SOBRE EL NOMBRE DEL BLOG. El hortador era, en una galera (barco con muchos remos), quien marcaba el ritmo entre los remeros para que esta pudiera maniobrar y surcar los mares. Quienes remaban no ve¡an hacia donde se dirig¡an, simplemente lo hac¡an al ritmo del hortador Se usaba un tambor para tal prop¢sito. En su mayor parte los remeros eran esclavos o prisioneros, llamados galeotes, que cumpl¡an condenas por sus cr¡menes en el trabajo mas duro e infame que exist¡a.
jueves, 3 de octubre de 2013
Durero y la Ballena
"Estoy segura" dijo Agnes Frey mientras servía la mesa "de que si
puede traerse los huesos de la ballena a casa, lo hará". La mujer rió
de la ocurrencia.
Rodrigo Fernandes, Secretario del Factor del Rey de Portugal en
Antwerp estalló en una carcajada. Cuando reía parecía una marioneta:
sus hombros subían y bajaban, sus manos golpeaban sus rodillas y su
mandíbula barbada se abría y cerraba como controlada por finos hilos
que no se veían.
El vino se le había subido a la cabeza y disfrutaba oyendo la historia
de la esposa de su amigo Alberto Durero.
"Tenemos en la casa un armario lleno de caparazones de tortugas-
continuó la mujer recordando con cariño las excentricidades de su
esposo- plumas de faisanes de la India y de avestruces de África...
en el comedor tiene un platón con monedas chinas, de esas que tienen
un agujero... "
Agnes Frey hablaba como si no pudiera creer lo que decía; el número
de objetos absolutamente inútiles que Alberto había reunido en el
transcurso de los años y ahora abarrotaban su hogar en Núremberg.
"Dos esqueletos completos de enanos – prosiguió enumerando, mientras
recordaba con nostalgia su hogar- cuernos de rinocerontes blancos,
pezuñas de búfalos del Nilo, matraces de alquimistas y una colección
de sables desenterrados en Constantinopla... no hay mercado del que no
se haya traído una rareza, como él las llama".
"Ahora comprendo su insistencia en ir hasta la isla de Walcheren"-
dijo Fernandes, sentándose a la mesa, resoplando acalorado. En el
hogar de la amplia habitación rugía un fuego confortable, afuera de
las ventanas la lluvia helada golpeaba los cristales, las calles de
la ciudad estaban empantanadas.
"Sólo una ballena podía cambiar su plan de viaje" comentó Nicklas, el
orfebre, quien ayudaba a la sirvienta a poner los platos en la mesa.
"Una ballena que para estos momentos debe estar más que podrida, si es
que los lobos no se la han comido..." Agnes hizo este comentario
volviendo a su seriedad habitual. Ella deseaba más que nada poder
regresar a su casa. Tenían ya un año viajando, estaba cansada de ir
de ciudad en ciudad, de posada en posada, hasta las cortes le parecían
aburridas.
También estaba asustada. Su marido adoptaba una posición cada vez
más comprometida con respecto a Lutero y sus reformas, le habían
llegado noticias de ejecuciones en la hoguera de seguidores de Lutero,
en ciudades donde la iglesia romana tenía poder y no aceptaba
disidencias.
Por otro lado, las finanzas no iban muy bien.
Se suponía que la razón de aquel viaje era para que el Emperador
Carlos V ratificara la pensión vitalicia que el anterior Emperador
Maximiliano le había concedido a su esposo.
La ciudad de Núremberg debía pagarle a Alberto Durero, por Decreto
Imperial, cien florines anuales, pero murió Maximiliano y el Concejo
de la ciudad se negaba a cumplir con su compromiso.
Tuvieron suerte; el Emperador fue magnánimo y ratificó la pensión,
pero entonces Durero decidió viajar, quería visitar otras ciudades y
aprovechar de vender sus obras.
Para sorpresa de Agnes y del mismo Alberto, la fama de artista lo
había antecedido y donde llegaban lo recibían con honores.
"Es increíble- le decía Don Rodrigo Fernandes a Durero, días atrás -
que en pleno año de 1520 estén sucediendo estas cosas... que una
ciudad como Núremberg se niegue a concederle 100 florines a su más
excelso y digno artista, al hombre que más ha hecho por la gloria de
la ciudad... en verdad, no puedo entenderlo."
