Cuando
un mandatario dice que no le importa que lo llamen dictador, tal como lo
declaró Maduro en una reciente alocución pública, la sociedad está en problemas,
pues a ningún demócrata le satisface ese apelativo y haría lo imposible para
desactivar tal impresión de parte de su pueblo.
Al
único que no le importa que lo llamen dictador es a un dictador, quien está
claro que su proceder ni es popular, ni se apega al orden jurídico y, mucho
menos, se atiene al mandato soberano del pueblo; a quien no le importa que lo
llamen dictador es porque nunca fue un demócrata, ni un republicano y, todavía
menos, un ciudadano. Los dictadores, simplemente, hacen lo que les da la gana y
no le rinden cuentas a nadie.
Pero
no sólo está en problemas la comunidad nacional donde ese dictador ejerce su hegemonía,
que siempre es a la fuerza y con violencia, sino que la comunidad internacional
de la que es parte ese pueblo no puede darle otro tratamiento que el de un
tirano en un dominio de facto; una persona que viola masivamente los derechos
humanos de su país no puede, no debe, ser tratado como si fuera un mandatario
demócrata, so pena de rebajar la calidad del concepto democrático, de falsear
la identidad de los participantes en las relaciones internacionales y
prostituir el lenguaje de los “pares
inter pares”, es decir, en la comunidad de presidentes y mandatarios de una
región supuestamente integrada, en relación institucional y en su papel de garantes
de los principios mínimos de convivencia entre las naciones.
¿Cómo
pueden el Mercosur, Unasur, el Caricom, el Pacto Andino, el Alba entre otras
organizaciones Latinoamericanas, justificar relaciones con dictadores? ¿Podría
usted sentarse a la mesa con un asesino en serie o a alguien que practica la tortura?
¿Podría confiarle una relación a un tramposo y ladrón? Por más que quieran llevar las posibilidades
de una relación política hasta su límite, hay una cosa segura: entre naciones
democráticas, un dictador jamás podrá ser considerado como un igual, ni compartir
responsabilidades que, se sabe, no
cumplirá, ni confiarle tratados o negocios con sus nacionales y, mucho menos,
convocarlo para la consecución de intereses comunes, pues un dictador no tiene
palabra, ni honor, ni amigos…
Un
dictador ve a los mandatarios demócratas como lideres débiles, a quienes puede
corromper, utilizar y engañar; quienes tienen que responderle a sus súbditos,
quienes actúan de acuerdo a la ley y obedecen a los tribunales de sus naciones
son, a su criterio, mandatarios de papel, y sólo le sirven para legitimar los
crímenes que comete. Sus acompañantes en las funciones de mando entre países
hermanos adornan, ante el orden internacional y la comunidad de naciones, al antisocial
que cree no necesitar de los demás, pues se sabe autónomo, independiente y
libre de cometer cualquier desafuero, sin temor al castigo.
A
un dictador no se le puede conminar al dialogo - no es lo que hacen - ellos
mandan, exigen, imponen y castigan, nunca negocian, para negociar necesitas
algo que el dictador no tenga, y como en su país todo es de él, como no cree en
la propiedad privada, ni en la dignidad de las personas, como todo lo expropia,
lo nacionaliza, lo roba, lo invade, como no hay bajo el cielo alguna cosa que
no esté a su alcance, te puede arrebatar tu libertad, tu tranquilidad la convierte
en infierno, tu familia se la apropia y la disuelve, tus hijos los manipula
como quiere y los predispone en tu contra.
A
un dictador se le combate, se le plantea la resistencia, se le desconoce,
porque es una cuestión de sobrevivencia. Un dictador y un país democrático se
excluyen por principio, no tienen nada en común, el dictador quiere esclavos,
masas obedientes, adoradores y adulantes, quiere soldados que mueran y maten
por él, le place el silencio de los cementerios y la bulla embriagadora de las
plazas con fiestas en su honor.
El
dictador no lee, ni piensa, ni siente, les da escozor la inteligencia, le
parece insultante la crítica, odia a los humoristas y desconfía de todo aquel
que sabe leer y escribir.
Pero
premia con tesoros a quienes cantan sus victorias jamás ocurridas, a los poetas
que exaltan sus virtudes, a los que exhibe como charreteras en el uniforme, a
los impresores que publican sus discursos que nadie entiende, a los “maestros”
que celebran sus glorias entre orquestas filarmónicas y pompas de palacio, a
los pintores que lo retratan en el Chimborazo o entre las nubes del Parnaso…
Pero
lo que más aprecia, aunque jamás confíe en ellos, son los políticos que saltan
la talanquera, aquellos que quieren vivir bajo la sombra del gran castigador,
que prefieren la vida fácil de la corte a las duras trabas de la lucha
política. Al dictador le gustan los traidores, los cobardes y colaboracionistas
a quienes deja hacer su trabajo de confusión y distracción, mientras sus huestes
afilan los cuchillos; le place la perplejidad de sus enemigos, cuando caen en
la trampa, se solaza en la inocencia, casi imbecilidad, de sus enemigos que lo
consideraron un demócrata y un hombre civilizado.
Pero
le tiene terror a los valientes, a los que contestan su autoridad, sobre todo a
las mujeres que lo retan y desafían en su hombría, a los estudiantes y jóvenes
que le apuestan a la luz y no a la oscuridad, que marchan y protestan por el
futuro, porque el futuro no le pertenece a los dictadores, porque la opresión
de los pueblos es insostenible en el tiempo, porque el pueblo es mucho más
grande, poderoso y con más recursos que unos cobardes detrás de los fusiles.
El
dictador vive en un estado permanente de terror: le da miedo hasta su sombra,
no duerme bien, se enferma, se pudre paulatinamente de enfermedades
degenerativas, provocadas por el odio, el resentimiento y una cantidad de
fuerzas oscuras que se desatan a su alrededor; su goce es efímero, la muerte lo
acecha en cada rincón, su felicidad es forzada, su sonrisa es un rictus, su
carcajada deviene en el lamento animal del lobo que sabe cercano su final, por
ello aúlla, en cadena nacional, para que todos lo oigan, todos los días, en
medio de una manada que, ansiosa, cultiva su mengua para devorarlo, para
despedazarlo… y porque conoce su terrible final, baila y festeja, como negándolo,
tratando de olvidar que es la víctima propiciatoria de un rito muy antiguo, que
viene de la noche de los tiempos, que es la inmolación del dictador para la
sobrevivencia de la tribu. -
saulgodoy@gmail.com
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