(Éste artículo fue publicado el 03-03-2014 en el Llanero Digital)
A las
5pm llegamos a Plaza Altamira, en Caracas, uno de los sitios de concentración
de los estudiantes que protestaban contra el gobierno de Nicolás Maduro; las
razones eran varias, entre ellas la brutal represión del gobierno a la
manifestación pacífica, al intentar acallar la protesta, obligando a pedir
permisos, prohibiéndola, generando los chavistas sus propios actos públicos,
para entorpecer y desplazar a los muchachos, al aplicarles el blackout informativo a sus eventos, de
modo que nadie se enterara de sus reclamos, y hasta interviniendo la señal de
internet y de telefonía, para hacer lento el envío de mensajes… la toma de vías
públicas era una medida desesperada, y estaba funcionando.
Llegar
a nuestro destino fue complicado, las calles estaban trancadas con basura,
troncos de árboles, alcantarillas, que la gente ponía para contribuir con la
causa de los jóvenes y evitar el paso de los saboteadores de oficio, conocidos
como “colectivos”.
Tomamos
rutas alternas - “caminos verdes”, les decimos - teníamos que atravesar la
ciudad del sur al norte, para luego virar hacia este; a esa hora, ya muchas
avenidas estaban cerradas y el tráfico vehicular colapsado.
Pasamos
por la Plaza Venezuela, un lugar céntrico al norte del río Guaire, había
bastante gente en la calle, muchos negocios estaban cerrados, uno de los
muchachos que me llevaban a la protesta me advirtió
- Mosca! ésta es zona de colectivos…
Y
efectivamente, en una esquina, estaba un grupo de motorizados, algunos con
camisas rojas, otros con las franelas estampadas con la mirada amenazadora de
Chávez, conversando entre ellos; tres sujetos se habían apostado un poco más
adelante, escrutando atentos a los carros que pasaban, y se quedaron mirando
fijamente a nuestra camioneta. Yo era la persona más adulta del grupo, los
saludé para disipar su desconfianza, lo menos que deseaba era un encuentro
temprano con esos paramilitares chavistas.
Seguimos
rumbo hacia el norte buscando La Cota Mil, a las faldas del cerro El Ávila.
Había
nerviosismo y expectativa dentro del auto, me llevaban a realizar un reportaje
sobre lo que estaba sucediendo con la protesta estudiantil, fui contactado por
este grupo de universitarios, que sabían de mi existencia por mis artículos y
querían llevarme para que viera lo que estaban haciendo y porqué; querían que
escribiera algo, necesitaban dejar registro de lo que estaba sucediendo, el
mundo entero tenía que enterarse, el sacrificio de las vidas de los estudiantes
asesinados y torturados por el gobierno no podía quedar olvidado.
Algunos
de los jóvenes revisaban sus mascaras antigases, que no eran otra cosa sino
mascarillas de pintor desechables, otros buscaban, en sus móviles, los últimos
reportes del frente de batalla.
-En las Mercedes hay 15 detenidos, los están
bombardeando con gases… todo está lleno de humo.
Me
enseñó las fotos y la verdad era que sólo se veía edificios, en medio de una
espesa nube blanca que parecía salir del piso. Ese día había dos objetivos: Las
Mercedes y Altamira; el plan de los manifestantes era llegar hasta la autopista
Francisco Fajardo y trancarla, nada menos que la principal arteria vial
este-oeste de la capital.
La
Cota Mil estaba despejada, la música hip
hop que escuchábamos era enervante, se nos adelantaron varias patrullas y
ambulancias en silencio, varias salidas de la avenida estaban cerradas, efectivos
de la policía hacían señas a los conductores para que continuaran. Afortunadamente, la entrada de Altamira
permanecía abierta, y pronto estábamos bajando por la Avenida Luis Roche, hacia
nuestro destino. En el trayecto, pude ver personas con vestimenta deportiva,
que bajaba de El Ávila, dueños paseando a sus perros, avizoré una enorme fila
de gente haciendo cola ante una farmacia, que tenía las puertas cerradas y
atendía por una ventanita, la escasez de productos era general ya no sólo de
supermercados, eran comunes las colas de personas en las ferreterías, en las
librerías escaseaban los buenos libros, también faltaban medicinas, repuestos
de automóviles… estábamos viviendo en una economía de guerra.
La
policía de Chacao dirigía el flujo de vehículos, que era lento, los
restaurantes de lujo de la zona, aunque cerrados, tenían clientela, esto se
deducía de la cantidad de autos aparcados al frente; vimos un grupo de escoltas,
en sus motos, fumando y conversando, mientras esperaban a sus jefes que, de
seguro, estaba dentro del local, libando y comiendo con clientes o amigos, por
supuesto, eran altos funcionarios públicos, de los pocos que se podían permitirse
aquel lujo en tiempos de hiperinflación.
