Dos circunstancias atrajeron mi atención hacia Edmund Burke (1729-1797), fue amigo de Samuel Johnson, unos de mis héroes intelectuales y miembro de The Club, esa legendaria institución inglesa donde se hacían las dos cosas más importantes para un intelectual, se comía bien y se hablaba mejor, y la segunda, quien se tenga por un estudioso de la política, está obligado a pasearse por la obra de este hombre considerado como el padre del pensamiento conservador en occidente (es curioso que el término “conservador” para designar esta tendencia política, no empezó a usarse sino a partir de 1830).
La influencia de las ideas de Burke en el pensamiento
liberal anglosajón es fundamental y su visión del Estado y del orden social se
ha convertido en un “clásico” dentro del Derecho Constitucional.
Paul Johnson lo calificó como el más grande irlandés que
haya existido, y ciertamente fue uno de los políticos más admirado de su
tiempo, tanto por su brillante oratoria como por el ejemplo en su vida
personal.
Fue el secretario del Primer Ministro Inglés Charles
Watson-Wentworth y luego miembro del parlamento británico, donde desarrolló una
brillante carrera. A Burke lo conocemos
no por un tratado político que haya escrito, sino por múltiples panfletos,
discursos, correspondencia, donde plasmó lo que algunos consideran un sistema
político basado en el derecho natural.
En su carrera política tuvo que manejar varias situaciones
pre-revolucionarias y revolucionarias como fueron el movimiento independentista
de los católicos en su Irlanda natal, las reacciones de los pueblos de la India
a la imposición colonialista británica, la revolución norteamericana y la que
lo hizo más famoso, su reacción a la Revolución Francesa, para cada una de
estos escenarios Burke tuvo una respuesta diferente y una posición que no
escapaba a la controversia, pero en todas estuvo presente su talente moral y su
defensa a ultranza de los principios de la libertad, y la necesidad de
preservar la institucionalidad.
Su opinión del Estado quedó estupendamente resumida en
este pensamiento que escribió el último año de su vida “Dejemos que sea el gobierno quien proteja y anime a la industria, que
asegure la propiedad, que reprima la violencia e impida el fraude, eso es todo
lo que debe hacer. En cualquier otro respecto, mientras menos intervenga,
mejor.”
La palabra revolución le producía urticaria, no le
gustaba, aún cuando estaba claro que todo Estado estaba en la obligación de
cambiar para preservarse así mismo, debía dejar escape para las presiones
sociales so pena de alimentar cambios violentos, y para ello existía la
reforma, pero había que hacerla con sumo cuidado, principalmente guardando
respeto tanto de los antecesores y sus obras, como también tomando en cuenta a
las futuras generaciones, los que no han nacido todavía, con estas dos frenos
activos, toda reforma se garantizaba el éxito sin sobresaltos.
Su obra más famosa, Reflexiones
sobre la Revolución Francesa, en forma epistolar, da cuenta de sus temores
y desprecio por la revolución y los revolucionarios, cuando escribió estas
ideas aún no se había producido “el terror” pero ya intuía la violencia y la
destrucción jacobina, e incluso, alertó sobre la posibilidad de una guerra
entre Francia e Inglaterra, precisamente por causa de esta revolución, temor
este que se haría realidad pocos años después.
Los revolucionarios son en su opinión, sujetos
prisioneros de la intemperancia, no son hombres libres sino gente sometida a
sus pasiones, guiados principalmente por la ignorancia, creyentes que con la
violencia se pueden lograr los cambios fundamentales para la sociedad, para
Burke resultaba realmente presuntuoso por parte de un político considerar a su
país como una “pizarra en blanco”, sobre la cual pudiera escribir lo que
quiera.
Ya lo decía Burke, las constituciones y el orden social
se desarrollan gracias a la participación de muchas mentes y en el curso de
muchos años, por medio de un proceso complejo que es difícil de comprender, en
este sentido alertaba a sus conciudadanos de los políticos que él llamaba “los
innovadores ignorantes”, alguien que: “…
es lo suficientemente precavido como para no tratar de reparar el mismo su
reloj, pero se siente ampliamente capacitado para desmantelar y reconstruir a
su propia sociedad.”
Y es el componente moral en los hombres uno de los
determinantes de su propia libertad, el revolucionario es un débil moral que no
le importa destruir, demoler las instituciones, acabar con las tradiciones,
irrespetan un largo proceso de civilización en aras de una urgencia dictada por
sus pasiones más bajas, que por lo general están disfrazados de buenas
intenciones.
Burke advertía:
“Los hombres están calificados para la libertad civil, en la misma proporción
que están dispuestos a ponerle cadenas a sus apetitos, en proporción a que su
amor por la justicia esté por encima de su rapacidad, en proporción a lo tanto
que estén dispuestos a buscar consejos de los sabios y de los hombres buenos,
en preferencia a la adulación de los vanos. La sociedad no puede existir sin
que los apetitos se pongan bajo control en algún momento y lugar.”
En opinión de Burke los problemas de Francia se hubieran
podido arreglar desde sus instituciones, no era necesario la revolución que lo
que produjo fue una mortandad innecesaria, sufrimiento, destrucción e
injusticias.
Para este excepcional irlandés las revoluciones acaban
con el orden social para que las masas se desboquen en una estampida, en esa
situación de horror y caos, el liderazgo revolucionario se convierte en un
concurso de popularidad y lo único que hacen los políticos es complacer a la
chusma exaltada.
Por último, cuando los pueblos se enfrentan a crisis
profundas y se ven tentadas por revoluciones hay que hacer lo posible por que
impere el sentido común, de allí la famosa admonición de Burke: “Lo único necesario para que triunfe el mal,
es que los hombres buenos no hagan nada.” – saulgodoy@gmail.com
Excelente, como para compartirlo y reflexionar
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