Cuando
una persona se detiene ante una obra de arte, sea esta de cualquiera de las
expresiones y materiales que se utilizan en el mundo actual, de cualquier
estilo, con el tema que se les ocurra, incluyendo el carecer de tema; cuando el
observador trata de abarcarla en su belleza o significado, en su mensaje o
forma, las primeras herramientas de las que se vale al percibirla son las que
sabiamente señaló George Steiner en su inestimable y pequeña obra En el castillo de Barba Azul. Dijo
Steiner: “Lo que nos rige son las
imágenes del pasado, las cuales a menudo están en alto grado estructuradas y
son muy selectivas, como los mitos. Esas imágenes y construcciones simbólicas
del pasado están impresas en nuestra sensibilidad, casi de la misma manera que
la información genética. Cada nueva era histórica se refleja en el cuadro y en
la mitología… Cuando éstos no están naturalmente presentes, cuando una
comunidad es nueva o se ha reagrupado después de un prolongado intervalo de
dispersión o sometimiento, un decreto intelectual y emocional crea un tiempo
pasado necesario a la gramática del ser.”
Lo
primero que buscamos, aún sin saberlo, es a qué se nos parece eso que vemos;
qué, en nuestro archivo mental, es semejante y, una vez ubicado, no importa
cuán lejano el parecido, le asignamos unos valores… de allí partimos.
Y
eso sucede en todas las artes: plástica, música, teatro, literatura, cine,
fotografía, danza… siempre hay algo en lo cual referenciamos aquello que
estamos percibiendo y que ya está en nuestra experiencia; de no ser así, no hay
manera de que pase ese umbral del reconocimiento, y muy probablemente, o sea
ignorado o, simplemente, ni siquiera sea percibido.
Es
como si tuviéramos un radar, lo que no aparece en el radar no existe.
Y
la realidad es que una buena parte del arte contemporáneo no existe para
muchísimas personas; las obras que se presentan se alejan cada vez más de esa
red referencial del común de las personas y apenas obtenemos algún lejano eco,
si acaso.
Las
personas que son instruidas, viajadas e informadas, aquellos que están insertos
en el proceso de la globalización, componen el público crítico que encuentra un
significado o, al menos, un gusto por ese arte contemporáneo, para el que hay
que tener cierta comprensión, tanto de lo que quiere decir como de donde se
origina; entonces adquiere valor, valor en el conocimiento, en el placer
estético y, por supuesto, valor económico. El arte contemporáneo se ha
convertido en unas de las parcelas de más alto crecimiento económico en el mundo se utiliza como
inversión, como instrumento de canje y como protección a los procesos
inflacionarios.
Pero
hay otro público que se conecta a otro nivel, mucho más básico y poderoso, con
ese nuevo arte, y es la pura energía que se genera por medio de efectos
lumínicos, cinéticos, de textura, de volumen o por el simple efecto de “shock”
causado por su contenido, que de alguna manera libera sentimientos o desplaza
equilibrios en un público que no sabe poner en palabras lo que le conmueve pero
que, sencillamente, se conmueve.
Se
trata de un universo bastante difuso, donde la moda, la decoración, el
espectáculo, el impacto visual, la complejidad de ritmos y variaciones, el
futuro y lo futurible se confunden en crítica, burla, exaltación, creación pura
de las distintas realidades humanas.
En
la 20a bienal de Arte de Sidney, Australia, que culminó hace pocos meses este
mismo año, su lema era “El futuro ya está
aquí… pero sucede que no está bien distribuido”, y para varias de sus
“Embajadas
de pensamiento” u órdenes temáticos, tenían a varios autores de
ciencia-ficción, como William Gibson y Stanislaw Lem cuyos textos servían de
inspiración a las propuestas.
Las
variantes de tecnologías de punta, de cosmogonías que apenas salen de
laboratorios de investigación, de sucesos humanos incomprensibles, como terrorismo,
cambio de sexo, transhumanismo, inteligencia artificial, ingeniería genética, migración,
se confunden en un flujo y reflujo de imágenes y sonidos que pueden embotar los
sentidos.
La
multiplicidad mediática, la marea incontrolable de información que cada día nos
arropa, el multiculturalismo, la sempiterna violencia, ahora masiva y con
incontables víctimas, guerras que no son guerras, hambrunas que no son
hambrunas, la escalada poblacional y el hacinamiento de las grandes urbes, la
escasez de recursos… hay una serie de elementos claramente postmodernos que nos
confrontan con un mosaico cultural de extraordinaria complejidad que es
recogido por el arte, transformado y entregado en lenguajes a veces crípticos,
o en metáforas de impresionante escala como algunas esculturas públicas.