Luego
de varios intentos, conseguimos puesto en un estacionamiento, casi todos
estaban cerrando por miedo a que las cosas, en la plaza, se salieran de control. Nos unimos a un torrente de gente, la mayoría
jóvenes, que bajaban a pie. Noté que los carritos de perrocalientes y hamburguesas
estaban llenos de comensaless, muchas motos, manejadas por civiles, se
mezclaban en la calle; al cabo de una cuadra, el olor a gases lacrimógenos me
asaltó el olfato, empezaron a aparecer las barricadas con basura y cauchos
ardiendo entre los escombros acumulados, también empecé a escuchar las
detonaciones.
Los
jóvenes se preparaban para lo que habían venido a hacer, algunos se ponían una
pasta blanca en el rostro (un antiácido, para evitar las irritaciones), otros
empapaban los pañuelos con vinagre para ayudarse a respirar, unos hacían
calistenia para calentar los músculos (principalmente, para tirar piedras y
correr), un grupo preparaba sus “smart-phones”
para dejar constancia, en fotos y grabaciones, de sus intervenciones de ese
día.
Al
entrar a la Plaza Altamira se reveló el espectáculo en toda su magnitud, había
una muchedumbre moviéndose en diferentes direcciones, el ruido era
ensordecedor, unas muchachas golpeaban con piedras los postes metálicos del
alumbrado público, se escuchaban atronadoras cornetas e insistentes pitos, las
bocinas de las motos, el ruido del helicóptero militar que sobrevolaba la zona,
el lejano ulular de las patrullas, los gritos de consignas como “Maduro, vete
ya”, y una profusión de máscaras, como la del personaje de la película “V de
venganza”, todo entre una decena de fogatas y el envolvente y tóxico humo de
cauchos quemados y gases antimotines.
El obelisco
que distingue a la plaza me parecía ahora extraño, como un monumento alienígena
en el punto central de aquella congregación de jóvenes con los rostros ocultos
por pañuelos y mascaras antigases, casi todos portando morrales y gorras,
algunos sin camisa.
Era
un espectáculo desconcertante con su propia y aleatoria coreografía, los
estudiantes presionando por llegar a la autopista Francisco Fajardo, hacia el
sur, y la Guardia Nacional empujando a la multitud hacia el norte… en el medio
esos vórtices de gente, que veces caminaban y en otras ocasiones corrían, sobre
nuestras cabezas, se veía ese intrincado tejido de las trazas de humo, que
desprendían los proyectiles de gases y que explotaban cuando descendían,
dividiéndose en tres bombas que se dispersaban sobre el terreno.
-Vean para arriba…- gritaba alguien,
alertando a la gente sobre las bombas que caían, la gente se apartaba y
entraban algunos jóvenes, rápidamente y con guantes de carnaza, para tomar las
bombas y arrojarlas, de nuevo, hacia donde estaba la guardia o hacia al espejo
de agua de la plaza, para neutralizarlas entre el entusiasmado aplauso de los
presentes.
-Los contenedores de los gases se “superenfrían”
cuando los disparan, si los tocas con la mano, te queman- me instruyó uno
de mis acompañantes, que no me dejaba solo- lo
más peligroso es que te caigan en la cabeza.
Los
muchachos de ojos llorosos subían de los alrededores de la Torre Británica, donde
estaba la línea de batalla, algunos escupían baba, otros vomitaban, e inmediatamente
eran atendidos por muchachas que, con potes de agua, les lavaban la cara y los
acostaban en el suelo, para que se recuperaran; una muchacha inconsciente fue
llevada en brazos a un puesto de salud del municipio.
Un
muchacho de barba, que subió corriendo hasta donde estábamos, con la mascarilla
en la frente, gritaba - No se queden aquí,
hay que bajar… tenemos a un grupo de compañeros atrapados allá abajo… hay que
rescatarlos… vamos, no se frenen… luchamos por Venezuela, 14 años de tiranía es
suficiente…
La
arenga funcionó, una nueva corriente de jóvenes emprendió su ruta hacia la avenida
Francisco Fajardo, donde se levantaba una espesa cortina de humo. Me impresionó la cantidad de chicas bellas
que estaban luchando ese día, hombro a hombro, con los muchachos, castigando a
la Guardia Nacional y siendo castigadas por ellos, en igualdad de condiciones y
llenas de un valor que arrugaba el corazón, ¿Sus padres tendrían alguna idea de
lo que estaban haciendo sus hijas en ese momento?
-Tenemos que bajar, Saúl- me dijo mi
contacto- tenemos que ver el frente, para
que cuentes lo que allí pasa… te consigo una máscara…
Efectivamente,
a los pocos momentos volvió con una máscara antigases, de esas que usan los
bomberos industriales, amarilla, de hule aceitoso, con dos grandes vidrios por
ojos y un filtro horizontal sobre la boca; cuando me la puse, la capucha me
cubría hasta los hombros y mi aspecto debió ser el de un extraterrestre, pero
allí nadie se fijaba en esas cosas.
