Para
los anglosajones el stand-up comic, o las rutinas de los humoristas que toman
las tablas y se presentan en vivo ante una audiencia, es una tradición de larga
data, no así en Latinoamérica donde debemos tener menos de un siglo con esta
modalidad de espectáculo; recuerdo que fue Argentina, durante la época dorada
de la industria cinematográfica y con el cómico Luis Sandrini, el flaco, que
tenía en su haber varias películas cómicas exitosas, hacía sus presentaciones
en las boîtes de los hoteles del
continente, haciendo reír a la gente con sus disparatadas historias.
Para
1866, en Norteamérica, uno de mis escritores favoritos, Samuel Clemens, mejor
conocido como Mark Twain, decidió probar suerte en New York con sus
presentaciones, ya contaba con un nombre en el periodismo, y con un reciente
éxito en las salas de San Francisco, como humorista.
Twain
tenía un bagaje de aventuras y caminos que lo llevaron de ser un piloto con
licencia de barcos en las traicioneras aguas del rio Mississippi, pasando como
renegado confederado de un grupo de rebelde que nunca encontró su ejército, con
su hermano mayor Orion, nombrado por el presidente Lincoln como secretario del
estado de Nevada, conoció el territorio indio y luego los violentos pueblos que
surgieron durante la fiebre del oro
Durante
su estada en la costa oeste, Twain se había especializado en el periodismo de
viajes, tenía 31 años y ya había recorrido por buena parte de los EEUU,
incluyendo las islas de Hawaii, de allí se había traído un exitoso recuento de
su visita a las islas Sandwich, favorito de sus lectores en la publicación Alta
California, y del cual elaboró una presentación en público, esta actividad se
llamaba en aquel tiempo, lectores de plataforma y logró cerca de 100
presentaciones de mucho éxito.
En
una de estas apariciones que hizo en la ciudad de San Louis y para ilustrar las
costumbres de los nativos, prometió devorar a un niño ante el público, si
alguna de las damas presentes fuera tan generosa como para voluntariamente,
ofrecer la criatura para la ocasión.
Para
ese año el lector de plataforma más famoso en Norteamérica era Artemus Ward, un
humorista que llenaba las mejores salas en América y Europa con sus
presentaciones, fue amigo y mentor de Twain y le escribió varias cartas de
presentación para sus amigos y asociados en New York.
Twain
tenía una ventaja sobre Ward y era que mientras al cómico le escribían sus
rutinas, Twain era su propio escritor, pero la experiencia de Ward, su maestría
para manejar su acto era impecable, mientras que Twain todavía se ponía
nervioso ante su audiencia, pero estaba dispuesto a aprender y seguía muy de
cerca a ese otro gran orador y predicador Henry Ward Beecher a quien visitaría
en la iglesia de Plymouth en Brooklyn para aprender de sus trucos de oratoria.
Twain
tenía un estilo muy propio de presentarse, su aspecto de sureño lo resaltaba
con sus trajes claros, sus bigotes chorreados, sus ojos pícaros y su melena
enmarañada, tenía una voz gruesa y bien timbrada, propio de bebedores de
bourbon, lo que más resaltaba y gustaba era su típico acento, muy marcado, casi
musical, las historias que contaba lo hacía con un estilo lacónico que
contrastaba con lo absurdo de las situaciones que refería y que arrancaba
carcajadas del público mientras Twain la desgranaba con su rostro de palo.
Para
la investigadora Judith Yaross Lee, en su ensayo, Mark Twain como stand up comic, dice que el aspecto fundamental de
estas presentaciones son narraciones que aparentan ser vivencias personales del
humorista, usualmente monólogos que vienen de un personaje interpretado por el
cómico, personaje que debe ser realistamente asumido como existente en el
escenario, esto para poder establecer esa comunicación directa, espontánea,
auténtica que va a permitir ese intrincado juego de acción y reacción entre el
interprete y la audiencia.
Según Yaross: “la
mayor parte del humor de Twain se basaba, en sus presentaciones tempranas, en
su presencia en las tablas. Típicamente
se burlaba de sí mismo incluso antes de empezar su monólogo, entraba al
escenario de manera torpe, o exagerada; entonces empezaba a utilizar una
combinación de información en su mayor parte absurda, se ridiculizaba,
aparentando lentitud mental por medio de expresiones faciales de asombro o de
regocijo como respuestas a sus propias bromas, tenía la tendencia de usar sus
mejores líneas como si se le hubieran ocurrido al momento, percatándose de lo
que había dicho junto a su audiencia. Alternativamente se aplaudía a sí mismo
como si fuera un niño… mantenía una seriedad absoluta sobre las cosas graciosas
que decía, y se manifestaba confundido cuando la gente se reía de lo que había
dicho.”
