domingo, 25 de mayo de 2014

Sobre la lectura como arte



La literatura es un universo harto complejo; dependiendo del ángulo en que se le enfoque, aparecen sin proponérselo, millares de libros y autores, cada uno con una opinión diferente sobre la naturaleza y propósito del arte de las letras; esto si se trata de crítica literaria de la cual se dispone de un enorme panteón de obras y autores… el mundo de la literatura que se mira a si misma se hace infinito.
Lo primero que hago, luego de descubrir una obra que me gusta, es investigar la literatura que a su escritor le gusta o le gustaba leer; el abordar el binomio escritor-lector, nunca me ha fallado, todo buen escritor es, ante todo, un magnífico lector, saber de sus lecturas me da luces para una mejor comprensión de su obra y resuelve muchas preguntas sobre sus puntos de vista.
Tomemos el caso de Sartre, el filósofo existencialista francés, cuya obra crítica sobre los novelistas norteamericanos Faulkner y Dos Pasos, sobre la narrativa de Nabokov y Camus, sobre Nizan y Mauriac, por mencionar algunos de sus favoritos, está plena de verdaderos estudios del alma de esos narradores que lo han influenciado, lo que me ha llevado a comprender mejor a Sartre como dramaturgo, y a soportar con mejor talante su pesada obra filosófica.
Sartre sostenía que la literatura es la única de las artes que, por el uso de la palabra como materia prima, nace de la subjetividad del individuo, es un material para las artes tan exclusivo que no pertenece al mundo, sino al alma; reitera que es la única de las artes con el poder de expresión e intencionalidad, capaz de convertir la obra de arte en reflejo del mundo, no de sugerirla, como lo haría la pintura, la música o la escultura, sino de mostrarla, lo cual, para Sartre, siempre compromete al artista.
Al otro extremo tenemos al novelista mexicano Jorge Volpi, el autor de la extraordinaria novela Klingsor; en su obra ensayística Mentiras Contagiosas dice sarcásticamente: “La ficción siempre tuvo una vida artificial: concebida como un engaño similar a la magia o la hechicería, sólo podía haber prosperado en sociedades con un precario desarrollo intelectual. De otro modo, ¿Cómo entender que adultos racionales se consagrasen a tramar estos divertimentos, que seres inteligentes disfrutasen con sus engaños, que lectores sensatos se conmoviesen con sus mentiras? Durante siglos las novelas sirvieron para confundir a las mentes menos preparadas: su público estaba conformado por mujeres crédulas, adolescentes infatuados, viejos prematuros, solteros insatisfechos: gente ociosa”.
Volpi, con una agudeza inusual, ve el vínculo entre narrador y lector como una relación entre cazador y presa, el novelista se debe anticipase al lector para volverlo a engañar y que no abandone el libro, la novela para este joven escritor, es un parásito que se aloja en la mente del lector y se multiplica en su pensamiento.
Los estudiosos rusos son los que han disecado y clasificado las novelas como verdaderos especímenes culturales, con un rigor de laboratorio forense; tengo varios volúmenes de estos trabajos, que leo sólo cuando sufro de insomnio, y efectivamente el sueño acude presto persuadido por tanta taxonomía.  Entre mis favoritos está Teoría y Estética de la Novela de Mihail Bakhtin, en el que, con rigor positivista, escudriña cada parte de la novela, como si se tratara de un mecanismo relojero; en uno de sus apartados más inquietantes, titulado La estética material no es capaz de fundamentar la forma artística, afirma que la forma material de la novela sólo puede ser aprendida de manera matemática o lingüística y que cualquier relación emocional o sentimental que produzca, “estado del organismo psicofísico”, lo llama, y agrega: “tiene un carácter demasiado tenso y demasiado activo para que tal relación pueda interpretarse como actitud frente a la materia”.
Leer la teoría rusa de la literatura es como leer un manual para operar una máquina de imágenes por resonancia magnética, y somos muchos quienes nos sentimos desamparados ante tanta especificidad.
Por otro lado, tenemos a un Ítalo Calvino, uno de los referentes literarios más importantes de Europa, como autor y como lector; en su perfecto discurso sobre la obra del novelista  austriaco Hermann Broch y la novela (una trilogía) Los Sonámbulos, hace reflexiones sobre uno de los temas más importantes para los novelistas: la muerte, que Broch trata en su narrativa con entereza de filósofo, cuando dice: La muerte es el hecho primero y más antiguo, y casi me atrevería a decir: el único hecho. Tiene una edad monstruosa y es sempiternamente nueva. Su grado de dureza es diez, y corta también como un diamante. Tiene la gelidez absoluta del espacio cósmico: doscientos setenta y tres grados bajo cero. Tiene la fuerza del huracán, la máxima. Es el superlativo absoluto de todo. Infinita sí que no es, pues cualquier camino lleva a ella. Mientras exista la muerte, toda opinión será una protesta contra ella. Mientras exista la muerte, toda luz será un fuego fatuo, pues a ella nos conduce. Mientras exista la muerte, nada hermoso será hermoso y nada bueno, bueno”.
