“Limpia las ventanas de la percepción, haciendo que cada cosa aparezca como verdaderamente es: infinita” - William Blake
El Premio Nobel de Literatura del año de 1968 recayó en el escritor japonés Yasunari Kawabata, y cuando en occidente le pedían que mostrara un ejemplo de su bella caligrafía, le gustaba recurrir a los haikus clásicos como los de Ryôkan (1758-1831), quien además de ser un excelente poeta fue un calígrafo sin par, y escogía uno de sus favoritos que hablaba del ocaso de su vida:
La briza es fresca,
la luna es clara.
Amanezcamos bailando juntos
en lo que queda de la vejez.
Kawabata uno de los mejores novelistas de su generación, escribió el ensayo El bello Japón y yo, en el que explicaba los fundamentos estéticos de su arte y decía, que son la luna invernal, la belleza de la nieve fresca y los cerezos en flor, los motivos más habituales que se reflejaban en todo arte japonés, que cada una de las cuatro estaciones que se daban en su tierra, tenían imágenes, olores, significados y recuerdos, que despertaban sentimientos profundos “… que es cuando más pensamos en quienes amamos y deseamos compartir con ellos esa felicidad”.
En ese ensayo decía de lo siguiente:
Ryôkan, cuya poesía y caligrafía son muy admiradas hoy en día en Japón, se liberó de la moderna vulgaridad de su época y permaneció inmerso en la elegancia de los siglos anteriores. Vivió en el espíritu de sus poemas, errando por senderos silvestres, con una cabaña de hojas por guarida, vistiendo andrajos, conversando con campesinos. La profundidad de la religión y de la literatura no radicaba para él en lo complicado, más bien perseveraba en la literatura y en la fe del espíritu benigno que resume una sentencia budista: «rostro sonriente y palabras amables». En su último poema no ofrece nada como legado, sin embargo, esperaba que la naturaleza continuase siendo bella. Ése sería su legado. Es un poema que lleva dentro de sí el espíritu tradicional japonés, y en el que se percibe el sentimiento religioso de Ryôkan:
Ha llegado ella,
a quien tanto esperaba.
Ahora que estamos juntos,
¿qué más desear?
Kawabata pone en relieve dos grandes inspiraciones en el arte japonés, el respeto y la contemplación de la naturaleza y el profundo contenido religioso del budismo Zen cuando por medio de la meditación se logra diluir el yo y encontrase en la unidad universal.
Por otro lado, en su erudita obra, Vacío y Plenitud, el lenguaje de la pintura China (1991), el sinólogo Francois Cheng nos explica por qué el vacío es tan importante para las artes en China:
Sin entrar en detalles, podemos decir, como consideración inmediata, que en la interpretación musical el vacío se traduce por ciertos ritmos sincopados, pero ante todo por el silencio. No es una medida calculada mecánicamente; al romper el desarrollo continuo, crea un espacio que permite a los sonidos sobrepasarse y acceder a una especie de resonancia allende las resonancias.
En la poesía, el vacío se introduce mediante la supresión de ciertas palabras gramaticales, llamadas precisamente palabras-vacíos, y mediante la institución, dentro de un poema, de una forma original: el paralelismo… Pero es en la pintura donde el vacío se manifiesta de la manera más visible y más completa. En ciertos cuadros de los Song y de los Yuan, comprobamos que el vacío (espacio no pintado) ocupa hasta dos tercios de la tela. Ante tales cuadros, incluso un espectador ingenuo siente confusamente que el vacío no es una presencia inerte y que está recorrido por alientos que enlazan el mundo visible a un mundo invisible.
