viernes, 10 de enero de 2014

El Minotauro, por Saúl Godoy Gómez



Picasso estuvo una semana navegando con su amigo Jacobo Rosenblaum en su magnífico yate.
Fue un viaje de pesca que lo alejó de su estudio por unos días. Y bien sabía Dios que necesitaba descansar su atención de los lienzos de mujeres esquizofrénicas y del taller, donde ahora doblaba manubrios de bicicletas.
El yate pasaba el invierno en Ibiza y el verano en su puerto de origen: Santillana del Mar.
El invierno cayó con crudeza en Europa, de modo que la embarcación enfiló su rumbo hacia latitudes intertropicales.
El barco fue construido en astilleros noruegos, de 95 pies y dos motores Cummings, fue uno de los primeros cruceros para uso civil y deportivo, armado después de la segunda guerra.
Navegaron por días sin encontrar rastros de los bancos de atún o de las agujas esquivas; el horizonte se les abrió de boca, con un paladar azul celeste y una lengua de agua que los llevó al ocio, donde los placeres de comer, beber y conversar eran la rutina del día.
De esta manera se enteró Picasso de que Rosenblaum, a pesar de sus muy bien llevados setenta años, volvería a intentar el matrimonio, el cuarto de su carrera como hombre de familia.
Se casaría con una joven gallega, de veinticuatro años, con dos hijos; ella había quedado viuda hacía poco. De familia modesta y viviendo de lo del seguro que le dejó su marido, Jacobo la conoció en una convención médica en Compostela, donde ella trabajaba como anfitriona de la compañía que organizó el evento.
- ...y deseaba preguntar tu opinión- le dijo el viejo judío oliendo un habano que sacaba de la caja- ¿te parece correcto que un hombre de edad, respetable, se case con una muchacha tan joven?... no hablo de amor, si la quiero o no es meramente circunstancial, pero lo del contraste de edades, de ese posible ridículo que pudiese darse ante los demás y ante mí mismo, me asalta la duda si se trata una conducta errada y moralmente injustificable.
- Lo moralmente injustificable es estar solo y no hacer nada por evitarlo- le dijo Pablo arrellanándose cómodamente en el sillón de piel- así como hay un deber de escapar cuando eres un prisionero de guerra, hay un deber de conocer a las personas que te rodean en el camino de la vida. Lo más importante de la vida es conocer y mientras más mejor... y si es joven la persona, bravo, a nadie le gusta un viejo... cuando seamos viejos entonces veremos.
Los dos hombres se echaron a reír.
Entonces oyeron el anuncio del vigía sobre un banco de peces a la vista.
Los atunes y marlines fueron la delicia del pintor, desde la cubierta del ¨Grypho"; peleó con su caña de pescar hasta dejarlos exhaustos para luego, subirlos para que coletearan a sus pies, regando pequeñas estrellas azules y rosadas en las ropas blancas de los marineros.
La costa africana se dibujaba tímida y ardiente en el horizonte.

Borracho de vino, Pablo Picasso le dijo una noche a su anfitrión:
- Desembarquemos- señaló con su copa hacia tierra- busquemos negros, prendámosles y llevémosles de vuelta a Ibiza, allí será fácil venderlos, yo me quedaré con el 30% de lo que paguen...
Rosenblaum, que era médico y un hombre humanitario, se indignó ante tal propuesta y, como también estaba bebido, insultó al pintor y empezó a disertar sobre los males de la esclavitud y el racismo.
A los diez minutos del encendido discurso, Picasso, aburrido, hizo callar a su amigo.
- Era sólo una broma- le dijo sonriendo, casi sin poder tenerse en pie- era una alegoría... deberíamos llevar más negros a España, no debemos olvidar que en nuestra sangre corren siglos de cultura mora y del Levante... España es mediterránea, es su destino y sino, al contrario de algunos muchos que quieren mirarse en el espejo de la Europa nórdica... somos diferentes... yo soy más negro que todos ellos y aquí me tienes... actuando como blanco... ¿y sabes por qué?... porque me puedo convertir en lo que quiera, cuando quiera... ¿no me crees?... mírame bailar...
Picasso lanzó su copa por la borda, se puso las manos en la cara y empezó a cantar una canción primitiva en un lenguaje extraño, luego a mover los pies y a balancearse, entonces saltó poseído gritando como un salvaje.
Rosenblaum y los sirvientes de guantes blancos no cabían en su asombro; al principio rieron de la ocurrencia, pero no tardaron en descubrir que aquellos gritos tenían un ritmo cadencioso, que aquel baile que creyeron de borracho era una danza ritual, que sus gestos y movimientos se habían convertido en una coreografía antigua y tribal.
Rosemblaum, que había viajado por el Nilo y que conocía el corazón de África, en un momento tuvo que reconocer, entre temeroso y asombrado, que su caro amigo, el artista malagueño, se había convertido en un negro.

