de personalidad, con deficiencias de carácter que son el terreno propicio para la generación de complejos, desviaciones, sublimaciones… pero si hay algo que resalta en todos estos individuos sometidos al análisis de sus gestiones, es que se trata de personas profundamente cobardes, aunque sus fachada son la del hombre fuerte, íntegros y ejemplos de generosidad y entrega a la causa, son en realidad unos grandes actores que se hacen pasar justamente por lo que no son.

Este tipo de personas confunden “voluntad” con sus pasiones, exigen disciplina de otros pero para ellos les está permitido cualquier error o debilidad, incluso la de seguir sus pulsiones más equivocadas hasta verlas colmadas con el éxito o el fracaso, y si fracasa, siempre hay a quien echarle la culpa.

Una de las características fundamentales de estos líderes mesiánicos que crean nuevos mundos y nuevos hombres es, su desprecio por la realidad, como buenos narcisistas pierden el contacto con su entorno, una especie de autismo los envuelve por lo que no tienen capacidad para la rectificación, para cambiar las circunstancias que han creado, de allí el altísimo costo que los países que los tienen como conductores, tienen que pagar.

Los violentos son personas problemáticas al momento de tenerlos en posiciones de poder, han sido estudiados al detalle y se han descritos sus elementos constitutivos, no debería haber sorpresas sobre sus actuaciones y si algo ha sido una constante con estos personajes es que no se puede convivir con ellos si se les permite el control de la relación, tampoco es posible negociar sin que se ponga en riesgo los compromisos alcanzados, quienes pretendan compartir la cama con ellos (o ellas) lo hacen a su propio riesgo.    -    saulgodoy@gmail.com    

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