Allí
escribe como fue que Gertrude Stein usó por primera vez la expresión que habría
de identificar a una generación de escritores norteamericanos que, por diversas
circunstancias, se encontraron en París.
Según
el libro, Hemingway y la señora Stein iban a recoger el auto de ella en el
taller, cuando llegaron el auto no estaba listo. La señora Stein le reclamó al
dueño del garaje y éste a su vez amonestó al joven mecánico reclamándole su
falta de responsabilidad y diciéndole que pertenecía a una generación perdida.
Entonces
la señora Stein, quien no andaba muy contenta con Hemingway le dijo:
- Eso es lo que
son ustedes. Todos son así- dijo Miss Stein- todos los jóvenes que sirvieron en
la guerra, son una generación perdida.
- ¿De veras?- le
dije.
- Lo son-
insistió- no le tienen respeto a nada. Se emborrachan hasta matarse...
Miss
Stein nunca se imaginó que aquel juicio llegaría a calar tan profundamente en
la identidad de unos escritores que surgieron bajo la sombra de la Primera
Guerra Mundial.
Todavía
hoy existen diferencia de criterios sobre quienes, que escritores conformaron
aquella generación perdida.
Se
cuestiona la validez del calificativo “perdida” e incluso, algunos estudiosos
prefieren prescindir del todo de esa expresión aduciendo la poca presición de
la misma.
Y
la verdad sea dicha, en algunos textos de literatura norteamericana incluyen
dentro de éste grupo a escritores que jamás salieron de USA, como tampoco es
extraño el que se afirme que Inglaterra y Francia también tuvieron sus
generaciones perdidas.
El
mismo Rómulo Betancourt dijo en una ocación que Venezuela tenía su generación
perdida, refiriéndose a todos los jóvenes que vivieron bajo la dictadura
gomecista, amordazados, inmóviles, sin posibilidad de acción y desarrollo.
Toda
esta discusión surge a raíz de una época tormentosa y a la aparición simultánea
y en convivencia, de escritores de diversas nacionalidades, edades e interéses
en la ciudad de París, en Francia.
El
concepto de generación correponde más a una referencia temporal que espacial, a
un conjunto de ideas y sentimientos compartidos por un grupo de hombres y
mujeres, la nacionalidad sería apenas un vínculo.
Cada
generación tiene su voz, individuos que como chamanes de una tribu, cuentan la
historia del mundo en que viven, visten o desnudan sus almas y comulgan con los
acontecimientos de manera colectiva.
Para
los Estados Unidos, aquellos años de post-guerra significaron cambios
drásticos. A pesar de no haber intervenido directamente en la conflagración, su
sociedad experimentó la violencia, el crecimiento, ajustes económicos, las
ideologías totalitarias que crecían como tormentas en el horizonte y las grandes
fiestas.
En
el recuento que nos hace Frederick Lewis Allen en su libro Only Yesterday sobre los locos años 20, nos pinta un fresco donde
se conjugan La Prohibición (ley Seca) en los EEUU, la fiebre anticomunista que
desembocó en terribles persecuciones, principalmente de intelectuales, el
violento parto de los recien fundados sindicatos, la estrepitosa caída de la
Bolsa de New York, la pujante y mecanizada industria para la que no había
límites en cuanto a producción y crecimiento, el jazz y la cruda descriminación
racial.
Eran
apenas algunos de los acontecimientos que marcaron para siempre la forma de ser
del hombre común norteamericano, dislocando definitivamente sus valores
tradicionales y el sentimiento de seguridad que venía disfrutando hasta ese
momento.
Fue
precisamente en esos años que se reunieron, casualmente en París, un puñado de
escritores que salieron del asfixiante provincialismo puritano de norteamérica,
opuesto tenazmente a los cambios que el progreso dictaba.
Aquel
grupo de jovenes idealista que en su mayoría fueron a ayudar causas perdidas,
se enfrentaron a un escenario mayor, cosmopolita, rico en movimientos
culturales que les proporcionó una compleja visión del mundo quizás irrepetible
en la literatura norteamericana.
