martes, 12 de mayo de 2015

Copenhague, martes en la noche


Fue en el mes de septiembre de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, uno de los tantos encuentros de dos de las más privilegiadas mentes del siglo XX, el físico danés Neils Böhr y el joven científico alemán, premio Nobel de Física, Werner Heisenberg, una reunión casi familiar entre profesor y pupilo en casa del primero, ¿El propósito? Retornar las conversaciones sobre la mecánica cuántica y el Principio de Incertidumbre que Werner había desarrollado.
Werner Hesinberg y su fórmula del Principio de la Incertidumbre
Ambos eran de los pocos científicos en el mundo con el conocimiento para avanzar en el desarrollo de la bomba atómica, de hecho, Werner era el científico designado por los nazis para tal propósito, fue una reunión que no pasó inadvertida para los espías de la OSS, quienes ya tenían un plan para secuestrar a Heisenberg y asesinarlo.
Hacía apenas dos años, Heisenberg había viajado a los EEUU para dictar algunas conferencias, fue durante su época de estudiante beneficiado por una beca de la Fundación Rockefeller, sus amigos académicos y el mismo gobierno norteamericano trataron de convencerlo de que no volviera a Alemania, sabían que el nacionalsocialismo lo habían tratado mal, al punto de impedirle que tomara posesión del cargo de catedrático de física de la Universidad de Múnich pues para los nazis, la mecánica cuántica y las teorías de la relatividad eran consideradas físicas y matemáticas “judías”, y aunque él no era semita, su especialidad estaba dentro de las “ciencias degeneradas”.
A pesar de la tentadora oferta en América, Werner decidió regresar, convirtiéndose en un blanco estratégico para los asesinos del cerebro de la Oficina de Servicios Estratégicos (la OSS, antecesora de la CIA), el implacable Will Donovan, quien se tomaba muy en serio la amenaza que había develado un antiguo colega de Heisenberg, el profesor Albert Einstein, en cuanto la factibilidad de que un arma atómica pudiera ser desarrollada por los nazis.
Le escribiría Werner a su joven esposa Elizabeth Shumacher de su visita a Copenhague: “Esta mañana estuve en el muelle con Weizsäcker, tu sabes, allí en el puerto, donde se encuentra la “Langelinie”. Ahora se pueden ver barcos de guerras alemanes anclados, botes torpederos, cruceros auxiliares y cosas por el estilo. Fue el primer día cálido, el puerto y el cielo arriba estaba pintado de un brillante azul ligero. Nos quedamos por un rato cerca de la primera boya de luz, al final del muelle mirando la actividad en el puerto. Dos grandes cargueros partieron en dirección a Helsinor, un barco de carbón atracó, probablemente de Alemania, dos veleros, más o menos del tamaño del que solíamos navegar aquí, estaban alejándose de la bahía, aparentemente en una excursión por la tarde. En el pabellón de el Langelinie comimos, a nuestro alrededor había gente contenta, gente bulliciosa, o por lo menos eso parecían. En general, la gente se ve feliz aquí. En la noche en las calles solo se ve parejas jóvenes radiantes y felices, aparentemente saliendo a bailar, sin pensar en nada más…”
Las cartas describen sus actividades con Böhr y la comunidad científica de Dinamarca, conferencias, explicaciones en los laboratorios, largas horas frente al pizarrón elaborando ecuaciones, pero dejaba en una nota de misterio las largas conversaciones que sostuvo con su maestro al filo de la medianoche, a quien le gustaba conjugar la política con los adelantos científicos, y estas eran importantes ya que eran ellos los que estaban rompiendo los paradigmas, los límites de la ciencia conocida.
Estaban en guerra y sus trabajos tenían un giro sombrío, para algunos políticos el esfuerzo de décadas en la física pura y las matemáticas complejas solo tenía utilidad si lograban desatar la furia del sol en la tierra... fue la misión de Böhr tratar de convencer a su pupilo de que el uso bélico de sus investigaciones era inmoral y diabólico, sabía de lo que el joven físico, ahora encargado del desarrollo de armas atómicas para el Reich, era capaz y de lo que la maquinaria de guerra nazi podía lograr con aquellas ideas.
Escribió Werner ese martes en la noche: “… Böhr y su familia están bien; el, a envejecido poco, sus hijos han crecido. La conversación pronto versó sobre los asuntos humanos y los tristes eventos de nuestros días; en asuntos de política me sorprende, que un hombre tan extraordinario como Böhr, no pueda separar de su pensamiento sentimientos y odios. Pero probablemente uno no deba separarlos nunca… Estuve sentado con Böhr conversando, él y yo, por largo tiempo; luego de la medianoche me acompañó a tomar un tranvía…”

Se ha hecho películas, escritos novelas, obras de teatro y magníficos ensayos sobre aquella mágicas noches en Copenhague, de unos genios que ponderaron como filósofos asuntos que solo competían a Dios, quizás por ello, y en opinión de algunos expertos, fue el mismo Heisenberg quien se encargó de retrasar y entorpecer los esfuerzos por conseguir la bomba, de hecho el programa atómico nazi siempre fue una prioridad de segundo orden para Hitler.
Al final de la guerra Heisenberg estuvo confinado en Inglaterra con otros científicos alemanes, en la prisión se enteró del lanzamiento de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki que sus colegas, del Proyecto Manhattan, en Los Álamos, sí habían construido.
Se le siguió juicio y salió libre, sin cargos. Regresó a su patria y siguió cosechando éxitos en sus investigaciones sobre las teorías de la hidrodinámica de las turbulencias, el núcleo atómico, ferromagnetismo, rayos cósmicos y partículas subatómicas, nunca se enteró de que el plan para asesinarlo falló en Zurich, cuando su verdugo no tuvo el valor de dispararle durante una conferencia en 1944.
Años más tarde, en 1963, en su libro Física y Filosofía relata: “Recuerdo las discusiones con Böhr que duraban muchas horas hasta muy tarde en la noche y terminaban en el desespero; y cuando al final de la discusión me iba a caminar a un parque vecino, me repetía la pregunta una y otra vez: ¿Puede la naturaleza ser tan absurda como aparecía en nuestros experimentos atómicos?”
Fueron quizás las conversaciones más importantes de su siglo, extrañas, sobre una física que solo un puñado de hombres podían comprender y con unas consecuencias aterradoras si se le daba el uso bélico que a Werner le habían ordenado conseguir; no contaban con el viejo Bhor, el apasionado danés que abogó, en esas estrelladas noches en Copenhague por la vida. – saulgodoy@gmail.com





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