Tres
jóvenes me sirvieron de escolta hasta la avenida; sorteamos las barricadas y
una lluvia de bombas lacrimógenas, es sumamente difícil caminar entre escombros
en el medio del humo y estar pendiente de lo que te cae del cielo, al llegar a
la acera opuesta corrimos hacia la Torre Británica mientras escuchábamos a
nuestras espaldas el coro de cien gargantas enardecidas “Quienes somos, estudiantes, que queremos, libertad”, allí pude ver,
por primera vez, el piquete de la Guardia Nacional Bolivariana, dispuesto como
una pared de escudos que me recordó las formaciones de las legiones romanas,
los muchachos les lanzaban piedras, que rebotaban con furia en los escudos
plásticos de alta resistencia; detrás de la línea de guardias había dos
tanquetas antimotines.
Unos
guardias de avanzada, que en grupos de tres se movían entre los edificios, eran
los que disparaban las bombas lacrimógenas, llevaban colgando un saco cargado
de proyectiles; los jóvenes me habían informado que cada bomba costaba 30
dólares, que eran hechas en Brasil, según mi improvisada cuenta, en los quince
minutos que había permanecido en la plaza, se habían gastado no menos de 25.000
dólares en bombas, el sonido de las detonaciones era continuo, pareciera que
había algún tipo de cañón que las disparaba en seguidillas, y pensé en el
negociado que había detrás de aquellas compras militares y en las cantidades de
dinero que se habían pagado en comisiones, una fiesta para los corruptos.
Nos
unimos al grupo de estudiantes que estaban en primera línea, no había rastro de
los muchachos atrapados, la guardia avanzaba, paso a paso, detrás de sus
escudos protectores; nuevamente, fuimos precedidos por un número indeterminado
de núbiles guerreras, que estaban allí arriesgando el pellejo frente a los
ejércitos de la noche, esos que no respetan ningún derecho humano al momento de
reprimir, muchachas apenas salidas de la adolescencia, fajadas, como las
buenas, sin miedo, “mentando madre”, retando a pedradas a aquellos monstruos,
sirvientes del fascismo más primitivo; era conmovedor verlas luchando por su
futuro, por una idea de patria que nada tenía que ver con la del comunismo que
nos robaba la libertad, eran chicas tan arriesgadas que daba miedo verlas,
inspirando a los muchachos y sirviéndoles de acicate para cometer actos tan
valientes y tontos como el de patear la pared de escudos, a riesgo de que le
dispararan con las escopetas que aparecían sin aviso, nunca vi que las dejaran
solas.
De
pronto la línea de escudos se abrió y salieron los motorizados, dos guardias
por cada moto, vestidos de robocop, el parrillero blandiendo la escopeta, una
veintena de aquellos monstruos bicéfalos y rugientes se nos vinieron encima. Al
grito de “Vienen las motos!” la
estampida hacia la plaza fue asombrosa.
Corrimos
como pudimos, en medio de unas bombas que giraban en el suelo con un silbido
infernal y descargaban su gas fétido. Nos metimos en el primer callejón que
encontramos y resultó ser un acceso de servicio entre dos edificios, allí nos
encontramos con dos Guardias Nacionales, que estaban escondidos detrás de un
contenedor de basura.
Creo
que los guardias estaban tan asustados como nosotros, uno de ellos corrió y
huyó, el otro fue bloqueado por el más fornido de mis acompañantes y se trabaron
en una lucha cuerpo a cuerpo; entre todos le quitaron al guardia su máscara de
gas y, cuando lo estaban golpeando en el suelo, los separé.
Entonces
me di cuenta de la tragedia de aquella situación, vi al estudiante, con el
rostro desencajado por la rabia, y vi el rostro moreno e aindiado del joven
guardia nacional, asustado y llorando, ambos debían tener la misma edad; así
entendí la perversión de este gobierno, que obliga a sus jóvenes a enfrentarse
hasta la muerte, por preservar o defenderse de una ideología inhumana, a nombre
de una revolución que sólo está en sus mentes enfermas, por perpetuarse en el
poder y seguir medrando de los recursos del país ¿Y eso para qué? ¿Para ver
morir a nuestros hijos?, constaté que los estudiantes tienen razón, que el
sacrificio es necesario, con toda razón los jóvenes claman es ahora o nunca, un
gobierno así no puede perdurar ni un día más.
Soltamos
al guardia, nos volvimos hacia la avenida, que había quedado sola, y regresamos
a la plaza. Para ese momento, ya estaba sudando a chorros, los visores de la
máscara estaban empañados, tenía unas ganas enormes de vomitar, compartía con
mis acompañantes el miedo de que, en cualquier momento, surgiera del humo
alguna moto y nos atacaran, la plaza estaba sola… el costo físico que implicaba
mantener este tipo de protesta era enorme para los muchachos, era extenuante.
Cuando llegamos cerca de una de las bocas del Metro, me saqué la máscara, casi
asfixiado; en ese momento, ya caía la tarde y apareció de la nada un hombre,
flaco y moreno, con una cavita de anime en la mano. -Fresco, agua… está fría, profesor… ¿Le doy una?...
Reí y
lloré al mismo tiempo, fueron los gases, el susto, un nudo me apretaba la
garganta al ver como estaba mi país. – saulgodoy@gmail.com
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