Sus historias siempre tenían moralejas, en principio
aparentaba ser una persona de mucha moral y de firmes creencias religiosas pero
no dudaba en utilizar las vivencias y situaciones de los ladrones y los
esclavos de Mississippi, de las comunidades mineras de California, de los
vaqueros de Nevada, de los mormones de Utha, pero por sobre todo de los marinos
y aventureros de los pueblos que conoció
en su juventud, su recreación de los personajes eran vívidas casi gráficas y
sacados de los filones de la sociedad de apostadores y granujas de la Norteamérica
profunda.
Se
dio cuenta que su trabajo de escritor se conjugaba perfectamente con la de
humorista en las tablas, ambas actividades se retroalimentaban, la gente salía
de sus presentaciones con ganas de leer los artículos y libros del escritor, y
sus libros podía publicitarlos en sus presentaciones, lo que le reportaba
ganancias extras nada despreciables.
Y
como todo artista que quería llegar al éxito, la ciudad de New York era la meca
a conquistar, de modo que con un contrato de corresponsal de la publicación Alta California en el bolsillo, donde le
pagaban sus cartas semanales desde New york a 20 dólares cada una, preparó sus
maletas y tomó el barco que lo llevaría al sur, por las costas de México hasta
San Juan del Sur en Nicaragua, de allí cruzaría el istmo en mula, carreta y
bote hasta Greytown en la costa este, donde tomaría otro barco hasta New York,
si todo iba bien, si no encontraban tormentas, o se echaba a perder el motor, o
había epidemias y si la había epidemia, tenía que contar el tiempo de
cuarentena, si todo iba bien el viaje de San Francisco a New York lo hacían en
algo menos de cuatro semanas.
El
viaje fue un desastre, perdieron la vida ocho pasajeros, una buena parte
víctimas de la malaria durante la travesía por las selvas y lagos de Nicaragua,
todos los barcos tuvieron problemas con los motores, tuvieron que hacer
cuarentena, llegó a New York un frío 12 de enero de 1867.
Twain
ya había conocido a New York donde había trabajado en una imprenta y hecho
trabajos menores de periodismo, ahora volvía a una ciudad pujante con el puerto
más activo de Norteamérica, Wall Street se había hecho un poderoso lugar para
las finanzas durante y después de la guerra civil, los palacetes de estilo
italiano y las nuevas mansiones de la Quinta Avenida hablaban de las grandes
fortunas de la ciudad, sus imprentas e editoriales florecían, era el centro de
publicaciones más importante de la nación, no era el emporio intelectual que
era Boston, pero era el lugar donde la cultura popular se manifestaba con mayor
fuerza.
Cerca
de 10.000 bares y tabernas, un millón y medio de habitantes ya la catalogaban
como la
ciudad más grande y con ello, cinco periódicos de gran tiraje y algunos de distribución
nacional, cerca de una docena de teatros de lujo que en palabras de Justin
Kaplan, autor de la obra Mr. Clemens y
Mark Twain, uno de los mejores biógrafos de Samuel Clemens, variaban de
número dependiendo de los incendios que regularmente se desataban en la ciudad.
Las
atracciones y presentaciones eran variadas, desde “shows de piernas”,
melodramas, circos, donde destacaban las presentaciones de Barnum’s Happy Family, números musicales de todo tipo, actos de
magia, malabaristas, los cómicos eran apenas números de relleno entre actos,
pero ya estaban registrando popularidad los humoristas de plataforma
aprovechando la popularidad de las lecturas que hacían los consagrados
escritores de la literatura seria en clubes privados, hoteles, salas de
recepciones, universidades y banquetes donde eran invitados.
Twain
estaba en el lugar preciso en el momento justo, pero como todo principiante
abriendo un nuevo mercado y cautivando un nuevo público, estaba aterrado, en
California le habían advertido que el humor de la costa este variaba con mucho
al de California, era más culto, más comedido, utilizaban el idioma de manera
distinta con otros giros y modalidades.