"El Concejo de la ciudad está conformado por hombres tacaños- decía
Agnes con amargura- sus ideas del mundo terminan donde empiezan sus
bolsas y cometen injusticias."
No le gustaba ver a su marido sufrir y Alberto sufría de decepción.
Un enorme desaliento lo embargaba debido a que sus mismos vecinos no
reconocieran su genio, que le negaran esas pocas monedas que lo
aliviarían de sus necesidades inmediatas.
Recordaba Agnes, arrepentida, que fue ella quien lo convenció de que
viajara hasta la corte y reclamara su derecho. Pero, al conseguir el
favor imperial, en vez de volver y disfrutar de su nueva estabilidad
económica, Alberto se empeñó en seguir viajando.
Había traído consigo algunas planchas de madera para reproducir
xilografías y venderlas, también empacó algunos portafolios con
dibujos y acuarelas las cuales se vendían muy bien. El éxito les
sonrió al principio pero llegó un momento en que los gastos eran
superiores a las entradas de dinero, vivir entre la nobleza y los
ricos comerciantes exigían un tren de vida costoso.
Asistieron en Aquisgrán a la coronación de Carlos V; fueron huéspedes
de Margarita, Gobernadora de Holanda, también de Christian II de
Dinamarca, exilado en esos momentos en los Países Bajos.
En una de esas noches frías Alberto durmió sin frazadas y pescó un
refriado, desarrolló una tos que no se le quitaba y que la angustiaba.
Llevaba un ritmo agotador, producía dos retratos diarios hechos a
carbón y a tiza, las pinturas al óleo le tomaba terminarlas una
semana.
El problema era que prefería obsequiar su trabajo a venderlo,
“considéralo una inversión- le decía a su esposa furiosa cuando se
enteraba- es la manera como se obtienen las grandes comisiones…” se
sentía obligado con sus anfitriones por las atenciones que le
prestaban, y estos se aprovechaban; también era común que
intercambiara sus obras por objetos extraños e inútiles, razón por la
cual su equipaje se hacía cada vez más voluminoso y costoso
movilizarlo.
"No hay duda que hice un gran negocio, amor- le argüía Alberto a Agnes
cuando llegaba a la posada con una estatuilla de terracota antigua o
una alfombra viejísima y ella le reclamaba el dinero que debió obtener
por sus pinturas - pronto me llamarán para que les haga nuevos
retratos, ya verás, me pagarán lo que les pida."
Pero pasaba el tiempo y no lo llamaban y ellos tenían que seguir con su periplo.
La puerta del comedor se abrió y entró Alberto Durero sacudiéndose el
agua de su abrigo, venía con el bonete emplumado en la mano, sus
largos cabellos rubios estaban empapados.
Deshebilló la correa de su sobre todo y procedió a quitárselo mientras
se formaba un charco de agua a sus pies; el orfebre acudió en su
ayuda.
"Afuera hace bastante frío y aquí está tan agradable- Alberto sonrió
a sus amigos, fue directo a su esposa y le plantó un beso en la
mejilla- y huele bien la comida... tengo un apetito voraz."
Agnes lo miró con idolatría, aquel rostro varonil de ojos azules, tez
muy blanca y barba perfectamente cortada ocupaba todo el espacio, su
presencia la llenaba de alegría y no lo ocultaba. Sus amigas decían
que Alberto era el hombre mejor parecido de Nuremberg, con porte de
noble veneciano.
"Vamos a sentarnos" invitó Agnes tomando el brazo que su marido le ofrecía.
"Cuéntanos Alberto, ¿qué averiguaste?" preguntó Fernandes sentándose
en la cabecera de la mesa.
"La ballena está allí todavía... en la playa de Zierekzee, en la isla
de Walcheren- Durero se sentó a horcajadas en uno de los bancos, tomó
un pedazo de pan y lo mojó en la salsa del estofado; lo comió mientras
se servía vino- pienso partir esta misma noche.
"¿Esta noche?" preguntó Agnes sorprendida.
"El invierno comienza, Alberto- le recordó Nicklas- y son más de 30
millas hasta la costa."
