La tesis más sólida es la que sostiene que fue gracias a la publicidad y el mercadeo, en los albores de las prácticas del libre comercio, sobre todo con los vendedores ambulantes que llenaron los caminos, especialmente de Norteamérica, a mediados del siglo XIX, cuando las técnicas del arte grafico permitieron las impresiones masivas de afiches, carteles, anuncios para empresas que vendían pastillas y jarabes que lo curaban casi todo, que nació el llamado arte popular.
Para
el año de 1850 se habían desarrollado las primeras máquinas industriales que
hacían posible la cromolitografía, una rudimentaria forma de separación de
colores e impresión de hojas que llevaban los vendedores ambulantes, circos,
predicadores de la palabra de Dios, empresas comerciales de bebidas, dulces y
jabones a los más lejanos pueblos de Norteamérica, fue la primera vez que la
imagen sustituía a la palabra como manera de publicitar productos y servicios,
y de alguna manera estas imágenes reproducidas industrialmente, fueron las
primera que adornaron las casas de la gente común en Norteamérica.
Efectivamente
ese arte en época de reproducción industrial cuyo análisis filosófico
inmortalizó a Walter Benjamin durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo sus
albores en un país que experimentaba con nuevas formas de mercadeo, con el
nacimiento de las artes publicitarias.
Las
“bellas artes” o el arte más fino, siempre fue un privilegio de las clases
pudientes, de los ricos y poderosos quienes eran los que podían contratar los
artistas y artesanos para que llenaran sus vidas de objetos bellos, bien hechos
y duraderos, los pobres obtenían sus objetarios de arte de los artesanos
locales o de sus propias manos, hasta que aparecieron estos carteles, con
visiones de la buena vida que prometían los productos comerciales por medio de
imágenes de bellas mujeres, niños rozagantes, escenas domésticas cargadas de
orden y felicidad, o de fieras y bestias haciendo trucos insólitos en los rines
de los circos.
Fue
un proceso complejo, brillantemente descrito por Jackson Lears en su obra, Fables of Abundance (1994), en donde
nos indica como fue derrumbándose la cultura victoriana en América, cuando fue
cediendo la resistencia de las religiones a encontrarle valor a los objetos
materiales, pero principalmente, como gracias a esos vendedores ambulantes,
lanzados por los miles a los caminos profundos de Norteamérica para vender sus
productos de pueblo en pueblo, en las ferias, llevando sus carretas llenas de
productos elaborados en las grandes ciudades industriales.
Pero también
se conjugó un importante elemento en esa década, el gran filósofo
norteamericano, Emerson, lanzaba al mundo su prédica por valorar lo que la
nueva república tenía que ofrecer, de olvidarse de rendirle culto a lo europeo,
sus escritos eran un llamado a los artistas y empresarios, a los intelectuales
y políticos en que lo Americano tenía su propio peso y significado en el mundo,
decía: “La comida en su envase, la leche
en su olla, la balada en la calle, la noticia en el bote, la mirada en el ojo,
la forma y el tumbado del cuerpo”.
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fue una idea que prendió como una vela e iluminó lo que era un
oscura bóveda, el poeta Walt Whitman en New York, el joven periodista Samuel
Clemens (Mark Twain) en California, el empresario P.T. Barnum con sus museos y
colecciones de rarezas itinerantes, se hicieron parte de esa enorme tendencia
de dejar las remotas alturas metafísicas de las cosas sagradas y trascendentes e
ir a los mercados, a encontrarse con la
banalidad de lo popular.
Mucho
tuvo que ver igualmente ese famosísimo esteta inglés, Oscar Wilde, quien por
aquellos años realizó su famoso tour por América, presentándose no sólo en las
grandes ciudades sino en los pequeños pueblos del oeste norteamericano, lugares
que deseaba conocer, y se embarcó en una dura y peligrosa gira que lo llevó a
lugares donde su público eran vaqueros, cazadores de búfalo, bandidos y
pistoleros.
