miércoles, 21 de junio de 2017

Una breve historia de Shanghái


No me explico de donde viene mi interés por la cultura e historia de China y Japón, pero desde muy niño me sentía atraído por todo el misterio oriental, por aquellos seres tan diferentes a los venezolanos.  Nunca he estado allí (aunque mi primera esposa si tuvo la oportunidad de conocer esa parte del mundo y darme versiones de primera mano), eso sí, no había libro o programa de televisión que versara sobre esos lugares que no devorara con fruición, y cuando mi interés por la historia y la filosofía se despertó en mí, como si fuera malaria (una fiebre intensa al principio y luego con brotes y recurrencias por el resto de mi vida), busqué todo lo que había traducido al español y al inglés sobre estas civilizaciones.
Hoy quiero referirme a una obra que adquirí en los ventorrillos de libros usados en Caracas, se trata de La Dinastía Sung, (1985), del historiador Sterling Seagrave, quien nació en la frontera entre China y Birmania, periodista de profesión, que escribía como corresponsal del Oriente para varios importantes medios de comunicación, y según su propia versión, ocupó más de la mitad de su vida en investigar y escribir esta fabulosa biografía sobre una de las familias de mayor fortuna y poder en la China contemporánea, una historia muy ligada a la ciudad de Shanghái.
Y, justamente, el artículo de hoy se lo voy a dedicar a la historia de esa gran ciudad china, una de las urbes más modernas y pujantes del mundo; en otro artículo, más adelante, les daré noticia sobre la increíble saga de la familia Sung.
La dinastía de los Manchú era considerada por una buena parte de la población china como unos extranjeros invasores, que se hicieron con el poder en el año de 1644, y a pesar de todo su esfuerzo y empuje, les fue imposible conquistar a toda China, principalmente su parte más meridional; dado justamente al rechazo de los nativos, los manchú y sus emperadores tuvieron que aplicar métodos brutales contra los alzamientos populares, lo que sin duda contribuyó a su impopularidad.
Según Seagrave, el levantamiento de Mao Tse-Tung no fue sino la continuación, y culminación, de esta serie de rebeliones campesinas, a través de los siglos, contra el sistema feudal que el trono manchú había impuesto a cal y canto en el país.
Cuando se dio inicio al siglo XIX, Shanghái, que quiere decir “orillas del mar”, no era sino una aldea de pescadores, situada a unos 28 km. del pantanoso estuario del río Yangtzé, en una de las orillas del río Whangpu. Está ubicada en una región muy plana y baja, de manera que, cuando no había viento, en los canales que conducían río arriba, principal cabeza de playa, los sampanes de carga debían ser remolcados por unas carreteras, conocidas como sirgas, que corrían paralelas a los canales. Esto era un problema de mucho peso, porque Shanghái concentraba buena parte del tráfico de mercaderías entre el exterior y el interior de China y su influencia se hacía sentir a 1.600 km. río arriba.
El principal puerto de la región era Cantón, desde el cual operaban los ingleses por medio de su exitosa Compañía de Indias Orientales, que había crecido de manera prodigiosa gracias a las rutas comerciales con la India; la empresa estaba segura de que China sería un mercado mejor que el de la India, y ya, desde hacía tiempo, le habían puesto el ojo a Shanghái, privilegiadamente emplazada en una de las provincias más alejadas del poder de los manchú y una de las más levantiscas, debido precisamente a la gran cantidad de contrabandistas, piratas y revolucionarios que allí se concentraban.
Los ingleses tenían un problema y era que el intercambio comercial favorecía a los chinos: ellos necesitaban del té y la seda, cuya demanda iba en continuo crecimiento en Inglaterra, y disponían de artículos de lana, algodón y enseres metálicos, que tenían poca demanda en China; si la balanza comercial continuaba así, Inglaterra se iba a descapitalizar entregando su fortuna a los mandarines manchú.
Hasta que a alguien se le ocurrió comercializar el opio, que se compraba muy barato en la India y se podía vender caro en China; lo que tenían que hacer era crear el mercado, el alto grado de adicción de la droga facilitaba las cosas.
En una primera etapa, el negocio dio pingües ganancias, lo suficiente, según los cálculos, para que el opio pagara los costos de las exportaciones de té y seda; pero el problema persistía, debido, justamente, a la siempre creciente demanda de la sociedad inglesa por ambos productos, si querían conservar el negocio debían incrementar el tráfico de opio, pero ese intento por inyectar una mayor cantidad de la droga en el consumo de China resultó en la prohibición del gobierno manchú sobre las exportaciones de opio, y tuvieron los ingleses que recurrir al mercado negro y al contrabando.
Los ingleses llegaban con su cargamento de opio a la isla de Macao, ahí la disfrazaban como otro tipo de mercancía y la llevaban hasta Cantón y de allí, gracias a los sobornos de algunos funcionarios claves, la introducían a China; el negocio seguía siendo muy bueno, al punto que los norteamericanos quisieron probar suerte en el mismo, y respetables compañías de exportaciones e importación de Boston y New York se involucraron con sus socios ingleses en la aventura.