El tercer comentario que traigo a colación en este escrito es el del profesor Elías Capriles de la Universidad de los Andes en Mérida, Venezuela, quien ha elaborado una interesante obra sobre el pensamiento religioso-estético-ecológico de la cultura oriental, basado principalmente en sus estudios sobre la India y el Nepal; en su obra Estética Primordial y Arte Visionario (2.000), nos dice lo siguiente:
…al sentirnos separados, nos experimentamos como ineluctable “carencia-de-la-plenitud-del-continuo-universal”, la cual se nos presenta como exigencia de colmarla y, en consecuencia, nos conduce a tratar infructuosamente de llenar este vacío dotando de valor y poseyendo una serie de objetos, buscando que los otros proyecten valor sobre nosotros a fin de “llenar” con él nuestra carencia, persiguiendo efímeros y elusivos placeres, y así sucesivamente. Puesto que la plétora de métodos por medio de los cuales intentamos obtener la plenitud, en su totalidad, afirman y sostienen nuestra ilusión de ser entes intrínsecamente separados, que constituye la causa principal de la sensación de carencia, ninguno de ellos puede lograr su cometido, sino que, por el contrario, todos nos condenan a experimentar una continua sensación de carencia de plenitud, insatisfacción e incomodidad. En consecuencia, por lo general nos conformamos con ocultar la carencia de plenitud, la insatisfacción y la incomodidad distrayéndonos con una u otra actividad. Ahora bien, esto exige que nos engañemos acerca de la finalidad que perseguimos, pues, como señaló Pascal, aunque lo que en verdad perseguimos es la distracción constituida por la actividad que hemos emprendido, para poder interesarnos en ésta tenemos que creer que lo que perseguimos es su objeto.
El arte occidental basa su estética en la separación del observador de la cosa observada, del yo del resto del mundo, del hombre escindido de la naturaleza, sus frescos, lienzos, esculturas, edificios y obras literarias están llenos de su visión de lo otro fuera de sí, o en el peor de los casos que se utilice el lenguaje y los símbolos de manera autorreferencial, con el peligro de crear paradojas insolubles, porque al existir el observador empiezan a operar reglas, filtros, interpretaciones que nada tienen que ver con lo que realmente vemos, y no hay parte de esa obra que no esté trabajada al máximo posible, colmándolas de detalles y ornamentos, o de elementos autoreplicantes de una plenitud abigarrada de objetos vistos en perspectiva, prevaleciendo sobre su entorno ¿Qué nos dice esto del arte? ¿Y del hombre?
El filósofo español Adolfo Vásquez Rocca en su interesante ensayo Lógica paraconsciente, paradojas autorreferenciales y lecturas parasitarias (2014) nos explica:
El pensamiento oriental ha sido denominado “pensamiento asociativo” o “coordinativo”. Este sistema intuitivo-asociativo tiene su propia causación y su lógica no es supersticioso ni primitivo, sino una forma de pensamiento original. Esta lógica puede ser contrastada con el “pensamiento subordinativo” característico de la ciencia occidental, que pone énfasis en la causación externa. En el pensamiento coordinativo, los conceptos no se estructuran; los sucesos no se influencian unos a otros por actos de causación mecánica sino por una especie de inductancia. Por supuesto que los pensadores orientales, en particular taoistas, deseaban, al igual que los europeos conocer las causas en la naturaleza, pero no quería decir lo mismo en Oriente que en los naturalistas de Grecia. El concepto clave del pensamiento taoísta es Orden, y sobre todo Estructura. Las cosas se comportan de un cierto modo no necesariamente debido a acciones anteriores o impulsos de otra cosa, sino debido a que su posición en el universo cíclico, con perpetuo movimiento, le confiere una naturaleza intrínseca que los obliga a ese comportamiento. Si no se movieran así, perderían sus posiciones relativas en el conjunto y se convertirían en otra cosa. La naturaleza de una cosa depende de su posición, de ahí la importancia de la estructura
Para las religiones orientalistas el cultivo del ego separa al hombre de la naturaleza, el pensamiento racional puede encadenar más que liberar, el lenguaje puede convertirse en una cárcel y no en un continente de libertad; tanto el taoísmo, como el budismo y algunas expresiones del hinduismo, creen en una conducta espontánea y libre que responden a las necesidades del momento, para los taoístas es el wei-wu-wei, la acción por medio de la no acción, es para los artistas orientales una aproximación vital en sus trabajos, es el universo comunicándose en cada uno de sus trazos en las pinturas, en los ideogramas, en las disposiciones florales del Ikabana o en la intrincada geometría de un Mandala butanés.
Y esto nos lleva a los comentarios que quería hacer sobre el trabajo de la profesora e investigadora Mara Miller, a quien ya hemos tenido como invitada en este blog, instruyéndonos sobre su especialidad, el arte japonés.
Le he seguido los pasos a Miller desde que era profesora en la Universidad de Hawaii y el trabajo que me acabo de leer es un verdadero banquete de conocimientos que han sido bienvenido en los claustros académicos de occidente, no solo por su aporte eminentemente de culturas comparadas, que es ya importante, sino como un avance en la teoría estética, que es como mejor aprecio su esfuerzo como intelectual y crítico.
