miércoles, 25 de enero de 2017

De cómo nació el arte popular



La tesis más sólida es la que sostiene que fue gracias a la publicidad y el mercadeo, en los albores de las prácticas del libre comercio, sobre todo con los vendedores ambulantes que llenaron los caminos, especialmente de Norteamérica, a mediados del siglo XIX, cuando las técnicas del arte grafico permitieron las impresiones masivas de afiches, carteles, anuncios para empresas que vendían pastillas y jarabes que lo curaban casi todo, que nació el llamado arte popular.
Para el año de 1850 se habían desarrollado las primeras máquinas industriales que hacían posible la cromolitografía, una rudimentaria forma de separación de colores e impresión de hojas que llevaban los vendedores ambulantes, circos, predicadores de la palabra de Dios, empresas comerciales de bebidas, dulces y jabones a los más lejanos pueblos de Norteamérica, fue la primera vez que la imagen sustituía a la palabra como manera de publicitar productos y servicios, y de alguna manera estas imágenes reproducidas industrialmente, fueron las primera que adornaron las casas de la gente común en Norteamérica.
Efectivamente ese arte en época de reproducción industrial cuyo análisis filosófico inmortalizó a Walter Benjamin durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo sus albores en un país que experimentaba con nuevas formas de mercadeo, con el nacimiento de las artes publicitarias.
Las “bellas artes” o el arte más fino, siempre fue un privilegio de las clases pudientes, de los ricos y poderosos quienes eran los que podían contratar los artistas y artesanos para que llenaran sus vidas de objetos bellos, bien hechos y duraderos, los pobres obtenían sus objetarios de arte de los artesanos locales o de sus propias manos, hasta que aparecieron estos carteles, con visiones de la buena vida que prometían los productos comerciales por medio de imágenes de bellas mujeres, niños rozagantes, escenas domésticas cargadas de orden y felicidad, o de fieras y bestias haciendo trucos insólitos en los rines de los circos.
Fue un proceso complejo, brillantemente descrito por Jackson Lears en su obra, Fables of Abundance (1994), en donde nos indica como fue derrumbándose la cultura victoriana en América, cuando fue cediendo la resistencia de las religiones a encontrarle valor a los objetos materiales, pero principalmente, como gracias a esos vendedores ambulantes, lanzados por los miles a los caminos profundos de Norteamérica para vender sus productos de pueblo en pueblo, en las ferias, llevando sus carretas llenas de productos elaborados en las grandes ciudades industriales.
Pero también se conjugó un importante elemento en esa década, el gran filósofo norteamericano, Emerson, lanzaba al mundo su prédica por valorar lo que la nueva república tenía que ofrecer, de olvidarse de rendirle culto a lo europeo, sus escritos eran un llamado a los artistas y empresarios, a los intelectuales y políticos en que lo Americano tenía su propio peso y significado en el mundo, decía: “La comida en su envase, la leche en su olla, la balada en la calle, la noticia en el bote, la mirada en el ojo, la forma y el tumbado del cuerpo”.
Fue una letanía que rescataba lo cotidiano, lo que había en la casa y en el pueblo, lo que pertenecía de primera mano a la gente, el conocimiento inmediato de la realidad, y 
fue una idea que prendió como una vela e iluminó lo que era un oscura bóveda, el poeta Walt Whitman en New York, el joven periodista Samuel Clemens (Mark Twain) en California, el empresario P.T. Barnum con sus museos y colecciones de rarezas itinerantes, se hicieron parte de esa enorme tendencia de dejar las remotas alturas metafísicas de las cosas sagradas y trascendentes e ir a los mercados,  a encontrarse con la banalidad de lo popular.
Mucho tuvo que ver igualmente ese famosísimo esteta inglés, Oscar Wilde, quien por aquellos años realizó su famoso tour por América, presentándose no sólo en las grandes ciudades sino en los pequeños pueblos del oeste norteamericano, lugares que deseaba conocer, y se embarcó en una dura y peligrosa gira que lo llevó a lugares donde su público eran vaqueros, cazadores de búfalo, bandidos y pistoleros.
