Según esta particular
creencia, cuando se reúnen tres personas en realidad hay cuatro, siendo la
cuarta integrante el mismo grupo, al que se le atribuye una mayor importancia
que sus miembros y hasta una voluntad que priva por encima de la voluntad de
sus componentes.
Si en algo estoy claro es que
los grupos, llámense clubes, equipos, partidos políticos, familia o ejército,
son siempre entidades colectivas, compuestas por individuos que son los que le
dan forma y contenido; quite usted a los miembros del grupo y no queda nada.
La ley le ha dado un
tratamiento particular a estas entidades colectivas que conformadas en
cooperativas, asociaciones o corporaciones, y por medio de un artilugio
conocido como fictio juri le asigna
una personalidad jurídica con una serie de deberes y derechos que la equiparan
a una persona natural, pero de allí a que el colectivo tenga vida propia y
superior a sus componentes, perdónenme, es pura fantasía, a menos que pueda ser
probado y hasta los momentos no se ha hecho.
Muchas veces se confunde la
conciencia colectiva o de clase, el esprit
d’corps, la solidaridad de grupo con una personalidad supra individual
capaz de tener voluntad propia, poder de decisión, gustos, sentimientos, vida
orgánica y conocimiento de su propia existencia.
La unidad del grupo la
brindan creencias compartidas, sentimientos, nexos culturales y hasta físicos,
intereses y rasgos comunes, pero que de pronto exista un ente colectivo capaz
de tomar control de sus miembros y configurarse como rector del destino
colectivo e individual.
Se trata de la mentira más
conveniente para los que quieren manipular a grandes y pequeños grupos, o la
excusa perfecta para que los individuos renuncien a su responsabilidad de
acción y pensamiento.
Los comportamientos
colectivos han sido larga y convenientemente investigados y son muchos los mitos
que se ha derribado, como sería la existencia de comportamientos colectivos
espontáneos; la muchedumbre jamás actúa de manera racional y con un objetivo
común, cuando hace algo es porque hay causas, un plan, o un detonante, pero nunca es porque
todos se pusieron de acuerdo.
El pensamiento marxista está
sustentado, en parte, por esa creencia, que tiene sus bases en la idea
expresada por Jaques Russeau sobre la existencia de una voluntad popular. Ese
planteamiento de que el soberano, el pueblo, tiene vida propia, conciencia y
capacidad de autodeterminarse fue llevada al extremo por Hegel, al asignarle al
“pueblo” una supremacía que prácticamente obligaba a los ciudadanos a renunciar
a su libertad en nombre de la unidad del soberano.
No contentos con esta temeridad,
los marxistas promovieron la idea de que una personalidad colectiva es capaz de
racionalizar, aprender y hacerse necesaria para la evolución de la personalidad
individual.
En el campo de las relaciones
internacionales cada país está considerado como un individuo, con derechos y
deberes, de nuevo, se trata de una ficción jurídica que nada tiene que ver con
la realidad.
Si fuera cierto que los
gobiernos representan la voluntad colectiva, entonces tendríamos que admitir
que existen tantas personalidades colectivas como grupos organizados existen en
el mundo, con lo que surge la pregunta ¿Qué tan grande tiene que ser un grupo
para asignarle una identidad colectiva? ¿Son 150 personas suficientes? ¿O
tendría que tener millones?
Podríamos plantearnos incluso
algo todavía más arriesgado, como la suposición de que si hay 170 gobiernos
integrando la ONU, habría 170 personalidades colectivas, ¿Y no sería eso
suficiente para asignarle a la ONU su propia identidad colectiva? El planeta
tierra entonces tendría su propia personalidad colectiva, y ¿la tendría la
galaxia si hubiera otras formas de vida inteligente?
Lo
peor del asunto es que se le asignan muchas buenas cualidades a las identidades
colectivas, pero tienen un inmenso problema, no pueden expresarse por si mismas,
siempre necesitan de alguien que lo haga por ellas, trátese de un representante
o líder que asume la vocería del grupo.
El
pueblo, el volks, el pópulo, todos los grupos nacionales a
los que muchos políticos le atribuyen potestad y voluntad, son tan solo ideales,
una muy conveniente mentira para que unos pocos actúen en su nombre; la verdad
es que el pueblo debe entenderse como una variedad de grupos,
instituciones e individualidades y el
atribuirse su vocería es un asunto delicado.
Los
gobiernos responsables, antes de emitir opinión o sostener una posición,
consultan, debaten, llegan a consensos, no hacen lo que una sola persona piensa
o desea. Tomar en cuenta todas las partes, a esto se le llama democracia participativa.