El ensayo en cuestión se titula La estética japonesa (y Ainu) y la filosofía del arte (2000) y fue escrita en colaboración con el profesor Yamasaki Kōji; el arte japonés ha impactado el mundo en varios aspectos no muy comunes, en su vaguedad, por ejemplo, sus esfuerzos artísticos están rodeados de una imprecisión sobre sus propósitos, esto sucede bien sea en una película, en un manga, o en poema, sucede con sus novelas, muy bien escritas y rebosantes de sentimientos, pero nos deja un sabor extraño sobre cual fue verdaderamente el propósito del autor.
También hacen notoria las irregularidades y las asimetrías, no hay perfección sin roturas y superficies melladas, pero son sorprendentemente espontáneas y siempre nos llevan a la naturaleza misma, y en esto pienso en las novelas de Murakami o las de Yoshimoto Banana, todo un encuentro con lo inesperado y los desencuentros humanos.
Mara Miller se hace la pregunta ¿Qué es lo que hace el arte japonés en nosotros? Y como si se tratase de una venezolana dándose ánimo, sumida en plena depresión pos chavista nos dice:
Nos hace más felices. Nos permite reconocer, y disfrutar, los cambios, especialmente los estacionales, pero también los topográficos y otros tipos; a admitir y comprender lo inefable; nos permite ver cuanta información y conocimiento se puede encontrar fuera del lenguaje; nos hace soportar lo que no se puede soportar (tal y como lo dijo en Emperador Hirohito en su alocución radial de 1945); a sobrevivir la destrucción atómica; a ver belleza en las artesanías; a crear belleza todos los días y a resaltar la que ya existe; a simplificar en medio de la confusión creciente, y en condiciones avasallantes; nos disminuye nuestro afán por desear cosas, por ostentar, por lujos, hasta por supuestas “necesidades”; nos ´permite expresar nuestras experiencias individuales y colectivas, fuera del paradigma de las relaciones de confrontación en sociedad; y como ser mejores personas cultivándonos, valorando nuestras experiencias y refrescando nuestros puntos de vista.
Pero de igual manera Miller nos advierte de sus peligros, la estética japonesa ha servido a la más insidiosa forma de fascismo, sirviéndose de la identidad que surge de la vida cultural nativa, de hacerse uno con “el pueblo” y el estado, estas cualidades estéticas han sido vistas con sospechas de que se trata de un “orientalismo” condescendiente e interesado, no pocas veces acusado de tratar de afeminar la cultura tradicional japonesa, de utilizar trucos para posicionar su arte en los mercados y de tratar de destruir la individualidad de la persona.
Miller hace un análisis meta-estético del arte tradicional japonés y nos informa que su influencia parte de tres grandes vertientes culturales, del arte chino, del arte nativo japonés y de la influencia occidental antes y después de la Segunda Guerra mundial.
La influencia China se manifiesta en los patrones culturales que el confucianismo y el budismo han dejado en su base cultural, pero ha sido una influencia trabajada por siglos y adaptada a las circunstancias especiales de esas tierras insulares, como por ejemplo, adaptar las artes de acuerdo a los propósitos de sus instituciones políticas, militares y religiosas, de allí que vemos un arte que se amolda a la élite imperial, al shogunato o los señores de la guerra y a los templos, cada uno con sus características particulares y en convivencia con un arte propio de la clase media, que tenía sus propias expresiones artísticas, sobre todo en las artesanías.
De acuerdo a Miller el arte japonés moderno se bate en una constante confrontación con la nostalgia, con ese deseo de rescatar lo que fue un arte real y tradicional que era el que daba carácter y personalidad propia al japonés auténtico, en este sentido son capaces de remontarse hasta las técnicas del neolítico para rescatar maneras y formas auténticas de este ideal (de allí viene la palabra Ainu, que es un pueblo nativo del norte de Japón y que por mucho tiempo se mantuvo aislado del desarrollo del resto del país, y ha conservado intacto técnicas y prácticas artísticas de gran valor).
El otro aspecto que influye en esta adaptación es que el japonés es reticente a la modernidad y mucho más si proviene de occidente, pero aun así, cuando aceptan valores foráneos lo adaptan rápidamente a su forma de vida, siempre con esos ajustes necesarios a su carácter e idiosincrasia.