"Debo partir si quiero ver la ballena- tomó un largo trago de su copa-
si el animal está vivo no creo que sobreviva por mucho tiempo, tomaré
un barco hasta Walcheren y de allí hasta Zierekzee... son dos días de
camino, si no hace mal tiempo."
"Yo voy contigo" Agnes tomó la mano de su marido.
"Mejor te quedas..." empezó a decir, pero fue interrumpido.
"Voy contigo, Alberto" repuso la mujer decidida.
"Es un viaje duro querida, mejor aguardas por mi... esta casa que nos
prestó Germaussen es confortable... sólo será una semana; voy, dibujo
la ballena y regreso."
Alberto liberó su mano y alcanzó una presa de la liebre; se la llevó
a la boca, con placer, de pronto tuvo un acceso de toz y el pintor
devolvió la comida, la tos terminó tan pronto vino, pero dejó a
Alberto agotado y jadeante, Agnes le hizo tomar agua.
"Mi lugar está a tu lado- dijo ella con serenidad - hemos viajado
juntos todo este tiempo, no voy a dejarte solo... además, siempre
quise conocer Zelanda". Mintió, lo menos que deseaba era conocer una
isla perdida en el delta, pero lo prefería a quedarse sola en una
ciudad desconocida.
"Bien mujer, irás si ese es tu deseo- dijo por fin Durero
condescendiendo- pero dejaremos el equipaje aquí, trae contigo sólo lo
necesario... veré si puedo alquilar un carruaje; al volver de Zelanda
recogeremos las cosas y regresamos a Núremberg."
Agnes no cabía de felicidad al escuchar aquella noticia, el pronto
regreso al hogar la animó.
"Nosotros estaremos aquí de todas maneras- dijo Fernandes eructando
suavemente entre sus dedos brillantes de sortijas empedradas y grasa-
tu equipaje y obras estarán a buen resguardo"
"Gracias amigo" Alberto levantó su copa en señal de brindis, todos
levantaron las copas y bebieron.
"Pero entéranos, Alberto" preguntó Nicklas curioso "¿Qué vino a hacer
el enviado papal a Antwerp?... ¿tiene que ver con tu excomunión?"
Alberto sonrió resignado, "Roma no pierde el tiempo, han enviado un
mensajero con amenazas para todo aquel que apoye la reforma, desean
intimidarnos con juicios de herejía, callarnos la boca porque saben
que decimos la verdad... la iglesia se ha corrompido, ha perdido el
rumbo..."
"Por Dios Alberto- le atajó Agnes temerosa- deja que los de la curia
se entiendan, tú no tienes nada que ver con esas denuncias"
"Mientras opriman a la gente con sus mentiras e impiedades, mientras
le roben a los pobres dinero por la salvación de sus almas, no puedo
quedarme callado"
"Ella tiene razón, Alberto; deja que Lutero lo haga, que reclame él
que tiene quien lo defienda, no te involucres- le advirtió Fernandes
preocupado por la fogosidad con que Durero sostenía su posición- que
importa si la gente paga por indulgencias y bulas... una conciencia
tranquila vale más que una bolsa de monedas. "
Alberto iba a contestar pero miró a su esposa, últimamente estaba muy
tensa, aquellas discusiones religiosas y políticas la indisponían;
prefirió callar.
La velada transcurrió en armonía y, luego de la siesta, Alberto y sus
amigos salieron en busca de un coche para el viaje.
Pintar, grabar, dibujar... imitar la naturaleza, recrearla, robarle a
la vida un destello de belleza, descubrir que la mano de hombre es
capaz de detener al tiempo, de llenar un papel con trazos de algún
gesto, de una expresión fugaz, o ese un paisaje que poco a poco se
transforma con la luz y que se hace objeto de codicia, un pedazo de su
alma que es admirada, a veces temida... es Dios quien se comunica a
través del artista.
Durero veía el camino que se abría ante ellos como en trance, los
caballos avanzaban entre el paisaje, los faroles del coche se
recortaban contra la noche bamboleándose. Agnes dormitaba debajo de
las pieles, mientras Alberto manejaba las riendas. Su pensamiento
estaba con los detalles de su nueva obra; tenía pensado desde hacía
varios meses, dedicar su labor con el buril a grabar unas escenas del
antiguo testamento. Jonás y la ballena, sería el inicio de una serie
de xilografías que competiría con sus propios grabados sobre el
Apocalipsis de San Juan y con los de la Crónica del Mundo de Hertman
Schedel.