El maestro Mario Vargas Llosa en su obra La verdad de las mentiras apunta hacia uno de los problemas más mortificantes de la modernidad (o postmodernidad, escoja usted) certeramente diagnostica un mal que en mi país Venezuela nos ha llevado por derroteros salvajes que le deseo a nadie, y parte de la razón de nuestro sino es, tal como nos lo dice Don Mario: “… estoy convencido de que una sociedad sin literatura, o en la que la literatura ha sido relegada, como ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que en un culto sectario, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad.”
No quiero terminar este breve comentario sin referirme a dos autores que admiro, el primero es Walter Benjamin, quien en su pequeña joya intitulada El Narrador, nos deja el recuento de las raíces de la literatura: “Cuando alguien realiza un viaje, puede contar algo, reza el dicho popular, imaginando al narrador como alguien que viene de lejos. Pero con no menos placer se escucha al que, honestamente, se ganó su sustento, sin abandonar la tierra de origen y conoce sus tradiciones e historias. Si queremos que estos grupos se nos hagan presentes a través de sus representantes arcaicos, diríase que uno está encarnado por el marino mercante y el otro por el campesino sedentario.” He allí la fuente de donde manan todas nuestras historias.
Y uno de sus grandes viajeros fue, sin duda, el escritor norteamericano Henry Miller, que en su bellísima obra Los Libros, expresa una opinión verdaderamente original, cuando dice:  “Los libros son una de las pocas cosas que los hombres atesoran profundamente. Y cuanto mejor sea el hombre, con mayor facilidad será capaz de desprenderse de los bienes que más atesora. El libro que yace inane en un anaquel es munición desperdiciada. Los libros deben mantenerse en constante circulación como el dinero. ¡Prestad y tomad prestado ambas cosas: libros y dinero! Pero especialmente libros, porque los libros representan infinitamente más que el dinero. El libro no sólo es un amigo sino que sirve para hacernos conquistar amigos.  El libro enriquece al que se apodera de él con toda el alma, pero enriquece tres veces más al que lo analiza. Me asalta aquí el irresistible impulso de ofrecer un gratuito consejo. Es el siguiente: ¡leed lo menos posible, no todo lo posible! Oh, he envidiado, sin duda, a los que se ahogan en los libros. Yo también en secreto habría querido navegar por todos los libros que acariciara en mi mente durante tanto tiempo. Pero sé que no es importante.  Sé ahora que ni siquiera me hacía falta leer la décima parte de lo que he leído. Nada hay más difícil en la vida que aprender a no hacer otra cosa que lo estrictamente ventajoso para el propio bienestar, lo estrictamente vital. Existe un excelente método para poner a prueba este valioso consejo que no he dado precipitadamente. Cuando encontramos un libro que nos agradaría leer o que creemos que nos convendría leer, dejémoslo sin tocarlo por unos días, pero pensemos en él con la máxima intensidad posible. Dejemos que el título y el nombre del autor nos den vueltas en la mente. Pensemos en lo que nosotros mismos habríamos escrito si hubiéramos tenido la oportunidad de hacerlo. Preguntémonos sinceramente si habría sido absolutamente necesario agregar esta obra a nuestro cúmulo de conocimientos o a nuestra capacidad de entretenimiento. Tratemos de imaginar lo que significaría anticipar este placer o instrucción adicionales. Entonces, si hallamos que debemos leer el libro, observemos con qué extraordinaria penetración emprendemos su lectura. Observemos también que, por estimulante que pueda ser, muy poco hay en el libro que sea realmente nuevo para nosotros. Si somos honestos con nosotros mismos, descubriremos que nuestra estatura ha aumentado por el mero esfuerzo de haber resistido nuestros impulsos.”

Con este breve paneo por opiniones que respeto, quiero animarlos a leer, a acercarse a la literatura, para que podamos vivir cien vidas en esta única que tenemos. – saulgodoy@gmail.com

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