En otro ensayo de Miller, esta vez en Belleza, Religión y Tradición en las artes y estéticas post nucleares japonesas (2017) nos da el dato que no fue sino hasta el período Meiji (1868-1912) que la cultura japonesa estuvo expuesta a la filosofía y forma de pensar occidental, y entre otras cosas, el concepto de “belleza” tal y como lo entendemos en occidente no existía.
Los japoneses, al igual que los chinos, se manejan en otras categorías estéticas diferentes con las cuales trabajan, no son referentes marcados o conceptuados, más bien son incidentales, no se mencionan pero eso no significa que no estén presentes, son valores notables como serían las composiciones de sus jardines de piedra, los rituales de la ceremonia del té, o los arcaicos melodramas del teatro Noh.
El pueblo japonés sigue sometido a los embates naturales propios de su zona geográfica, grandes tormentas y terremotos, han sido víctimas de ataques y accidentes nucleares, y los hemos visto sobrevivir ordenadamente a estos infortunios, esa rescilencia, ese espíritu de vida se ve reflejado en su arte muchas veces austero, en esa capacidad de asimilación y procesamiento, de esa reserva religiosa que los proyecta a un mundo espiritual y mitológico de singular complejidad.
El arte y la estética japonesa tienen desde mi punto de vista unos valores que pudieran serle útil a Venezuela al entrar en esta nueva etapa de reconstrucción, he pensado mucho al respecto y contamos con una gran cantidad de coincidencias y puntos en común, incluso en lo político, y es un modelo que está allí, y que ha influenciado de manera positiva al arte occidental; de acuerdo a lo que nos dice Mara Miller, la estética japonesa es una obra en proceso y sería interesante, sólo por curiosidad antropológica, ver y estudiar lo que han hecho. - saulgodoy@gmail.com
Una estética de vida,
por Saúl Godoy Gómez
“Limpia las ventanas de la percepción,
haciendo que cada cosa aparezca como verdaderamente es: infinita” - William
Blake
El Premio Nobel de Literatura del año de 1968 recayó en
el escritor japonés Yasunari Kawabata, y cuando en occidente le pedían que
mostrara un ejemplo de su bella caligrafía, le gustaba recurrir a los haikus
clásicos como los de Ryôkan (1758-1831), quien además de ser un excelente poeta
fue un calígrafo sin par, y escogía uno de sus favoritos que hablaba del ocaso
de su vida:
La briza es fresca,
la luna es clara.
Amanezcamos
bailando juntos
en lo que queda de
la vejez.
Kawabata uno de los mejores novelistas de su generación,
escribió el ensayo El bello Japón y yo,
en el que explicaba los fundamentos estéticos de su arte y decía, que son la
luna invernal, la belleza de la nieve fresca y los cerezos en flor, los motivos
más habituales que se reflejaban en todo arte japonés, que cada una de las
cuatro estaciones que se daban en su tierra, tenían imágenes, olores,
significados y recuerdos, que despertaban sentimientos profundos “… que es cuando más pensamos en quienes
amamos y deseamos compartir con ellos esa felicidad”.
En ese ensayo decía de lo siguiente:
Ryôkan,
cuya poesía y caligrafía son muy admiradas hoy en día en Japón, se liberó de la
moderna vulgaridad de su época y permaneció inmerso en la elegancia de los
siglos anteriores. Vivió en el espíritu de sus poemas, errando por senderos
silvestres, con una cabaña de hojas por guarida, vistiendo andrajos,
conversando con campesinos. La profundidad de la religión y de la literatura no
radicaba para él en lo complicado, más bien perseveraba en la literatura y en
la fe del espíritu benigno que resume una sentencia budista: «rostro sonriente
y palabras amables». En su último poema no ofrece nada como legado, sin
embargo, esperaba que la naturaleza continuase siendo bella. Ése sería su
legado. Es un poema que lleva dentro de sí el espíritu tradicional japonés, y
en el que se percibe el sentimiento religioso de Ryôkan:
Ha llegado ella,
a quien tanto esperaba.
Ahora que estamos juntos,
¿qué más desear?
Kawabata pone en relieve dos
grandes inspiraciones en el arte japonés, el respeto y la contemplación de la
naturaleza y el profundo contenido religioso del budismo Zen cuando por medio
de la meditación se logra diluir el yo y encontrase en la unidad universal.