Se sentía capaz y seguro de su técnica, su ojo estaba más alerta a los
pequeños detalles que son los que hacen al mundo, su trazo era cada
vez más arriesgado y sencillo, comprendía mejor las líneas
fundamentales...
Jamás había visto a una ballena de verdad, pero soñaba con ellas, las
imaginaba navegar en mares turquesa, acechando a los hombres para
engullirlos como hicieron con el profeta Jonás; sabía que en las
profundidades del océano habitaba el monstruo del fin del mundo:
Leviatán.
Conocía a las ballenas por los dibujos de Hoffer, las había visto en
algunos mapas del mundo, nadando en los mares, eyectando enormes
chorros de agua de sus lomos, grandes como islas. Los portugueses le
temían, decían que eran criaturas del infierno.
Pero era la imagen del profeta Jonás la que recurría en sus sueños; el
anciano y santo varón perdido en las entrañas del monstruo, atrapado
en la cavernosa oscuridad de su raptor, sólo iluminado y sostenido por
la gracia divina, protegido por la mano de Dios mientras surcaba el
océano.
Las luces de Bergen-Op-Zoom aparecieron de pronto, cuando llegaron a
la posada amanecía.
Subió con Agnes al cuarto y la dejó instalada y durmiendo, bajó al
comedor a desayunar.
El posadero acababa de martillar el pico en una de las barricas de
vino, lamia sus gruesas manos salpicadas del morapio para luego
secarlas en su delantal manchado. Sobre el mostrador exhibía
bandejas con piernas de venado y un faisán ya casi en huesos y
hediondo a días, del techo pendían piernas de jamón, ristras de ajo,
hatillos de ramas secas de cilantro y laurel y largos y mustios trozos
de pescado salado.
Alberto resaltaba en el ambiente, era el más alto y apuesto de los
clientes, vestía como un caballero.
"Mi humilde posada se encuentra a vuestra disposición", le dijo el
posadero limpiándole la mesa y recogiendo los tres stivers que habían
dejado de propina los anteriores clientes.
"¿Quien viaja hoy a Walcheren?", preguntó Alberto, "necesito ir a la
isla lo más pronto posible"
El posadero se quedó pensando un instante.
"Creo que Ull Minhert parte al mediodía... está sentado en aquella
mesa. Permítame, le diré que quiere hablarle" Alberto le dio otra
moneda y el posadero fue hasta donde se reunían los pescadores, habló
con uno de ellos. El hombre se levantó y llegó hasta su mesa. Era
alto y fornido, de rostro rayado por arrugas profundas, ojos oscuros y
olía a leña quemada.
"Buenos días señor Minhert, me llamo Alberto Durero- Alberto se
levantó y le señaló una de las sillas, pero el marino prefirió
quedarse de pié- mi señora y yo necesitamos llegar cuanto antes a la
isla de Walcheren, quisiera saber si acepta pasajeros y cuanto cuesta
el viaje."
Ull Minhert no se dejó impresionar por la apariencia del artista.
"Estoy saliendo de pesca, en realidad no voy hasta la isla, sólo me
abastezco allí luego de varios días de faena por el Delta, no creo que
pueda ayudarlo..."
"Le daré cuatro florines de oro... es más de lo que realmente vale,
pero no quiero inconvenientes."
"Es difícil llegar allí... con el mal tiempo que viene no creo que..."
"Cinco florines Capitán, es mi última oferta. Si no acepta, llevaré
mi negocio a otro barco."
Al viejo no le gustaba que le impusieran un negocio y menos las
amenazas, pero el dinero era bueno, llevarlo costaría medio día de
pesca.
Durero siguió argumentando.
"Sé que se trata de una travesía difícil... el Schadt debe estar por
congelarse, pero debo ir en la isla pronto."
"¿De qué se trata excelencia?... ¿me lo dirá? ¿Qué asunto no puede
aguardar?", preguntó curioso Ull Minhert, mirando sediento la jarra de
vino que el posadero servía al forastero.
"Una ballena varada", contestó Alberto escrutando detenidamente al marino.
Ull se sorprendió con la respuesta.
