Hay una obra en la bibliografía del psiquiatra Erich
Fromm que muchas veces pasa inadvertida quizás por lo árido del tema, que trata
sobre la agresividad humana, o por lo denso de su escritura, explorando con
cierta profundidad las tesis instintivas, la conductista y la psicoanalítica,
para hacernos un apretado resumen de lo que se conocía sobre la agresión y la
violencia en la sociedad contemporánea de aquel momento.
El libro lleva como título, Anatomía de la Destructividad Humana (1973), y tuvo cierta
notoriedad por una de sus partes, denominada La Agresión Maligna: Adolf Hitler, Caso Clínico de Necrofilia, y
desarrolla con cierto detalle este aspecto de la violencia que en sus propias
palabras: “Lo que es propio del hombre es
que puede sentir impulsos que lo muevan a matar y torturar, y que siente placer
en ello; es el único animal capaz de matar y aniquilar a individuos de su misma
especie sin ningún provecho racional biológico ni económico”.
¿Qué lleva a un ser humano a la agresión maligna? Varios
factores parecieran coincidir en este comportamiento, entre ellos el
aburrimiento depresivo (que es aquel que manifiestan los criminales que alegan
querer saber lo que se siente al matar una persona) o la concurrencia de factores
esquizoides que no se alivian hasta conseguir un estímulo lo suficiente fuerte
que solo los procuran episodios extremos de destructividad.
La mayoría de las personas viven en ambientes que les brindan cierto equilibrio y que
tienden a generar las llamadas pasiones constructivas, el grueso de la sociedad
tiende a prosperar en términos de cooperación y armonía, pero ciertas
circunstancias y motivos pueden dar al traste con estas condiciones óptimas, y
algunas personas son más proclives que otras a dejarse llevar por pulsiones
primitivas.
Hay ciertas circunstancias, ideologías, formas de
organización, ritos y personas que promueven este tipo de comportamiento donde
la violencia y la destrucción son formas “normales” de comportamiento de los
sujetos participantes, sería el caso de una guerra que son actos masivos de
asesinatos y torturas desapiadados, en los que los factores morales
inhibitorios convencionales no existen, hay aparatos ideológicos como los del
totalitarismo donde la violencia y la destrucción están justificados por
argumentos de orden político, hay organizaciones como el ejército o la policía
con los que el estado ejerce su monopolio de la violencia, hay ritos religiosos
en los que una vez logrado un trance permiten actos de agresión extremos entre
participantes, y hay personas, más bien personalidades, que tienen un gusto
refinado por el sadismo mental y físico, tal fue el caso de José Stalin a quien
Fromm le dedica su atención:
Una
forma particularmente refinada de sadismo fue la costumbre que tenía Stalin de
detener a las esposas- y a veces a los hijos- de algunos de sus más altos
funcionarios soviéticos o del Partido y retenerlos en un campo de trabajo,
mientras los esposos tenía que hacer su trabajo y humillarse a inclinarse ante
Stalin sin atreverse siquiera a pedir que los soltara. Así fueron detenidos,
por ejemplo, la esposa de Kalinin, el presidente de la Unión Soviética, en
1937, la esposa de Molotov, y la esposa y el hijo de Otto Kuusinen, uno de los
principales funcionarios del Komiterm y todos estuvieron en campos de trabajo…
Stalin tuvo detenida a la esposa de su secretario privado mientras este seguía
en su puesto.
Fromm se sumerge en las profundidades patológicas de los
funcionarios burocráticos deshumanizados, que son frecuentes en las grandes
administraciones estatales, sobre todo en aquellas con un talante
revolucionario y que terminan siendo controladores de la sociedad, tal fue el
caso de Heinrich Himmler uno de los responsables de la matanza de más de quince
millones de rusos, polacos y judíos, pero el grueso de su análisis se explaya
en la figura del Führer.
Pero Fromm lleva su concepción de destructividad y
violencia a otro nivel, a lo que él llama la agresión maligna en su estadio de
necrofilia
Fromm lo aclara desde un principio: “La necrofilia en sentido caracterológico puede describirse como la
atracción apasionada por todo lo muerto, corrompido, pútrido y enfermizo; es la
pasión de transformar lo viviente en algo no vivo, de destruir por destruir, y
el interés exclusivo por todo lo puramente mecánico. Es la pasión de destrozar
las estructuras vivas”.
