Hay
un pensamiento del gran esteta nipón Kenkö (1283-1350), en su obra Ensayos en relajamiento, que me llamó
la atención: quien desee entender el arte japonés, deberá tomar en cuenta que una
de las condiciones deseables de la obra artística es que sea perecedera, de
allí que experiencias tan importantes como la contemplación de la belleza, o el
sentimiento del amor, valiosas por la tristeza que produce su fragilidad y
brevedad, se expresen en su carácter material.
Kenkö escribió: “Si un hombre
nunca fuera a desaparecer… sino que viviera por siempre en el mundo, ¡cómo las
cosas perderían su poder de movernos! Lo
más preciado de la vida es su incertidumbre.”
Esa
fragilidad de la existencia humana, la fugacidad de las experiencias más
intensas que nos tocan y se diluyen inexorablemente en el tiempo, está siempre
presente en el arte japonés, en su estética; quizás, por ello, los Samurái
siempre preferían encontrar la muerte en el tope de sus facultades y vigor, que
languidecer como viejos guerreros, o que el espectáculo más preciado de esas
islas orientales sea contemplar el florecimiento de los cerezos que, luego de
un año de larga espera, apenas duran en su esplendor unas horas, para luego
marchitarse.
En
el año de 1689, el poeta Matsuo Bashô, gran maestro de la escritura Zen, cinco
años antes de su muerte, escribió la versión final de uno de sus más grandes
Haikus:
En una rama desnuda
Un cuervo se ha detenido
Atardecer de otoño.
Este
sencillo poema ha inspirado tratados y estudios, que lo han analizado de atrás
hacia adelante, lo han interpretado, comparado, desmontado… y los expertos han
llegado a la conclusión de que se trata del primer Haiku (o haikeu) reconocible
de la literatura japonesa que rompía no sólo con la escuela de Danrin, a la que
Bashô pertenecía, sino que da un salto cualitativo importante de la poesía waka medieval japonesa (que, justamente,
se distinguía por expresar ese sentimiento estético de soledad tan marcado en
este tipo de literatura).
El
poeta tanka y experto en la obra de Bashô, Handa Ryohei (1887-1945), le asigna
a este poema la calidad estética de Shibumi, o sea: “el tipo de poema que sólo emerge cuando el sujeto es despojado de todo
adorno y reducido a su esqueleto desnudo”.
El mismo Bashô decía de su obra: “Poesía
para otras escuelas, es como una pintura de colores. Poesía en mi escuela debe
ser escrita como si fuera una pintura en tinta negra.”
El
haiku es, según el experto español Vicente Haya: “…una instantánea de la realidad. El haiku no transforma el mundo; te
pone en contacto con él, te introduce en él. No explica la realidad, ni la
embellece; la muestra. Porque parte de la base de que el mundo es perfecto. El
mundo tal como es; con sus criaturas bellas y las que nos lo parecen.”
Debemos
apuntar que la tradición poética japonesa tenía vigorosos antecedentes en la
poesía de la corte, que no sólo tenía sus formas, sino sus temas que la
marcaban como única, de allí las 31 sílabas de las tankas, o el estilo Yugen
del siglo XII. Estudiosos como Michael F. Marra nos refiere a una complicada
tradición de memorias y experiencias espirituales de los artistas con su
entorno (Kire), en la poesía clásica
el calendario estaba regido por los ritos estacionales de la corte; del 905
hasta 1439, los emperadores hicieron reunir poesía de acuerdo a cada estación,
de modo que había poesía de invierno o de primavera, había patrones que se
repetían, ya que eran tomados como guías del “buen arte”, se componía poemas
para áreas geográficas específicas, y los poemas que se hacía se reunían en una
especie de “base de datos” que los poetas tomaban en consideración, hubo
compilaciones regionales, se hizo una clasificación de los siete paisajes
modélicos del Japón, si tratara de la costa, valles abiertos, cañones cerrados,
montañas… de modo que existía una “memoria” de los lugares que debía ser
respetada, imitada, el público esperaba que se tomara en cuenta estas
tradiciones, para construir y ampliar sobre ellas. El haiku nace en esa
tradición artística, con la intervención de otros factores estilísticos, o
reconociendo una definitiva influencia de la espiritualidad Zen en la evolución
de la poesía japonesa que favoreció su brevedad telegráfica, o de la desnudez
de la representación del teatro Nō,
donde todo es oscuro y abstracto, al contrario del Kabuki, donde el peso de la obra recae en los sutiles cambios de
expresiones del actor en escena.