"¿La ballena que encalló en Zierrikzee?"
El rostro de Alberto se iluminó esperanzado.
"¿Ha escuchado de la ballena?... ¿vive aún?"
Alberto inmediatamente le arrimó su copa y le sirvió vino con generosidad.
"Anoche llegó Getter Dick de Middlebourg... esa es la noticia que se
comenta en el puerto, me dijo que la vio viva." Ull empinó el brazo y
bebió con gusto hasta que terminó con todo el contenido, Alberto le
volvió a servir.
"Casi todos los años- continuó el marino con tono más amistoso- uno de
esos monstruos queda atrapado en los bancos de arena del norte de la
isla... la gente que se le ha acercado se espanta por su olor a
azufre, ruge con gran estruendo y si uno se descuida puede acabar
entre sus filosos dientes, tuve un compañero que fue devorado por una
ballena... una noche de faena, surgió del mar tan alta como una
catedral y atrapó al pobre hombre por la cabeza, no lo volvimos a
ver... sí, ver a una de esas criaturas del demonio es una experiencia
inolvidable... siete florines y la verá en la mañana.
"¿Siete florines?... es un robo..."
"El viento del norte está en nuestra contra, afuera en el delta de
Schedt el mar arremete con fuerte oleaje, para llegar a la isla iremos
bordeando la costa para luego atravesar el canal y llegar a Walcheren,
es una travesía difícil"
Alberto Durero se puso de pie y sacó debajo de su jubón la bolsa de
monedas, las contó y las arrojó en la mesa con disgusto.
"Debo dibujar esa ballena"
Ull Minhert las tomó mirando nervioso a su alrededor, las sopesó en
sus manos sonreído.
"Partiremos en una hora, mi señor- el capitán se levantó y escupió a
un lado, vació la copa y se limpió la boca con la mano- en el segundo
muelle, el barco se llama El Dorado, todos lo conocen... en una hora"
El rio Schedt se bifurca en dos brazos que corren casi paralelos antes
de desembocar en el mar. Es un trayecto bastante irregular entre
dunas y bancos de arena que constantemente están cambiando de lugar
por la acción de los vientos y las mareas.
Los sedimentos que arrastran los ríos Waal y Nass se amontonan en
isletas que se reparten por el estuario.
Los pescadores de ostras y camarones, que durante el verano trabajan
en el delta, han construido diques y represado el agua en algunos
lugares para sembrar cebada.
Zelanda es una región hostil y alejada de centros poblados; en verano
los pantanos se llenan de mosquitos y las miasmas ya han cobrado sus
víctimas entre los colonos que se atreven a desafiar los bosques ralos
y grises.
Algunos molinos de viento abandonados todavía se levantan entre la
pesada bruma, el campanario de una iglesia sobresalía de las aguas, al
igual que los tejados de algunas casas, como señal de uno de esos
intentos fallidos de contener las aguas de delta.
Durero dibujaba sobre el castillete de proa con trazos rápidos y
limpios; afortunadamente la mañana despejó un poco de la bruma y una
luz blanca inundaba el paisaje.
Un joven, al costado del barco, dejaba caer la plomada en el cauce del
río, que lucía negro con vetas grises.
"Seis codos y bajando", gritaba al tiempo que recogía el sedal y se
soplaba las manos, el frio del norte calaba los huesos.
"Pronto veremos el mar- le advirtió el Capitán al artista- será mejor
que regrese a la bodega con su esposa y coman algo, después no podrán
hacerlo".
Agnes tiritaba bajo cubierta, se alegró de ver a su esposo de vuelta,
el aire helado no era bueno para su tos.
Efectivamente, como a las cinco de la tarde y con el cielo de nuevo
encapotado por densos nubarrones, El Dorado sorteó las primeras
arremetidas del oleaje.
Alberto subió a cubierta y presenció la entrada de la nave en el
terrible mar del norte; pronto se vieron envueltos en la furia de las
aguas, grandes olas grises coronadas por barbas espumadas explotaban
contra el maderaje del barco camaronero, un confuso y violento
bailoteo confinó de nuevo a Durero a la bodega. Agnes lo agarraba,
presa del pánico; el agua se colaba por cada ranura, el rugido del
mar era aterrador.