Jacobo Rosenblaum y Pablo Picasso se habían conocido en París. Jacobo descubrió primero las pinturas del artista en una galería y por medio de su marchant d´art  consiguió adquirir algunas obras para su colección privada, luego tuvo la oportunidad de conocer personalmente a Picasso y desde entonces eran amigos.
Jacobo era un eminente médico y profesor universitario en Santander, Asturias, sexta generación de judíos en la capital de la provincia, rico de cuna y filántropo, pronto ocupó cargos importantes dentro de la comunidad.
Luego del incendio que arrasó con el casco central de la ciudad, en 1941, Jacobo formó parte de la Junta Reconstructora, encargado de la remodelación del Museo de Bellas Artes.
Gracias a la persistencia de Jacobo fue como Picasso conoció la Cantabria, invitado a la casa de campo de los Rosenblaum, en Los Picos, para cazar al oso pardo, partida aquella memorable pues, debido a la inexperiencia de Picasso con las armas de fuego, le disparó por equivocación a Jacobo hiriéndolo en un pié.
Para aquel crucero de pesca no habían llevado mujeres, de modo que cuando desembarcaron Pablo Picasso rebosaba de erotismo; el mar y la dieta de pescado lo habían cargado de pasión.
El médico se despidió de su amigo y tomó un avión a Roma, donde dictaría unas charlas en un simposio de especialidades gastrointestinales.
Apenas llegó el artista a su estudio llamó por teléfono a Michelle, una de sus ayudantes en el taller.
- Ven en la tarde, trae a Clara y a Antonieta... sí les pagaré no se preocupen... sí, tengo champaña... ¿que si estoy cachondo?... ven y compruébalo... sí, a las cuatro está bien...
Trabajó en uno de sus cuadros hasta que llegaron las muchachas.
Cuando se despegaba de sus telas por unos días regresaba lleno de una enorme energía que parecía fluir por sus brazos, a las manos, a los pinceles, todo parecía más claro, la luz, la composición, los colores... la realidad parecía desgajarse en finas rodajas que descubrían perspectivas, visiones y detalles que escapaban a su percepción normal, había educado el ojo para capturar esos instantes de revelación, para dibujar esas dimensiones que aparecían de repente y que constituían la esencia del mundo.
Sus conversaciones con científicos amigos le habían ilustrado sobre la nueva física que ponía en entredicho las bases mismas de la realidad en occidente; lejos de incomodarlo, se alegró, él y otros artistas amigos habían intuido otros mundos y que estaban en éste, como le gustaba decir a Jean Cocteau cuando se las daba de alquimista.
La producción de Picasso era intensa, su trabajo era lo primero, su enorme corriente creativa entraba en conflicto con su vida familiar y social, era una corriente desbordada que derrumbaba diques y paredes, que se llevaba por delante razones y amores, lealtades y promesas.
De allí su necesidad de tener varios lugares de refugio, de su búsqueda constante de ayudantes, de obreros, de técnicos, de compañía, en aquel viaje por su obra ciclópea.