Por otro lado, en su erudita
obra, Vacío y Plenitud, el lenguaje de
la pintura China (1991), el sinólogo Francois Cheng nos explica por qué el
vacío es tan importante para las artes en China:
Sin
entrar en detalles, podemos decir, como consideración inmediata, que en la
interpretación musical el vacío se traduce por ciertos ritmos sincopados, pero
ante todo por el silencio. No es una medida calculada mecánicamente; al romper
el desarrollo continuo, crea un espacio que permite a los sonidos sobrepasarse
y acceder a una especie de resonancia allende las resonancias.
En
la poesía, el vacío se introduce mediante la supresión de ciertas palabras
gramaticales, llamadas precisamente palabras-vacíos, y mediante la institución,
dentro de un poema, de una forma original: el paralelismo… Pero es en la
pintura donde el vacío se manifiesta de la manera más visible y más completa.
En ciertos cuadros de los Song y de los Yuan, comprobamos que el vacío (espacio
no pintado) ocupa hasta dos tercios de la tela. Ante tales cuadros, incluso un
espectador ingenuo siente confusamente que el vacío no es una presencia inerte
y que está recorrido por alientos que enlazan el mundo visible a un mundo
invisible.
El
tercer comentario que traigo a colación en este escrito es el del profesor
Elías Capriles de la Universidad de los Andes en Mérida, Venezuela, quien ha
elaborado una interesante obra sobre el pensamiento
religioso-estético-ecológico de la cultura oriental, basado principalmente en
sus estudios sobre la India y el Nepal; en su obra Estética Primordial y Arte Visionario (2.000), nos dice lo
siguiente:
…al
sentirnos separados, nos experimentamos como ineluctable
“carencia-de-la-plenitud-del-continuo-universal”, la cual se nos presenta como
exigencia de colmarla y, en consecuencia, nos conduce a tratar infructuosamente
de llenar este vacío dotando de valor y poseyendo una serie de objetos,
buscando que los otros proyecten valor sobre nosotros a fin de “llenar” con él
nuestra carencia, persiguiendo efímeros y elusivos placeres, y así
sucesivamente. Puesto que la plétora de métodos por medio de los cuales
intentamos obtener la plenitud, en su totalidad, afirman y sostienen nuestra
ilusión de ser entes intrínsecamente separados, que constituye la causa
principal de la sensación de carencia, ninguno de ellos puede lograr su
cometido, sino que, por el contrario, todos nos condenan a experimentar una
continua sensación de carencia de plenitud, insatisfacción e incomodidad. En
consecuencia, por lo general nos conformamos con ocultar la carencia de
plenitud, la insatisfacción y la incomodidad distrayéndonos con una u otra
actividad. Ahora bien, esto exige que nos engañemos acerca de la finalidad que
perseguimos, pues, como señaló Pascal, aunque lo que en verdad perseguimos es
la distracción constituida por la actividad que hemos emprendido, para poder
interesarnos en ésta tenemos que creer que lo que perseguimos es su objeto.
El arte occidental basa su
estética en la separación del observador de la cosa observada, del yo del resto
del mundo, del hombre escindido de la naturaleza, sus frescos, lienzos,
esculturas, edificios y obras literarias están llenos de su visión de lo otro
fuera de sí, o en el peor de los casos que se utilice el lenguaje y los
símbolos de manera autorreferencial, con el peligro de crear paradojas
insolubles, porque al existir el observador empiezan a operar reglas, filtros,
interpretaciones que nada tienen que ver con lo que realmente vemos, y no hay
parte de esa obra que no esté trabajada al máximo posible, colmándolas de
detalles y ornamentos, o de elementos autoreplicantes de una plenitud
abigarrada de objetos vistos en perspectiva, prevaleciendo sobre su entorno ¿Qué nos dice esto del arte? ¿Y del hombre?