Fueron
años claves, de esas raras ocaciones en la historia en que la “Intelligentsia”
de Occidente coincide en una ciudad, fue en París, como posteriormente lo sería
en Viena.
En
la ciudad Luz, convivían o estaban de paso personalidades del calibre de James
Joyce, Jean Paul Sartre, Aldous Huxley, Marcel Proust, D´Anuncio, André
Maurois, Virginia Woolf, André Glide, Pablo Picasso, Miguel de Unamuno, George
Orwell, para mencionar a unos pocos.
París
era un lugar de encuentros, de exilio o de trabajo, de cafés, de hipódromos...
un lugar para buscar libros en Shakespeare & Co., pasear a las orillas del
Sena, para deleitar el paladar en buenos bistrós y, sobre todo, para
intercambiar ideas.
Así
vivieron: enfrentando culturas y valores.
Fue
esta una oportunidad de universalización que la literatura norteamericana supo
aprovechar.
“He aquí
una nueva generación... que creció para
encontrar muertos a todos los dioses, terminadas todas las guerras, conmovidas
todas las crencias en el hombre”. Así se
expresaba F. Scott Fitzgerald en su novela This
Side of Paradise, y no era para menos.
Los
jóvenes de la post-guerra, se enfrentaron a un mundo cuestionado y cada vez más
relativo; Albert Eistein, Bertrand Russell y Ludwig Wittgestein sembraban sus
semillas en los claustros academicos, las teorías de Sigmund Freud hacían
añicos el virginal espejo del sexo, se levantaba una cortina que descubría un
universo sórdido.
Los
jóvenes que de alguna manera vivieron la guerra fueron marcados por la amargura
y el cinismo, las corrientes del pensamiento estaban fuertemente influenciadas
por el marxismo y el positivismo científico.
En
los Estados Unidos se vivía la prosperidad económica bajo el gobierno del
presidente Coolidge, los sueños y las esperanzas de un mundo mejor eran celebradas,
pero la realidad se imponía y las fiestas terminaban en juerga de excesos.
Se
criticó con severidad aquella ola migratoria de jóvenes norteamericanos a Europa.
Decían que eran unos irresponsables, que se marchaban sólo para hacer en otras
tierras lo que les era prohibido en USA y, efectivamente, muchos de ellos se
“destaparon” en el viejo continente y tuvieron un comportamiento que dejó mucho
que desear para la prensa conservadora.
Sin
embargo, ya en París había una pequeña colonia de escritores norteaméricanos
radicados desde principios de siglo, cuando los muchachos llegaron se
encontraron con: Ezra Pound, Sherwood Anderson y la gran mecenas de las artes,
Gertrude Stein, entre otros, dedicados a sus trabajos literarios y respetados
por sus contribuciones a la cultura.
Ezra
Pound y Sherwood Anderson pertenecieron a un grupo de intelectuales que
conformaron la llamada “Escuela de Chicago”, como movimiento literario marcó un
estilo realista-materialista; abundaban las descripciones de la vida urbana, la
lucha entre los valores tradicionales, de origen rural en contra del
materialismo encarnado en la industria avasallante, la ambición de enriquecerse
a costa de lo que fuere.
Fue
la época de los “Robber Barons”; auténticos pillos de frac y quevedos que con
sus manipulaciones financieras amazaron fortunas, a costa de no menos grandes
injusticias.
Theodore
Dreiser describió ese mundo de violencia
en Chicago en sus novelas, y Carl Sandburg inmortalizó la ciudad en su
poesía.
Fue
un movimiento que usó al periodismo como estilo válido en la literatura
“seria”. Ezra Pound estaba en Europa como corresponsal de uno de los diarios
más importantes de Chicago.
Toda
esta manera de ver el arte, de escribir, influenció directamente a los nuevos
escritores y encontraron en ellos guías en el momento y lugar adecuado.
Hemingway,
Fitzgerald, Dos Pasos, Elliot, E.E. Cummings apenas llegados a Europa retomaron
el hilo de esa otra generación, conocieron de primera mano las obras de sus
homólogos ingleses y franceses principalmente, se embarcaron en las ideas del
psicoanálisis para la elaboración de sus trabajos, originaron formas y estilos
propios de lenguaje, cuestionaron el sentido de la vida.
