La
cultura alemana tiene un largo y rico legado naturalista, sobre todo en los
siglos XVIII y XIX cuando se le dio enorme importancia al terruño, al
paisaje. Jardineros, arquitectos y
botánicos se empeñaron en modificar áreas verdes, bosques y entornos urbanos,
no sólo para sanearlos de pantanos, miasmas y plantas indeseables, sino para
llevarlos al ideal romántico de los espacios teutones, de esos escenarios
esplendorosos, alpinos y puros, de parcelas agrícolas ordenadas, de antiguos y
majestuosos bosques umbrosos, de valles impolutos, de riberas coloridas
salpicadas de aldeas rurales.
Ya
para esos tiempos, el amor por la tierra, el arraigo, estaba indisolublemente
ligado a la idea de la cultura germana -Se es de acuerdo a unas raíces, se vive
en la tierra de los ancestros y es herencia para las generaciones futuras-
rezaba el ideal del Lebenstraum (el
espacio de vida).
Sumen
a esas inquietudes una generación de científicos, como el gran naturalista
Alexander Von Humboldt, y de poetas que exaltaban la belleza de la naturaleza,
en la tradición de Goethe, quienes impulsaron ese amor por el terruño y la
contradicción que representaba el dominio de la naturaleza por la tecnología, tal
como empezó a ocurrir, después de 1800, con el inicio de la revolución industrial
en Alemania, tecnología ésta que llevaba a la supresión del espíritu humano.
No
fue así siempre. Durante el dominio del Imperio Romano, comentaristas y
cronistas de la época destacaban la fealdad de la Germania, su
inhospitabilidad, no tanto por sus tribus guerreras y bárbaras, sino por su
suelo frío y húmedo, que hacía un suplicio su paso, de manera que el mismo
Julio Cesar prefería cien veces pelear en los desiertos de la lejana Siria que
tener que atravesar los bosques y pantanos enfermos y amenazantes cercanos al Rhin.
Cuando
los nazis asumen el poder en Alemania (1933-1945), la Naturschutz, la conservación de la naturaleza, era un valor
nacional muy arraigado en el pueblo alemán; el mismo Hitler era muy consciente
de la tradición de Blut und Boden
(Sangre y suelo) que venía de ese nacionalismo exacerbado del Segundo Imperio y
que permeó las instituciones de la República del Weimar, la idea de la
superioridad de la raza alemana iba en directa relación con el orden y la
belleza que querían imprimirle al paisaje (Landschaft),
al rescate de las tradiciones del pueblo, del folklore nacional, de esa idílica
vida del agrarismo romántico, aparte de que el Fuehrer era un vegetariano
militante, con un especial desagrado por la crueldad contra los animales.
Hice uso del término “ecología”
en el titulo de este artículo a fines de llamar la atención sobre unos
antecedentes que marcarían el desarrollo de movimientos como el eco-socialismo,
el eco-facismo y la Ecología Profunda, pero, en realidad, más que ecología, lo
que existía en la Alemania nazi era un fuerte movimiento conservacionista que,
como bien dice Jamie Mosel, en su interesante artículo Conservation and Enviromental Policies in Nazi Germany, en relación
con los conservacionistas alemanes, “… no intentaban proteger una noción
abstracta de naturaleza salvaje. Ellos
admitían desde hacía tiempo el extensivo impacto de la actividad humana. A
menudo era más un paisaje cultural ya formado y definido lo que querían proteger.
Muchos conservacionistas visionaban como ambiente ideal, una combinación de
terrenos antropogénicos mezclados con el natural, cultivado y con ambientes
construidos en un todo estético y armónico.”
Este vínculo entre sangre y suelo
creaba en el inconsciente colectivo un vínculo primitivo, casi mágico pero muy
siniestro, entre los alemanes y su tierra.