Los
haikus se han convertido, hoy en día, en una de las formas poéticas más
populares, sobre todo por su brevedad, por ser una forma tan directa de ver el
mundo; esta elaboración en breves versos, con la estética Zen que los
caracteriza, con la economía de sus formas, destacando las formas irregulares
de la naturaleza, las imperfecciones de las cosas y hasta la poca gracia de
criaturas que los poetas tomarían para sus trabajos, como gruyas o moscas, con la
evocación a través de la sugestión, más que de la descripción directa, y
finalmente con la brevedad de la experiencia, de la vida misma, es la forma
favorita de versificación para millones de poetas.
Los
latinoamericanos le debemos al poeta mexicano Octavio Paz la iniciativa de introducirnos
en este excelso arte del lejano Japón; igualmente, Jorge Luis Borges comenta en
varios lugares de su obra este estilo, el cual admiraba al punto de atreverse a
escribir algunos de ellos, muy apegado a las reglas clásicas y con bastante tino. Octavio Paz, en
colaboración con el insigne académico y diplomático Hayáshiya Eikichi, tradujo
y presentó, en 1957, la obra de Bashô, La
senda de Oku, que, a pesar de sus muchas imprecisiones, es todavía
considerado el esfuerzo más importante por introducir el haiku en nuestra
cultura.
El
español Francisco F. Villalba, en su presentación de las traducciones del
poemario de Basho, Haiku de las cuatro
estaciones, nos habla, apoyado en las explicaciones que diera el experto en
haiku Fernando Rodríguez-izquierdo, de un lenguaje pre-simbólico, que vendría a
ser ese lenguaje primigenio, no dualista, es decir, que no separaba el símbolo
de la cosa, o la palabra del mundo; estos autores, entre otros muchos, le
asignan a los lenguajes orientales, entre ellos al japonés, una cualidad de
cercanía intuitiva con la realidad, una no-concreción que hacía posible una
experiencia espiritual de la que carecen las lenguas occidentales, y aquí nos
encontramos con el primer problema insalvable para entender el poder del Haiku,
se trata de una forma poética exclusiva de la lengua japonesa.
La
métrica del poema, 5-7-5 sílabas, es escueta. Algunos autores, luego del famoso
manifiesto kubawara, que calificaba el haiku como un arte menor, descartaron la
forma clásica por una rima libre, que podría ser la de la versificación Tanka, Renga u otra de las formas tradicionales ante del Hokku.
Las
características fonéticas y sintácticas del español y el japonés son harto
diferentes; en japonés, el orden de la oración es sujeto-objeto-verbo, en español
es sujeto-verbo-objeto; la pronunciación de las palabras, al igual que su
escritura, establece diversidades insalvables de un lenguaje al otro. Traducir
haikus es una labor que se pierde en los laberintos de la hermenéutica; esto, en
el panorama de los diferentes tipos de haikus que existen, de acuerdo a Vicente
Haya: “Si buscamos la modestia,
escribiremos como Buson, Si nos creemos genios- al margen que lo seamos o no-
haremos el haiku de Bashô. Si somos complejos y valientes, llegaremos a ser
Shiki. Si pensamos que somos cultos, como Sôseki. Si somos de ánimo ligero,
como Kikaku. Si hemos logrado la plena conciencia de nuestros actos, seremos
Santôka. Si nos encontramos espiritualmente realizados, nos veremos siendo
Hôsai. Si carecemos de gracia, Ryôkan. Y si lo que piensen de nosotros nos
importa un pimiento, nos transformaremos en Issa.”
No
he conocido un solo poeta que se estime, que no haya escrito un haiku en su
carrera, porque esta forma poética saltó de la casi impenetrable cultura
japonesa para convertirse en patrimonio universal. Para terminar, les dejo con
uno de mis haikus favoritos, de Wakyu:
Una salta
Y en cuanto la oyen,
Todas las demás ranas saltan.
saulgodoy@gmail.com
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