Los trabajadores, los pobres,
el pueblo de Venezuela, el mismo Tercer Mundo, parecen todos tener identidades
colectivas para las que el Presidente Chávez, en su alucinado mundo “rojo,
rojito”, pretendiera ser su vocero, causando daños considerables, ya que en su
afán de una mal entendida pero conveniente “justicia social”, los enfrentaba
unos con otros.
Es lo que pasa cuando uno se
adentra en ese mundo fantástico de las identidades colectivas y las asume como
realidades.
A los gobiernos chavistas les
ha dado por tratar al ser humano como si fuera una abeja u otro bichito de
colmena; pretende educarnos y fomentar el colectivismo por encima del
individuo, hacen ver al egoísmo como un pecado, y tratan de imponer la
generosidad como forma de conducta obligada.
Desde el Ministerio de Educación
hasta la Presidencia de la República están llevando a cabo este esfuerzo como
parte del adoctrinamiento ideológico que acompaña al socialismo del siglo XXI,
lo que no nos dicen, es que es un intento por esclavizar al hombre en función y
para el interés del Estado, en otras palabras, necesitan justificar el dominio
de una pequeña elite sobre una gran colectividad de seres sumisos que acepten
su condición de multitud.
Suena infantil pero es un
proyecto harto peligroso, principalmente porque hay venezolanos dispuestos a
renunciar a su responsabilidad e identidad personal por ser parte de un todo
colectivo, impersonal e irresponsable.
La vida de un ser humano
trata de hacer decisiones constantemente, algunas más difíciles que otras. Y
cada escogencia tiene sus consecuencias. Pero una vez que se ha decidido-
correcta o incorrectamente- lo hecho, hecho está, estas acciones tendrán sus
consecuencias y es imposible desandar ese camino.
Esa es la esencia del
individualismo, algo que muchas personas no quieren aceptar bien sea por
comodidad o por cobardía, y la verdad sea dicha, la libertad individual tiene
un costo, ser dueño de uno mismo no es fácil ya que nos hacemos responsables de
nuestros actos.
Las decisiones “duras” de
cómo ganarnos la vida, con quien relacionarnos y sobre que asuntos consideramos
primordiales, es mucho más fácil
dejarlas para que otros la hagan por nosotros, hay gente que le asusta el
equivocarse, o peor, le temen a las consecuencias de sus actos por lo que,
cuando alguien les ofrece: “Tú haces lo
que yo diga y yo soy el responsable, pero no pienses, no opines; sólo obedece y
sé feliz” no dudan y se ponen de inmediato el uniforme, vociferan las
consignas y marchan detrás del líder, sin miedo, liberados… al fin con una
causa. Allí están los pistoleros de Puente Yaguno, alegando que ellos no son
responsables de sus crímenes pues actuaron como parte de la revolución, como
pueblo, disparándole a mansalva a una multitud que creían, era enemigos del
“proceso”.
Pero ser hombre, es ante todo
ser individuo, ser uno, erguido en nuestros propios pies, con voluntad, con
dignidad y libertad, con una conciencia y voz propia.
El egoísmo lo debemos ver
como un poderoso mecanismo de auto conservación, de sobrevivencia, sin egoísmo
no tuviéramos la menor oportunidad de existencia, nos marca desde el primer
llanto por la leche materna, nos hace ser mejores, por el egoísmo es que
reclamamos lo mejor de la vida para nosotros.
El justo balance entre los
intereses del individuo y los de la colectividad no pueden conseguirse en los
extremos, castigando cada chispa de imaginación y creatividad individual,
suprimiendo a la persona individual no habría progreso, solo una gris y bovina
existencia, por ello, lo antinatural de este socialismo utópico que enaltece a
las masas.
Esta ideología de la
dominación, como lo es el socialismo del siglo XXI, trata por todos los medios
de restarle al hombre su esencia, bien tuvo razón José Ortega y Gasset, cuando
en 1934 escribió su artículo para El Espectador, La
Socialización del Hombre, decía: “Ahora,
por lo visto, vuelven los hombres a sentir nostalgia del rebaño. Se entregan
con pasión a lo que en ellos había aún de ovejas. Quieren marchar por la vida
bien juntos, en ruta colectiva, lana contra lana y la cabeza caída. Por eso en
muchos pueblos de Europa andan buscando un pastor y un mastín. El odio al
liberalismo no procede de otra parte. Porque el liberalismo, antes que una
cuestión de más o menos política, es una idea radical sobre la vida; es creer
que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individualidad e
intransferible destino.” - saulgodoy@gmail.com
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