Michelle era una morena de veinte años que estudiaba arte en Madrid y trabajaba los veranos en Ibiza para pagarse sus estudios; Picasso la conoció en el American Bar, donde atendía las mesas, y quedó prendado de su clásica belleza sevillana, ojos grandes, boca roja y carnosa, era de cuerpo menudo pero bien proporcionado, tenía tetas pequeñas pero las sabía llevar y enseñar, poco culo pero lo movía mejor que una rumbera cubana, era muy atenta y simpática. En cuanto supo quién era el viejo de la mesa quince, el que todos saludaban y brindaban, no perdió tiempo y lo sedujo; no fue difícil, Picasso tenía debilidad por las ninfas núbiles y atrevidas.
- ¿Con que es Picasso el pintor?- aprovechó ella de preguntarle en un momento en que quedó solo en la mesa.
- Pintor, cantaor, torero, bebedor, mujeriego y pendenciero- respondió el hombre, mirándola con una intensidad que por un momento la hizo vacilar. Le atraían los hombres maduros, aunque el pintor estaba un poco pasado... no supo por qué le recordó a su abuelo.
- Viene a menudo... le he visto.
- Y yo a tí guapa, he hecho algunos dibujos tuyos sin que te dieras cuenta.
Ella estaba encantada de haberle llamado la atención.
-¿Se pueden ver?
- Están en el estudio, no lejos de aquí... me complacería enseñártelos.
Ella miró nerviosa a su alrededor.
- Trabajo hasta tarde... no sé si podría...
- Claro que puedes... ¿a qué hora sales? te vendré a buscar.
- Bueno, la verdad... no sé si deba.
- No soy el lobo feroz, no muerdo.
 - No puedo- dijo rápidamente, recogiendo los vasos vacíos y limpiándole la mesa. Él le miraba los pechos desvergonzadamente y chasqueó la lengua de gusto como hacen los perros cuando están contentos y les rascan la barriga.
- Es una lástima... los dibujos quedaron muy bien.
Michelle lo miró a los ojos, se sorprendió de ver a un niño retozón, lleno de ideas y de magia, "Es Picasso, idiota- pensó la muchacha- estás hablando con Picasso"
- Salgo a las nueve.
El viejo sólo sonrió como si supiera lo que estaba pensando.
Tal como habían quedado, a las nueve estaba allí, vestido de short y camisa marinera a rayas; se fueron caminando, él le compró unas flores en el camino, saludaba a medio mundo, pescadores, comerciantes, algunos turistas que lo reconocían. La llevó al estudio y allí se dejó convencer para que modelara para él y a la primera de cambio, se hicieron amantes.
No fue una relación fácil, Pablo era un hombre de carácter explosivo, su mal humor venía e iba como tormentas, tenía demasiados intereses y compromisos, se la pasaba viajando, recibía continuamente visitas, su esposa y sus otras amantes entraban y salían en su vida de manera desordenada y sin previo aviso; para colmo de males a Picasso le gustaba desaparecer y pasar temporadas en sus otros estudios cuando se sentía presionado.
El pintor resultó ser extraordinario amante, conocedor, atrevido, imaginativo, se sabía todos los trucos del libro y algunos propios, no era egoísta en la cama, su placer era el placer de la mujer, le encantaban las orgías, mirar y ser mirado, le gustaba bailar desnudo, bañarse en el mar desnudo, comer desnudo, estaba orgulloso del tamaño de su miembro y de lo que su lengua podía hacer, decir e incitar.
Michelle vivía en un pequeño apartamento con otras dos muchachas, Clara y Antonieta, ellas eran lesbianas y residentes permanentes de Ibiza, alquilaban la pieza por temporadas, hacían artesanía y joyas que vendían en el puerto. Picasso las conoció un día que fue a buscarla y, cuando supo que eran amantes, quiso por todos los medios invitarlas a su estudio para pintarlas como odaliscas en un harén. Pablo por más que quería, no podía ocultar el brillo de lujuria que tenían sus ojos cuando las veía, hasta su expresión facial cambiaba y, por un momento, Michelle creyó ver en el pintor a un sátiro, con las orejas puntiagudas y todo.
Por una buena paga Clara y Antonieta accedieron, pronto cayeron seducidas por la personalidad del artista y, para sorpresa de Michelle, Clara se dejó una noche tomar por el pintor. Antonieta armó una bronca de celos y con un cuchillo fue a matar a Picasso, pero igualmente terminó en la cama, guardando el enhiesto mástil del maestro en las profundas tibiezas de su sexo; desde entonces, regularmente las tres muchachas veían a Picasso y hacían lo que él quería.

Esa tarde, a las cuatro llegaron las chicas y pasaron al dormitorio que miraba a la bahía, en la parte alta de la casa. Pusieron en el gramófono un disco de Maurice Chevallier y cantaron y bailaron.
De la posada había encargado paella marinera, jamón, pimientos rellenos y ostras.
Por la tercera botella de champaña Picasso empezó a desnudarlas. Su vigor era inmenso y con sus palabras las enloquecía; luego de un rato de escarceos, besos cada vez más atrevidos y juegos eróticos, se disculpó y se retiró al baño, con la promesa que a su regreso las llevaría al Olimpo de los dioses, volvería convertido en un animal lujurioso.
Habían tumbado el colchón en el piso, las sábanas y las ropas colgaban sobre unos cuadros acumulados contra la pared; las muchachas fumaban hachís en una pipa marroquí, la expectativa de la orgía las tenía excitadas.
La luz del mediterráneo, tibia y generosa, dibujaba en rosado las paredes untadas de barniz y aceite, antiguos arlequines y señoras de Aviñón se reían desde los bastidores, máscaras africanas parecían querer cantar, las guitarras cuadradas y los floreros en mosaicos de colores vibraban llenos de vida.
Oyeron entonces unos ruidos que provenían del baño.
Antonieta creyó escuchar el caminar de pezuñas de un animal grande sobre el piso de madera, luego un resoplido.
Algo se cayó y rompió en el baño.
Michelle gritó cuando se abrió la puerta.


Fin

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