El filósofo español Adolfo
Vásquez Rocca en su interesante ensayo Lógica
paraconsciente, paradojas autorreferenciales y lecturas parasitarias (2014)
nos explica:
El
pensamiento oriental ha sido denominado “pensamiento asociativo” o
“coordinativo”. Este sistema intuitivo-asociativo tiene su propia causación y
su lógica no es supersticioso ni primitivo, sino una forma de pensamiento
original. Esta lógica puede ser contrastada con el “pensamiento subordinativo”
característico de la ciencia occidental, que pone énfasis en la causación
externa. En el pensamiento coordinativo, los conceptos no se estructuran; los
sucesos no se influencian unos a otros por actos de causación mecánica sino por
una especie de inductancia. Por supuesto que los pensadores orientales, en
particular taoistas, deseaban, al igual que los europeos conocer las causas en
la naturaleza, pero no quería decir lo mismo en Oriente que en los naturalistas
de Grecia. El concepto clave del pensamiento taoísta es Orden, y sobre todo
Estructura. Las cosas se comportan de un cierto modo no necesariamente debido a
acciones anteriores o impulsos de otra cosa, sino debido a que su posición en
el universo cíclico, con perpetuo movimiento, le confiere una naturaleza
intrínseca que los obliga a ese comportamiento. Si no se movieran así,
perderían sus posiciones relativas en el conjunto y se convertirían en otra
cosa. La naturaleza de una cosa depende de su posición, de ahí la importancia
de la estructura
Para las religiones
orientalistas el cultivo del ego separa al hombre de la naturaleza, el
pensamiento racional puede encadenar más que liberar, el lenguaje puede
convertirse en una cárcel y no en un continente de libertad; tanto el taoísmo,
como el budismo y algunas expresiones del hinduismo, creen en una conducta
espontánea y libre que responden a las necesidades del momento, para los
taoístas es el wei-wu-wei, la acción
por medio de la no acción, es para los artistas orientales una aproximación
vital en sus trabajos, es el universo comunicándose en cada uno de sus trazos
en las pinturas, en los ideogramas, en
las disposiciones florales del Ikabana
o en la intrincada geometría de un Mandala butanés.
Y esto nos lleva a los comentarios
que quería hacer sobre el trabajo de la profesora e investigadora Mara Miller,
a quien ya hemos tenido como invitada en este blog, instruyéndonos sobre su
especialidad, el arte japonés.
Le he seguido los pasos a
Miller desde que era profesora en la Universidad de Hawaii y el trabajo que me
acabo de leer es un verdadero banquete de conocimientos que han sido bienvenido
en los claustros académicos de occidente, no solo por su aporte eminentemente
de culturas comparadas, que es ya importante, sino como un avance en la teoría
estética, que es como mejor aprecio su esfuerzo como intelectual y crítico.
El ensayo en cuestión se
titula La estética japonesa (y Ainu) y
la filosofía del arte (2000) y fue escrita en colaboración con el profesor
Yamasaki Kōji;
el arte japonés ha impactado el mundo en varios aspectos no muy comunes, en su
vaguedad, por ejemplo, sus esfuerzos artísticos están rodeados de una
imprecisión sobre sus propósitos, esto sucede bien sea en una película, en un
manga, o en poema, sucede con sus novelas, muy bien escritas y rebosantes de
sentimientos, pero nos deja un sabor extraño sobre cual fue verdaderamente el
propósito del autor.
También hacen notoria las
irregularidades y las asimetrías, no hay perfección sin roturas y superficies
melladas, pero son sorprendentemente espontáneas y siempre nos llevan a la
naturaleza misma, y en esto pienso en las novelas de Murakami o las de
Yoshimoto Banana, todo un encuentro con lo inesperado y los desencuentros
humanos.
Mara Miller se hace la
pregunta ¿Qué es lo que hace el arte japonés en nosotros? Y como si se tratase
de una venezolana dándose ánimo, sumida en plena depresión pos chavista nos
dice:
Nos
hace más felices. Nos permite reconocer, y disfrutar, los cambios,
especialmente los estacionales, pero también los topográficos y otros tipos; a
admitir y comprender lo inefable; nos permite ver cuanta información y
conocimiento se puede encontrar fuera del lenguaje; nos hace soportar lo que no
se puede soportar (tal y como lo dijo en Emperador Hirohito en su alocución
radial de 1945); a sobrevivir la destrucción atómica; a ver belleza en las
artesanías; a crear belleza todos los días y a resaltar la que ya existe; a
simplificar en medio de la confusión creciente, y en condiciones avasallantes;
nos disminuye nuestro afán por desear cosas, por ostentar, por lujos, hasta por
supuestas “necesidades”; nos ´permite expresar nuestras experiencias
individuales y colectivas, fuera del paradigma de las relaciones de
confrontación en sociedad; y como ser mejores personas cultivándonos, valorando
nuestras experiencias y refrescando nuestros puntos de vista.