Hal Foster
(2010) resume la categoría de “Arte Contemporáneo” diciendo que no es algo nuevo. Lo que es nuevo es el sentido de su variedad;
muchas de sus manifestaciones parecen flotar libres de todo determinismo
histórico, de definición conceptual y de juicio crítico.
Ya
no se trata de elementos psicológicos, de transcendentalismo, o de momentos de deja vù como los que producía el arte
del siglo XX; ahora los montajes en galerías y museos son parte de un entramado
de atmósferas, de puestas en escena dignos de un plató de Hollywood, con
efectos especiales, música incidental y espacios diseñados para provocar
emociones.
El
Arte Contemporáneo es un estado de flujo continuo, donde las viejas jerarquías
y categorías se resquebrajan ante una avalancha de cambios e impresiones
culturales que aparecen sin parar, fertilizándose entre ellas y produciendo
nuevas formas de producción, contenidos que obligan a revisiones y escrutinios
de partes de la sociedad que antes no tenían participación.
Tenemos
el arte de las calles, el arte de espacios públicos y ecológicos, espectáculos
inmensos como conciertos, fiestas rave,
happenings que convocan una masa de
gente que es al mismo tiempo público y
parte del espectáculo; ahora las cámaras en los drones nos ubican en pantallas gigantes entre los intérpretes, nos
hacen parte de esos millones de pixels
que se transmiten vía internet y se hacen realidad virtual al otro lado del
mundo, en tiempo real, donde somos exhibidos como parte de un montaje.
Otros
salones nos invitan a la serenidad y al relajamiento, en obras que parecen
laberintos monocromáticos de luz y sombra, paseándonos por jardines
industriales, revelándonos composiciones fotográficas de seres unicelulares en
medio del sopor de un cuarteto de música minimalista, entre lánguidas y
espigadas camareras que ofrecen degustaciones de mini porciones de comida
molecular.
Sabemos
que el arte ha cambiado cuando nos encontramos formando parte de una multitud
desnuda para la cámara de un artista asiático en un parque de una gran ciudad,
u observando cómo se sostienen del alto techo vehículos automotores guindando
de cables, entre luces estroboscópicas, simulando el estallido de una poderosa
bomba en un atentado.
Las
instalaciones no tienen ahora límites, se valen de inmensos edificios abandonados
para hacernos pasar de sala en sala, confrontando un arte que asemeja escombros
¿o son escombros ready-made,
semejando arte?
Quien
tenía por referencia las salas de los clásicos museos del ahora lejano siglo XX
no tienen manera de medir los impactos del nuevo arte; confrontamos obras de gran
formato que sólo pudieron entrar a la sala de exhibición por un techo
desmontable y con ayuda de grúas, o enormes esculturas de animales en medio de
avenidas transitadas, o monumentales niños saliendo del agua entre canales.
Los
museos, curadores, galeristas están obligados a ser creativos para manejar,
exhibir, preservar, registrar, mucho de este nuevo arte, que consume decenas de
terabytes en sus presentaciones, que obliga a una logística casi militar para
hacer los montajes, que empuja al público a pensar sobre lo que están viendo…
muchas de estas obras ya no son estáticas e inamovibles, ahora se trata de
procesos, actos relacionales que incluyen al observador, flujos de
acontecimientos múltiples que llegan simultáneamente de diversas partes del
mundo.
¿Y
cómo se valora este arte? ¿Cómo consiguen el financiamiento? Hay alguien que
les asigna valor y precio a estas obras, razón por la cual pueden ser
presentadas, no una sino varias veces; algunas se hacen objeto de inversión,
pues su valor se incrementa en el tiempo, otras tienen listas de patrocinantes
que se exhiben sin pudor y son parte de la imagen.
En
tiempos de complejidad máxima se hacen necesarios los críticos, para que
expliquen o interpreten lo que estamos experimentando, porque en estas obras
hay política, hay ideología, hay tendencias culturales que nacen y mueren como
si fueran neutrinos, y la necesidad de registrar su breve paso, para
enriquecernos como humanos, es vital para nuestro acervo, ¿O son tan solo
ilusiones mediáticas de un bombardeo informacional que ya es imposible de
cuantificar y menos aún explicar?
- saulgodoy@gmail.com
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