Para darles una idea, para 1821, el tráfico era de 5000 cajas, y para 1837 ascendía a 39.000; este consumo de opio fue devastador para la sociedad china a todo nivel, en las clases gobernantes como en el pueblo, y como un resultado aún más catastrófico, la corrupción en el gobierno se extendió de manera alarmante, pocos eran los funcionarios que de alguna manera no recibieran los sobornos en este negocio de muerte; el otro gran desastre fue que, en este cambio en la balanza de comercio, ahora era China la que se estaba descapitalizando de manera alarmante, entregando sus reservas de plata para financiar el tráfico del opio.
A medida que el gobierno chino imponía mayores controles al tráfico del opio, algunos sectores de la población se levantaban contra los extranjeros y su negocio de droga, quemando algunos depósitos y asesinando traficantes; los servicios de inteligencia británicos se ocuparon de atizar la rebelión contra los manchúes, contrataron al mayor contrabandista chino de opio para que sobornara a los mandarines, enviados por la corte a encarar la situación, y tuvieron éxito. El tráfico de opio nunca se detuvo.
Pero la situación llegó a donde los ingleses habían planificado que llegara, el juego se trancó e Inglaterra le declaró la guerra a China el 1o. de octubre de 1839, una guerra para la que se habían preparado con la anuencia de los otros poderes coloniales occidentales, se hizo una convincente campaña en el Imperio Británico a favor de la guerra y lo mejor de la armada inglesa puso de rodillas al emperador manchú.
China tuvo que indemnizar a los británicos y, entre los beneficios que lograron, estuvo el sitio de Shanghái y que los británicos sólo tendrían que responder a la justicia británica, no a la china.
A partir de este momento, Shanghái empieza una rápida metamorfosis diseñada a partir de los intereses coloniales de sus nuevos residentes; los norteamericanos,  y luego los franceses, no tardaron en hacerse parte de este bastión del comercio con China, que se convirtió en un territorio de intereses internacionales; los ingleses conservaron las funciones de policía y de administración de justicia, los extranjeros competían entre sí dotándose de excelentes instalaciones, edificios, avenidas, parques y, sobre todo, sus exclusivos clubs.
Los ingleses, sobre todo, impusieron el estilo y el gusto en la naciente urbe, pero dejando un amplio margen de tolerancia para que los chinos desarrollaran sus negocios; la mafia china, los Tongs, prosperaron igualmente con una proliferación de casas de apuestas, fumaderos de opio y burdeles, en su mejor época se llegó a contabilizar 668 lupanares. Shanghái adquirió el mote de “pozo de inequidades”, la ciudad del pecado de oriente, un poderoso imán para aventureros, mercenarios, estafadores y perseguidos por la justicia, que buscaban la manera de hacer fortuna lo más rápido posible.
Igualmente, una gran cantidad de misioneros, principalmente norteamericanos, del sur de los EEUU, vinieron a predicar la palabra de Dios e impartir la educación cristiana a los nativos idólatras. Ya, antes de la Primera Guerra Mundial, la variopinta Shanghái era un centro del espionaje mundial, condición ésta que fue exaltada por innumerables películas y novelas.
El Club de los Ingleses, con su famoso Bar Largo, fue sin duda el lugar de reunión de mayor abolengo y belleza de todos. Seagrave nos brinda una breve visión de lo que fue aquella vida colonial, en uno de los sitios de mayor comercio y de concentración de riquezas de la región; dice el historiador:
Como no tenían más compañía que la de sus pares, los taipanes (comerciantes) llevaban una vida descansada que imitaba la del caballero rural inglés.  Se levantaba tarde, ingería un copioso desayuno, visitaba los hongs (depósitos) para revisar las cuentas llevadas por gerentes occidentales llamados griffins, y después se retiraban para tomar un abundante almuerzo de exquisiteces chinas regadas con cerveza inglesa y gin holandés.  Por la tarde bebían whisky en la veranda y observaban las operaciones de carga y descarga que se realizaban en el río, y fumaban cigarros con un agradable grupo de amigos hasta la hora de la cena.  Esta comida incluía jerez español, claretes y sauternes franceses, exquisitos pescados y aves chinos, carne y cordero importados y asados, con el agregado de salsas indias, pastas, quesos, champañas, café y más cigarros.

Pero luego, con la Segunda Guerra Mundial, llegó la invasión de los japoneses, que, como anécdota curiosa, instalaron sus Centro de Operaciones en el Club de los Ingleses y tuvieron que recortar las patas a mesas y sillas para que se ajustaran a la estatura de los nuevos potentados; finalmente, China recuperaría la jurisdicción sobre Shanghái. Por cierto, si se diera el caso de la subida del nivel de los océanos por causa del calentamiento global, Shanghái se convertiría en zona de desastre, pero esa es otra historia…  -   saulgodoy@gmail.com













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