El análisis de Fromm es interesante pues liga el aspecto
de la técnica y la tecnología de la muerte con la destrucción de grandes
contingentes de personas, y aunque no voy a tocar las importantes
consideraciones que Fromm hace en cuanto a Hitler y el Reich que construyó, si
es este su interés, les recomiendo la lectura de este importante libro, lo que si
quiero hacer, son algunas consideraciones sobre los aparatos ideológicos que
hoy existen operando en estos impulsos de violencia y destrucción de los cuales
los venezolanos, y muchos otros Latinoamericanos hemos tenido la desagradable
experiencia de estarlos viviendo en carne propia.
Lo digo especialmente por lo que está sucediendo en estos
momentos en Cuba, Nicaragua y Venezuela donde regímenes totalitarios
socialistas han conformado un tipo de estado, de derecho y de moral, en su
conjunto, un marco ideológico revolucionario, por el cual se justifica la
violencia y la destrucción al por mayor no solo de opositores, sino también del
pueblo y su cultura democrática.
El filósofo español Joan-Carles Mèlich, en su reciente
trabajo, La lógica de la crueldad
(2014), apunta sobre los aspectos que quiero considerar en esta breve reseña y
es justamente sobre el aparato ideológico que soporta estas prácticas en contra
de los derechos humanos fundamentales:
Hay
que reflexionar sobre los dispositivos que se dedican a fabricar una buena
conciencia. ¿Qué significa esto? Podría decirse, en pocas palabras, que toda
moral —al menos en su sentido moderno—es, de forma más o menos explícita, una
trama categorial, un ámbito de inmunidad, una gramática, un marco sígnico y
normativo que establece y clasifica a priori quién tiene derechos y quién deberes,
quién debe ser tratado como «persona» y quién no, de quién podemos o debemos
compadecernos y frente a quién tenemos que permanecer indiferentes. Más allá de
sus «efectos negativos» (castigo, represión….) toda moral también es, ante todo
y sobre todo, una gramática que (me) protege de la vergüenza y que, como tal,
incluye y excluye, esto es, (me) ordena y (me) clasifica, distingue lo bueno de
lo malo, lo correcto de lo incorrecto, lo que debe hacerse de lo que tiene que
olvidarse.
Cuando en estos países se pone en acción este molinillo
ideológico y el aparato burocrático que lo soporta, lo primero que hacen es
crear la llamada “moral revolucionaria”, con la cual pueden tomar a un
desprevenido opositor, bien sea candidato, parlamentario o simple ciudadano de
a píe que haya hecho público su descontento o proteste en contra de algunas de
las medidas del régimen, o que sus líderes revolucionarios se sientan incómodos
con sus ideas o popularidad; simplemente lo señalan, introducen sus nombres en
unas listas que son a su vez enviadas a los cuerpos de seguridad del estado
para que se inicie un proceso de búsqueda y captura que los introducirá en una
intrincada maraña de instancias judiciales y políticas, usualmente bajo el
cargo de traición a la patria o por delitos de fomentar el odio o por atentar
en contra de la seguridad de la nación.
A partir de ese momento se empieza a elaborar “un
expediente” contentivo de todos los pecados posibles para asignarle una paila
en el séptimo infierno donde languidecerá hasta su extinción, bien sea por la
tortura, la inanición o las enfermedades, en un sistema carcelario inhumano,
atrapado en procesos judiciales militares o civiles, dignos de una narración de
Kafka, al menos… al menos que resulte de utilidad como peón en alguna
negociación o sirva de propaganda sobre la bondad y humanidad del régimen,
aunque es claro, visto el volumen de presos políticos que pululan en estos
regímenes antidemocráticos, que hay una cultura necrófila que de alguna manera pretende
garantizar la permanencia del régimen totalitario en el poder.
Estos regímenes autoritarios, socialistas y militaristas
crean para sus objetivos unas estructuras jurídicas e institucionales que
obedecen a sus particulares intereses, cuando un ciudadano cae en el sistema
policial y judicial del régimen no tiene escapatoria, una vez clasificado como
persona non grata para el poder, su destino y recorrido son apenas incidencias
en unos procesos absolutamente viciados de ilegitimidad e injusticia, que
apuntan a un solo y único resultado, anularlos como personas y borrarlos como
ciudadanos.
Cuando un policía ve a un enemigo del estado, cuando un
fiscal o un juez identifica a un reo de delitos contra la seguridad, no ven a
una persona, a un ciudadano o individuo, ven una categoría, una especie, un
género, que de acuerdo a sus normas son el equivalente a una plaga que se debe
exterminar, de alguna manera se sienten como los guardianes de las puertas de
un mundo utópico donde no están permitidos los fenómenos ni las contradicciones,
y empieza a actuar la implacable crueldad, que por lo general termina con la
entrega de la víctima a una cadena de torturadores profesionales, con la que
culmina este ensamblaje del horror.