Durante horas parecieron navegar al filo del desastre, el bote crujía
agobiado por las fuerzas a las que era sometido, subía, bajaba,
parecía estar suspendido en el aire para caer con violencia y verse
sepultado por cataratas de agua.
Era ya de noche cuando las luces de Middelbourg aparecieron en el
horizonte y, al entrar a la bahía, la súbita calma renovó el ánimo de
la tripulación, de nuevo se escucharon las voces de los marinos
recogiendo las velas, El Dorado entró en la rada cansado y lleno de
agua. Durero y Agnes estaban empapados, pero alegres de estar con
vida; de regreso se prometieron tomar un barco más grande y seguro.
Consiguieron acomodo en una posada del puerto, Alberto se quedó
dormido apenas se acostó, Agnes lo cuidó durante la noche, los ataques
de tos lo martirizaron aún en sus sueños.
En la mañana Alberto se levantó con fiebre, no se sentía bien.
Consiguió un guía que lo llevara hasta Zierikzee. La noticia de que
la ballena aún vivía hizo desaparecer todo vestigio de fatiga; decidió
dejar a Agnes en la posada, ella aceptó de inmediato, estaba agotada y
necesitaba descansar. El viaje sería a caballo, consiguió un viejo
jamelgo que hizo saber su protesta cuando lo sacaron de su tibio
establo, Como único equipaje llevaba la caja de implementos y su
libreta de dibujo.
El camino fue lento, empezó a llover apenas salieron del pueblo,
remontaron una cuesta y luego se internaron en un bosque de árboles
escuálidos y de hojas aceitosas; ya las aves habían emigrado hacía
mucho tiempo y solo se escuchaba el ulular del viento y las pisadas de
la montura.
El muchacho que lo llevaba era un pescador que ya había acompañado,
apenas ayer, a un naturista Inglés que se encontraba en la isla y
también quiso examinar al animal.
Llegaron a la costa norte de la isla, era pedregosa y de medianos
acantilados donde el Mar del Norte llegaba con mayor furia que en el
delta; el viento corría libre entre la playa desolada.
El guía señaló hacia una ensenada
"La ballena..."
Allí estaba el portento, no tan grande como hubiera esperado, pero sí
enorme en comparación con su humanidad, un animal voluminoso, oscuro,
parecía una piedra grande enterrada en la arena.
Lo primero que lo impresionó fue aquella piel lustrosa que brillaba
entre la lluvia, estaba inclinada a un lado, podía ver su gran cola,
las aletas, estaba hundida en un pozo de agua, había luchado por salir
hundiéndose más en el suelo.
Estaba como a un tiro de piedra del mar, parte de su vientre blanco se
veía cuando se movía tratando de salir de la trampa. Resoplaba, se
quedaba quieta y volvía a tratar con movimientos cada vez más débiles.
El guía se quedó rezagado a una buena distancia cuidando al caballo
que se mostraba inquieto.
Alberto sorteó unas piedras hasta llegar al lado del animal, de pronto
salió un hombre que se encontraba agachado dentro del pozo, vestía con
un abrigo largo, sombrero negro y portaba una vara larga.
"Me ha dado un buen susto... ¿Se encuentra bien?" preguntó Durero.
El hombre lo miró con curiosidad, le hizo señales de que se acercara.
"Los lobos atacaron esta mañana- le oyó decir en un flamenco mal
hablado- tiene una herida en la cola, se la están comiendo viva... ¿No
tendrá por casualidad pólvora seca?"
Un trueno enorme retumbó en la tierra, la llovizna se convertía en
chubasco y el viento helado soplaba en todas direcciones.
"¿Es usted Inglés?"
"Sir Benjamin Woolper, naturalista de Cambridge"
"Alberto Durero, artista de Núremberg"
"¿Durero?... ¿No hizo usted los dibujos de unos chimpancés que están
en Colonia?"
"Los del banquero Horzt... sí, los dibujé"
"Magnífico trabajo, me da gusto conocerle... ¿Va a dibujar a la ballena?"
"Es mi intención... ¿Pero qué hace tan lejos de su país?"