Paralelamente,
una rica cosecha de escritores se levantaba del suelo norteamericano, mientras
unos estaban en Europa otros se quedaron: Katherin Ann Porter, Eugene O´Neil,
Sinclair Lewis, Jhon Steimbeck, William Faulkner.
Todos
estos jóvenes, en ambos lados del Atlántico, enfrentaron en sus obras el mismo
mundo desolador, trataron de llegar a terminos con una “justicia social”
llegando a propiciar ideas izquierdistas, criticaron duramente a su propia
sociedad en decadencia, fueron implacables cuestionadores de la religión y
exploraron sendas en el nihilismo más oscuro.
Fue
por medio del periodismo que el continente americano estaba unido con Europa,
leyendo los artículos que fluían entre ambos mundos y funcionando como vasos
comunicantes se puede entender las abundantes similitudes que resultaron.
A
pesar de la desesperanza presente en algunas de estas obras; la dignidad de los héroes, la pulcritud de la
víctima, los deseos ocultos del alma se transparenta entre la atmosfera de
crisis.
La
mayoría de los personajes principales resultan ser individuos anarquistas,
solitarios y sacrificados, por otro lado, tambien fue exaltado el ente
colectivo, la masa organizada siempre en lucha encarnizada contra la
explotación y la injusticia.
Aparte
del anterior aspecto, reconocemos en esas páginas fundamentalmente al otro
personaje; al perdedor, el fatalista, el que lo arriesga todo en una jugada, un
amor o una ilusión..
Los
jóvenes europeos que experimentaron la guerra en carne propia, vivían en un
continente en renacimiento, las ideas que circulaban en el ambiente venían
cargadas de surrealismo, de perspectivas cubistas, de igualdad social, de
comunismo, tambien surgió un interés enorme por las filosofías orientales, todo
esto en medio de un militarismo creciente, de una alocada carrera armamentista.
La
utopía de una mejor sociedad se levantaba entre la recostrucción de Europa, se
entreveía un nuevo orden mundial con la formación de la Sociedad de las
Naciones, el credo de los capitalista era acabar con la pobresa en el mundo a
través del industrialismo.
Pocas
veces en la historia se vieron a tantos escritores protagonizar eventos claves
de una manera tan directa; desde barricadas, con fusiles en el hombro, en
lejanas y exóticas tierras, en las fábricas, en los tribunales de justicia, en
las corridas de toros, entre la alta burguesía europea.
Dice
el crítico norteamericano Nathan Glick:
“Nadie capturó
mejor que Fitzgerald el dolor lacerante de la vida desperdiciada, en parte
porque su estilo era a la véz espléndido y conmovedor, y en parte porque sus
héroes y heroínas eran tan jóvenes, atractivos y negligentes”.
Quizás
sea éste el aspecto por el cual más se conoce a la generación perdida,
juventudes sin rumbos, generaciones sacrificadas, recursos humanos perdidos.
Malcon
Cowley, vivió aquella época, éste afamado historiador de la literatura
norteamericana, participó en la Primera Guerra Mundial y como muchos otros
compatriotas manejó ambulancias en Francia, estudió en Monpellier y publicó
revistas en París.
Cowley
hizo una acuciosa investigación de aquellos escritores muchos de los cuales
llegó a conocer y a publicar. En su obra
After the Gentle Tradicion (1937),
nos hace ver a un grupo de magníficos intelectuales que no solo trabajaron con
las palabras sino que lucharon sin tregua por sacar a la luz un siglo joven
Pero
querer pretender que la generación perdida fueron sólo unos jóvenes rebeldes en
París, gustosos de aventuras y fiestas, buenos muchachos americanos demasiados
indulgentes con el alcohol y el jazz, marcados por las tragedias de sus vidas
personales, irreverentes críticos de un época, iniciadores de nuevos estilos
literarios, sería contentarnos con la mitad de la historia.
Más
que una generación se trata de una época, de varias generaciones reunidas en un
vórtice de creatividad. Un momento estelar en las letras occidentales. –
saulgodoy@gmail.com


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