El gran esteta igualmente predicaba su desdén por las normas victorianas, impresionado por la cantidad de enseres y objetos que la industria ofrecía al público, entendió que aquella profusión de artefactos e imágenes asequibles al hombre común, le daban la oportunidad de ser ellos mismos, predicó en sus conferencias la verdad y la utilidad de las máscaras, la importancia del juego, la realidad contenida en las fantasías, todo ese mundo de poses, de afeites, de ropas era una oportunidad única de construir y reconstruir a las personas gracias a la posibilidad de adquirir y mostrar, las posibilidades eran infinitas.
Ya para estos artistas y empresarios culturales los objetos de la cotidianidad como los utensilios de la cocina por ejemplo les habían dado valores simbólicos que estaba más allá de su humilde apariencia, en Leaves of Grass, uno de los poemarios de Whitman, le canta a los obreros en una fábrica de metalmecánica, a las mujeres mientras lavan sus ropas, a la cerámica barata que en forma de pastorcita empiezan a llenar los estantes de los hogares, al médico del pueblo, eleva el trabajo y la camaradería del hombre común, como las trenzas que van uniendo el tapis de la democracia.
Una gran cantidad de artistas se unieron a este tráfico comercial, sobre todo poetas que componían pequeñas y pegajosas rimas para vender productos de puerta en puerta, pintores de retratos que capturaban la belleza de las mujeres rotundas, frescas, hermosas y cuyos dibujos aparecían en las hojas que repartían vendiendo sus cremas anti-verrugas y sus fricciones para tratar las fiebres del cólera, músicos ambulantes con toda clase de canciones y baladas pagadas por las empresas para promover sus productos, algunas de las cuales muy pronto eran cantadas por toda la nación.
Ese carnaval del mercado ambulante, la alegría de sus ofertas por una vida mejor y saludable, los incontables productos que ofrecían fueron cambiando la estética de toda la nación, impulsado esto por supuesto, con una vigorosa industria editorial que sacaba revistas comerciales de todo tipo y para todos los gustos.
Lears no da un ejemplo de cómo aquellos cambios estaban impactando la cultura norteamericana a todo nivel, el pintor Thomas Anshutz le concedió a la famosa revista Harper’s el derecho a publicar en su portada su última obra, El trabajador del hierro al mediodía (1881), una portentosa estampa del obrero en medio de una colada marchando hacia su bien merecido almuerzo, sudado, sucio de la dura faena, Anshutz era un artista altamente cotizado en las altas esferas de la sociedad y estaba experimentando justamente con el realismo de lo cotidiano, de esa “otra” Norteamérica que nada tenía que ver con sus patrones de las más opulenta oligarquía.
Un empresario de la industria de los jabones de Cincinnati, Harley Procter (efectivamente, uno de los fundadores de la multinacional Procter & Gamble), cuando vio aquella ilustración, inmediatamente pensó que eso era lo que requería para promover sus productos en el mercado, ese trabajador lo que necesitaba era de un baño reconfortante, de limpiarse de los efectos de su labor dura por la nación para poder gozar de una comida en familia, eso era justamente lo que su nueva campaña debía expresar.
Habló con sus publicistas y le “fusilaron” la idea a Anshutz, éste, al enterarse demandó al empresario, finalmente hubo un arreglo, pero el pintor de la obra quedó traumado y temeroso de perder su clientela usual debido a este roce con la popularidad, y decidió desde ese momento abandonar aquellos temas realistas y dedicarse a pintar los aburridos retratos de sus clientes.
Fue de esta manera que el mercadeo, la publicidad y el arte se dieron la mano y colaboraron para establecer uno de los más intensos, poderosos y exitosos movimientos estéticos de finales del siglo XIX, el arte comercial o arte popular, había nacido de las entrañas del hombre común en el nuevo continente.   -   saulgodoy@gmail.com


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