"Estudio el delta desde hace un año... recolecto especímenes, recorro
el territorio, por casualidad me enteré lo de esta ballena...- el
inglés gritaba para hacerse oír- va a tener que darse prisa... está
muriendo"
Alberto se metió en el charco aprovechando la calma del animal, caminó
alrededor de la ballena mirándola maravillado, con temor la tocó,
sentía la piel lisa y elástica, al no tener una reacción se atrevió a
tocarla con las dos manos, fue hasta la cabeza y miró al ojo de la
bestia, negro y brillante, con el párpado a medio cerrar, parecía
descansar y aliviada de tener compañía.
"Nada podemos hacer por ella, excepto verla morir", dijo Woolper
acercándose, "ya la medí, calculé su peso aproximado, la describí en
mi diario... solo me falta un dibujo para completar mis
observaciones... justamente iba hacerlo cuando usted llegó".
La ballena de pronto emitió un chillido y se revolvió con fuerza;
Alberto se asustó, perdió el equilibrio y cayó al agua, se levantó
rápidamente y salió del hueco solo para ver como tres lobos atacaban
al cetáceo moribundo y desgarraban sus carnes por una herida abierta
que tenía en el costado.
Durero tomó del suelo unas piedras y gritando las lanzó contra los
atacantes. Oyó seguidamente un disparo y vio al inglés con la pistola
humeante en la mano, uno de los lobos salió llorando, los otros
huyeron asustados; pero no se fueron muy lejos, se reagruparon
gruñendo con el morro ensangrentado y enseñando sus formidables
dentaduras, aquella era su presa y no la iban a dejar perder.
La ballena resopló aliviada y volvió a su posición de descanso con la
aleta distendida.
La fiebre y el malestar se hicieron patentes en el artista, temblaba de frío.
"Dígale al muchacho que regrese al bosque y nos espere... los lobos
pueden oler al caballo, esto se pone peligroso- le aconsejó Woolper-
le acompañaré de regreso a Middlebury cuando esto termine... ¿No
tendrá algo de pólvora seca? ese fue mi último disparo..."
"En mi maletín", los dos hombres regresaron a donde el guía y el
caballo esperaban; Durero le dió las instrucciones y bajó su maletín.
"Vamos a mi tienda... hablaremos allí", invitó el inglés.
La tienda estaba en una hondonada no muy lejos de la ballena, era una
tosca tienda de piel de venado curada en aceite para hacerla
impermeable, pequeña y redonda, sostenida por unas cañas flexibles,
apenas cabían los dos sentados, un precario pero bienvenido fuego
crepitaba en el interior, entre piedras y arena milagrosamente seca.
"Le ayudaré a que dibuje al animal, mantendré a los lobos a raya
mientras usted hace su trabajo... solo le pido que haga un dibujo de
frente y otro de lado para completar mis notas... es importante".
Durero abrió su caja de instrumentos, había una bolsa de cuero que
abrió y sacó una pequeña pistola, cinco balas y un cuernillo de
pólvora.
"Siento compasión por esa bestia... su situación es terrible, no tiene
como defenderse"
"Es lamentable señor Durero, es lamentable... la naturaleza ha creado
ese monstruo para vivir en las aguas del mar... aquí es solo comida
de los lobos... lo curioso es que ella sabe que mientras estemos aquí
trataremos de ayudarla... creo que no debemos hacerla esperar más su
destino... tome esta manta, cúbrase la cabeza y su cuaderno de dibujo,
haga su trabajo yo mantendré a las fieras alejadas".
Antes de salir, el inglés le dio de beber algo de brandy que cargaba
consigo, armó las dos pistolas y salieron.
Durero trabajó aquella tarde como nunca en su vida, en las condiciones
más adversas, con la ayuda del naturalista que le hizo notar lo más
resaltante del animal, logró hacer diez dibujos, verdaderas obras
maestras dicen, sólo uno de ellos ha llegado hasta nosotros y
pertenece a una colección privada en Cambridge... Si sólo pudiéramos
imaginar y escuchar los chillidos de terror y desesperación de la
ballena cuando ésta se dio cuenta que el naturalista y el artista se
marcharían luego de terminar aquellos dibujos...
La obra de Jonás y la ballena se perdió para siempre tras un incendio
en Nuremberg.
Fin.
Copyrigth SACVEN
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Interesante relato, muy descriptivo, excelente para visualizar cada escena, y si, es increíble la osadía de un artista cuando va tras de su inspiración. Me encantó.
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