El
gran esteta igualmente predicaba su desdén por las normas victorianas,
impresionado por la cantidad de enseres y objetos que la industria ofrecía al
público, entendió que aquella profusión de artefactos e imágenes asequibles al
hombre común, le daban la oportunidad de ser ellos mismos, predicó en sus
conferencias la verdad y la utilidad de las máscaras, la importancia del juego,
la realidad contenida en las fantasías, todo ese mundo de poses, de afeites, de
ropas era una oportunidad única de construir y reconstruir a las personas
gracias a la posibilidad de adquirir y mostrar, las posibilidades eran
infinitas.
Ya
para estos artistas y empresarios culturales los objetos de la cotidianidad
como los utensilios de la cocina por ejemplo les habían dado valores simbólicos
que estaba más allá de su humilde apariencia, en Leaves of Grass, uno de los poemarios de Whitman, le canta a los
obreros en una fábrica de metalmecánica, a las mujeres mientras lavan sus
ropas, a la cerámica barata que en forma de pastorcita empiezan a llenar los
estantes de los hogares, al médico del pueblo, eleva el trabajo y la camaradería
del hombre común, como las trenzas que van uniendo el tapis de la democracia.
Una
gran cantidad de artistas se unieron a este tráfico comercial, sobre todo
poetas que componían pequeñas y pegajosas rimas para vender productos de puerta
en puerta, pintores de retratos que capturaban la belleza de las mujeres rotundas,
frescas, hermosas y cuyos dibujos aparecían en las hojas que repartían
vendiendo sus cremas anti-verrugas y sus fricciones para tratar las fiebres del
cólera, músicos ambulantes con toda clase de canciones y baladas pagadas por
las empresas para promover sus productos, algunas de las cuales muy pronto eran
cantadas por toda la nación.
Ese
carnaval del mercado ambulante, la alegría de sus ofertas por una vida mejor y
saludable, los incontables productos que ofrecían fueron cambiando la estética
de toda la nación, impulsado esto por supuesto, con una vigorosa industria
editorial que sacaba revistas comerciales de todo tipo y para todos los gustos.
Lears
no da un ejemplo de cómo aquellos cambios estaban impactando la cultura
norteamericana a todo nivel, el pintor Thomas Anshutz le concedió a la famosa
revista Harper’s el derecho a
publicar en su portada su última obra, El
trabajador del hierro al mediodía (1881), una portentosa estampa del obrero
en medio de una colada marchando hacia su bien merecido almuerzo, sudado, sucio
de la dura faena, Anshutz era un artista altamente cotizado en las altas
esferas de la sociedad y estaba experimentando justamente con el realismo de lo
cotidiano, de esa “otra” Norteamérica que nada tenía que ver con sus patrones
de las más opulenta oligarquía.
Un
empresario de la industria de los jabones de Cincinnati, Harley Procter
(efectivamente, uno de los fundadores de la multinacional Procter & Gamble),
cuando vio aquella ilustración, inmediatamente pensó que eso era lo que
requería para promover sus productos en el mercado, ese trabajador lo que necesitaba
era de un baño reconfortante, de limpiarse de los efectos de su labor dura por
la nación para poder gozar de una comida en familia, eso era justamente lo que
su nueva campaña debía expresar.
Habló
con sus publicistas y le “fusilaron” la idea a Anshutz, éste, al enterarse
demandó al empresario, finalmente hubo un arreglo, pero el pintor de la obra
quedó traumado y temeroso de perder su clientela usual debido a este roce con
la popularidad, y decidió desde ese momento abandonar aquellos temas realistas
y dedicarse a pintar los aburridos retratos de sus clientes.
Fue
de esta manera que el mercadeo, la publicidad y el arte se dieron la mano y
colaboraron para establecer uno de los más intensos, poderosos y exitosos
movimientos estéticos de finales del siglo XIX, el arte comercial o arte
popular, había nacido de las entrañas del hombre común en el nuevo continente. -
saulgodoy@gmail.com
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