Fue
en varias ocasiones a escuchar a su predilecto conductor de audiencias, el
destacado predicador Henry Ward Beecher, uno de los hombres más célebres de la
nación que muy pronto estaría involucrado en una de los escándalos más
notorios, un juicio por adulterio con una de sus feligreses.
Ward
era sin dudas el mejor orador del país y Twain lo estudió meticulosamente,
tomando notas de su estilo y de lo que él llamaba, “su pirotecnia”, escribió
Samuel de un día que lo vio en su iglesia ante la sala a reventar: “El marchaba de un lado a otro del
escenario, moviendo sus brazos en el aire, arrojando sarcasmos aquí y allá,
descargando cohetes de poesía, haciendo explotar cargas de profundidad llenas
de elocuencia, deteniéndose de pronto para enfatizar un punto, zapateando tres
veces para recalcarlo ”.
Luego
de aquello vívidos sermones de los domingos en la mañana, que dejaban a su
audiencia cautivada y electrificada, y a él agotado y sudando, se iba a su casa
donde siempre se rodeaba de invitados distinguidos para almuerzos opíparos y
largos, de los cuales tuvo la fortuna Twain de ser, en varias ocasiones, un
comensal, incluso Ward lo convenció de que hicieran un viaje juntos que su iglesia
estaba preparando para visitar las Tierras Santas, sería un crucero de lujo con
lo más granado de sus seguidores, gente de mucho dinero.
Twain
se trazó un plan para su presentación inaugural en New York, logró colocar sus
artículos sobre las islas Sandwich en el New
York Weekly con una circulación de 100.000 ejemplares, sus editores
publicaron su intención de hacer unas apariciones públicas lo que le resultó,
en publicidad gratuita.
Igualmente
aprovechó la salida de su nuevo libro, El
celebrado sapo saltarín del Condado de Calaveras y otras historias, que
estaba seguro sería un éxito en las librerías para promocionar paralelamente su
aparición como humorista en las tablas.
Su
amigo Frank Fuller fue su productor para la ocasión y logró el patrocinio de
200 californianos que vivían en New York, con lo que decidió utilizar el teatro
para oradores más grande la ciudad, el Great
Hall, donde políticos como Lincoln habían dado sendos discursos, Fuller
puso 500 dólares de su propio bolsillo para asegurarlo para la noche del 6 de
Mayo, en la que el gobernador de Nevada personalmente iba a introducir a Mark
Twain al público.
Todo
iba de maravilla hasta que empezaron a surgir presentaciones que competían esa
noche con la aparición del stand up comic, en la sala Irving se presentaba el senador Schuyler Colfax, speaker of the house en el Senado en
Washington, uno de los candidatos en las elecciones presidenciales.
El
cantante italiano Adelaide Ristori, interpretaría su concierto de despedida,
que aunque su repertorio era todo en italiano, era muy popular en la ciudad. Y
en la Academia de la Música presentaban un troupe
de acróbatas, magos y contorsionistas japoneses.
Las
hojas promocionales del espectáculo yacían casi completas en los omnibuses, las
invitaciones especiales, la mayoría regresaron con excusas de no poder asistir,
el gobernador de Nevada se excusó por fuerza mayor, los tickets de 50 centavos
cada uno, se conservaban íntegros en los hoteles y tiendas donde los vendían…
el desastre era inminente, pero no había vuelta atrás, la suerte estaba echada.
Fuller
tuvo que recurrir a una estratagema, tomó los tickets que no se habían vendido
y los repartió gratuitamente entre los profesores de las escuelas en New York,
pensaba Fuller, que sería un público a la altura de Twain, inteligente, instruido,
una audiencia de clase como pocas en New York, si tenía éxito con ellos, lo
demás vendría solo.
Esa
noche tuvo un lleno total en el teatro aunque solo recogieron 35 dólares en
taquilla, hizo su propia introducción y por hora y cuarto que duró el
espectáculo, Twain se metió la audiencia en un bolsillo, las carcajadas del
público se encadenaban unas tras otras probando el nuevo dominio que tenía de
la escena y del manejo de la psicología de su público, los críticos de los
principales periódicos invitados, solo tuvieron elogios para el nuevo
humorista, que de seguro, desbancaría al mismísimo Artemus Ward, una nueva
estrella había nacido. Así fue el inicio
de una larga y exitosa carrera como stand
up comic de uno de los más grandes escritores norteamericanos. –
saulgodoy@gmail.com
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