Los participantes por parte del gobierno, políticos,
funcionarios, jueces, gendarmes, asumen su rol como partes de una maquinaria
(de una técnica) y actuando bajo una normativa legal que ellos creen, no solo
justifica sus actuaciones, sino los protege de posibles consecuencias;
investidos de poder y obedeciendo a una lógica de apariencia formal y de
contenido normativo creen estar exentos de cualquier recriminación, falta o
delito, pero son parte eficiente y operativa de un aparato del terror, y así ha
quedado demostrado históricamente en varias circunstancias similares, y más
ahora que nunca, cuando los delitos de lesa majestad son imprescriptibles y
perseguidos internacionalmente.
Y porque los enemigos del estado totalitario no tienen
nombre, son desechables, dignos de tumbas colectivas, que nadie recuerda, por
ello Joan-Carles Mèlich explica:
La
lógica nace al olvidar el nombre propio y, por lo tanto, lo insustituible, lo
único, le trae sin cuidado. Sus categorías son posibles porque se ha
prescindido del tiempo y de la historia, de la
contingencia y del azar, de la sorpresa y del acontecimiento. Sobre esta
idea vuelve a insistir Nietzsche en el Tratado II de La Genealogía de la Moral:
solo es definible lo que no tiene historia. Por lo tanto, porque sí tiene
historia, el nombre propio es indefinible, es inconceptualizable, es incognoscible, es, en definitiva, lo que una
lógica de la crueldad no puede tolerar.
Estas creaciones del
Socialismo del Siglo XXI en Latinoamérica, estos gobiernos que se han
construido alrededor de un pensamiento único, de la permanencia en el poder
“para siempre”, de la hegemonía comunicacional, de la discriminación más
implacable en contra de las luces y el conocimiento para sumir a los pueblos en
el embrutecimiento colectivo más absoluto, para dominar y oprimir, generan las
condiciones para que la agresión, la violencia y la destrucción se hagan
sintomáticas de regímenes que tienden a la necrofilia entendida como lo hace
Fromm.
Pero es interesante notar
que en la retórica, en la propaganda y en la argumentación que utilizan para
justificar esta promoción de la violencia, recurren a la tesis contraria, todo
se hace por amor, alegan ser gobiernos humanistas, respetuosos de los derechos
humanos, pretenden ser revoluciones pacíficas aunque sus resultados apuntan a
todo lo contrario.
La experiencia histórica de
todos estos regímenes es que en algún momento colapsan, su pretensión de
permanencia en el poder por la fuerza tiene límites, la violencia desgasta, la
destrucción genera ruina y el sadismo provoca rechazo y venganza, no hay ejército
ni fuerza policial capaz de contener el malestar social que producen en propios
y extraños.
El otro aspecto que debo
resaltar es que de acuerdo a los perfiles psicológicos que se obtienen de los
líderes de este tipo de gobierno, los criminales que los imponen y que se
benefician de la situación de supuesto orden que generan, resultan ser personas
enfermas, con graves problemas de personalidad, con deficiencias de carácter
que son el terreno propicio para la generación de complejos, desviaciones,
sublimaciones… pero si hay algo que resalta en todos estos individuos sometidos
al análisis de sus gestiones, es que se trata de personas profundamente
cobardes, aunque sus fachada son la del hombre fuerte, íntegros y ejemplos de
generosidad y entrega a la causa, son en realidad unos grandes actores que se
hacen pasar justamente por lo que no son.
Este tipo de personas
confunden “voluntad” con sus pasiones, exigen disciplina de otros pero para
ellos les está permitido cualquier error o debilidad, incluso la de seguir sus
pulsiones más equivocadas hasta verlas colmadas con el éxito o el fracaso, y si
fracasa, siempre hay a quien echarle la culpa.
Una de las características
fundamentales de estos líderes mesiánicos que crean nuevos mundos y nuevos
hombres es, su desprecio por la realidad, como buenos narcisistas pierden el
contacto con su entorno, una especie de autismo los envuelve por lo que no
tienen capacidad para la rectificación, para cambiar las circunstancias que han
creado, de allí el altísimo costo que los países que los tienen como
conductores, tienen que pagar.
Los violentos son personas
problemáticas al momento de tenerlos en posiciones de poder, han sido
estudiados al detalle y se han descritos sus elementos constitutivos, no
debería haber sorpresas sobre sus actuaciones y si algo ha sido una constante
con estos personajes es que no se puede convivir con ellos si se les permite el
control de la relación, tampoco es posible negociar sin que se ponga en riesgo
los compromisos alcanzados, quienes pretendan compartir la cama con ellos (o
ellas) lo hacen a su propio riesgo. - saulgodoy@gmail.com
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