El movimiento conservacionista alemán aprovechó la apertura que les daba
la ideología nacional-socialista para colocar varios importantes miembros dentro
de los altos mandos del movimiento nazi, como Walther Darre, que llegó como
ministro del Reich para la Alimentación y la Agricultura, el especialista
Walter Von Keudell, que se sumó como jefe de la Oficina Forestal del Estado
Prusiano, y el arquitecto paisajista Alwin Seifert, Consejero de
Estado para asuntos de paisajismo, honrado con el título honorífico de “Jardinero
del Reich” y bajo cuya tutela se constituyó un grupo conocido como Landschaftsanwalte
(abogados del paisajismo) que, entre otras muchas actividades, introdujo la agricultura orgánica en los hogares alemanes,
popularizó los campos nudistas y creó una compleja red de senderos y rutas para
el excursionismo, una actividad de la que el mismo Hitler era un entusiasta
practicante. A Seifert se le recuerda por ser uno de los principales
responsables del programa de modernización de las vías de comunicación en
Alemania, porque hizo que las consideraciones ambientales estuvieran de primero
en la construcción de la red de autopistas (autobhan).
Una vieja
aspiración legal se materializó en las leyes como la Reichnaturschutzgesetz (Acta
del Reich para la protección natural) de 1935, apoyada por Hermann Goering. Se
trata de leyes que protegían a los animales, haciendo hincapié en la
prohibición del tormento innecesario en mataderos y laboratorios y regulaban la
cacería; otras protegían los llamados bosques ancestrales, incluso había un
articulado que permitía que grupos conservacionistas propusieran la
expropiación de terrenos particulares para fines de protección de especies o
monumentos naturales.
En el
estudio de Franz-Josef Brüggemeier,
Mark Cioc, and Thomas Zeller, ¿Qué tan
verde fueron los nazis?, se nos habla de uno de los proyectos más
ambiciosos del Tercer Reich en materia ambiental, un proyecto donde coincidieron
todas esas ideas de superioridad racial, antisemitismo, imperialismo y muerte
con las ideas más avanzadas de terraformación, saneamiento ambiental,
paisajismo y ecología; era, nada menos, que el Generalplan Ost, a cargo de Himmler, sobre los territorios
conquistados del sureste, entre los que destacaba en importancia Polonia, a la
que querían convertir en un jardín para los nuevos colonos alemanes, la idea
era reconstruir el país para el gusto alemán y hacerlo un vergel en
productividad y belleza.
Para ello
tenían, primero, que “sanearlo”, es decir, desalojar a todos sus habitantes
originarios, mandarlos a campos de trabajo y de exterminio, hacer desaparecer con
tractores todo indicio de que allí hubo una vez algo llamado Polonia, y luego
reconstruirlo, utilizando las últimas tecnologías en paisajismo a gran escala,
incluyendo la construcción de centros urbanos y servicios para que los nuevos
habitantes, todos alemanes, colonizaran sus espacios; el plan, en papel,
alcanzaba hasta Siberia.
Era la
lógica implacable de una nueva revolución; para ellos, la destrucción y la
guerra eran males necesarios para instaurar un nuevo orden. Al efecto dicen los
autores citados: “Generalplan Ost
consistía en juntar a humanos, naturaleza y raza en armonía para establecer una
nueva vida agraria para los colonos arios. Aquí el pensamiento verde y el
nazismo confluyeron como nunca. Para poder alcanzar esta visión, el paisaje
había que hacerlo de nuevo, primero, removiendo a la fuerza a la población
eslava, después, metiendo tractores para remover el pasado y, finalmente,
mudando a los alemanes a estos nuevos espacios vacíos”.
De aquí surgió el concepto de Eco-fascismo, promovido por
aquellos que desprecian al ser humano y lo culpan por las lamentables
condiciones de nuestro hábitat, con la intención de apoderarse de un espacio
geográfico, por la fuerza o comprándolo, y no les importa si sus habitantes son
desalojados, exterminados o desplazados con el fin de mantener un área natural
intacta.
Para los que estudiamos las ideas ambientalistas, es
todavía un misterio cómo un régimen y una población, tan conscientes de los
valores naturales y de la conservación, pudieron devenir en mecanismos de
destrucción de la vida humana tan descomunales como lo fue el holocausto; es un
llamado de atención ante la contundente realidad de que ninguna idea está
exenta de ser malinterpretada y, menos aún, esgrimida para ponerla al servicio
de un plan inhumano. – saulgodoy@gmail.com
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