Pero
de igual manera Miller nos advierte de sus peligros, la estética japonesa ha
servido a la más insidiosa forma de fascismo, sirviéndose de la identidad que
surge de la vida cultural nativa, de hacerse uno con “el pueblo” y el estado,
estas cualidades estéticas han sido vistas con sospechas de que se trata de un
“orientalismo” condescendiente e interesado, no pocas veces acusado de tratar
de afeminar la cultura tradicional japonesa, de utilizar trucos para posicionar
su arte en los mercados y de tratar de destruir la individualidad de la
persona.
Miller
hace un análisis meta-estético del arte tradicional japonés y nos informa que
su influencia parte de tres grandes vertientes culturales, del arte chino, del
arte nativo japonés y de la influencia occidental antes y después de la Segunda
Guerra mundial.
La
influencia China se manifiesta en los patrones culturales que el confucianismo
y el budismo han dejado en su base cultural, pero ha sido una influencia
trabajada por siglos y adaptada a las circunstancias especiales de esas tierras
insulares, como por ejemplo, adaptar las artes de acuerdo a los propósitos de
sus instituciones políticas, militares y religiosas, de allí que vemos un arte
que se amolda a la élite imperial, al shogunato o los señores de la guerra y a
los templos, cada uno con sus características particulares y en convivencia con
un arte propio de la clase media, que tenía sus propias expresiones artísticas,
sobre todo en las artesanías.
De
acuerdo a Miller el arte japonés moderno se bate en una constante confrontación
con la nostalgia, con ese deseo de rescatar lo que fue un arte real y
tradicional que era el que daba carácter y personalidad propia al japonés
auténtico, en este sentido son capaces de remontarse hasta las técnicas del
neolítico para rescatar maneras y formas auténticas de este ideal (de allí
viene la palabra Ainu, que es un pueblo nativo del norte de Japón y que por
mucho tiempo se mantuvo aislado del desarrollo del resto del país, y ha
conservado intacto técnicas y prácticas artísticas de gran valor).
El
otro aspecto que influye en esta adaptación es que el japonés es reticente a la
modernidad y mucho más si proviene de occidente, pero aun así, cuando aceptan
valores foráneos lo adaptan rápidamente a su forma de vida, siempre con esos
ajustes necesarios a su carácter e idiosincrasia.
En
otro ensayo de Miller, esta vez en Belleza,
Religión y Tradición en las artes y estéticas post nucleares japonesas (2017)
nos da el dato que no fue sino hasta el período Meiji (1868-1912) que la
cultura japonesa estuvo expuesta a la filosofía y forma de pensar occidental, y
entre otras cosas, el concepto de “belleza” tal y como lo entendemos en
occidente no existía.
Los
japoneses, al igual que los chinos, se manejan en otras categorías estéticas
diferentes con las cuales trabajan, no son referentes marcados o conceptuados,
más bien son incidentales, no se mencionan pero eso no significa que no estén
presentes, son valores notables como serían las composiciones de sus jardines
de piedra, los rituales de la ceremonia del té, o los arcaicos melodramas del teatro Noh.
El
pueblo japonés sigue sometido a los embates naturales propios de su zona geográfica,
grandes tormentas y terremotos, han sido víctimas de ataques y accidentes
nucleares, y los hemos visto sobrevivir ordenadamente a estos infortunios, esa
rescilencia, ese espíritu de vida se ve reflejado en su arte muchas veces
austero, en esa capacidad de asimilación y procesamiento, de esa reserva
religiosa que los proyecta a un mundo espiritual y mitológico de singular
complejidad.
El arte y la estética japonesa tienen desde mi punto de vista unos valores que pudieran serle útil a Venezuela al entrar en esta nueva etapa de reconstrucción, he pensado mucho al respecto y contamos con una gran cantidad de coincidencias y puntos en común, incluso en lo político, y es un modelo que está allí, y que ha influenciado de manera positiva al arte occidental; de acuerdo a lo que nos dice Mara Miller, la estética japonesa es una obra en proceso y sería interesante, sólo por curiosidad antropológica, ver y estudiar lo que han hecho. - saulgodoy@gmail.com
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