miércoles, 7 de noviembre de 2018

La dura vida de Miguel de Cervantes



Hoy quiero compartir con ustedes una de esas lecturas al azar que muchas veces hago sobre los libros de mi biblioteca y de las cuales me encuentro con verdaderas sorpresas, uno de los escritores que más admiro y que trato de emular, por su dominio absoluto del idioma castellano, es el gran escritor español José Martínez Ruiz, conocido mundialmente como Azorín (1873-1967), quien entre otras cosas fue uno de los cervantistas mas acuciosos y profundos que conozco.
En un breve artículo titulado Lemos y Cervantes, parte de una compilación que hizo con el nombre de Valores Literarios  y que publicó en 1914, dedicado a Don José Ortega y Gasset, nos explica como Cervantes, que no fue un hombre de fortuna, más bien, las pasó negras desde el punto de vista de sus finanzas personales, tuvo una vaga oportunidad de cambiar su condición pero sus circunstancias lo impidieron, permitamos que Azorín nos ilustre sobre la vida de Miguel de Cervantes Saavedra:

El autor del Quijote era un hombre pobre; necesitado; toda su vida la había pasado en angustiosas y trabajosas andanzas. No figura nunca entre la alta intelectualidad de su patria, Cuando estuvo en Sevilla, aparte vivió de los aristocráticos, delicados ingenios que allí habían; su amigo y su protector- honremos su memoria- fue un hombre del pueblo; un mesonero. En Madrid, al publicarse el Quijote, hubo para Cervantes una ventolera de renombre; pero no nos hagamos ilusiones. Aquel renombre no era como este de que ahora goza Cervantes; aquel renombre era, más que respeto y comprensiva admiración, curiosidad, interés por un escritor que había tratado una historia graciosa, llena de donairosos disparates. No fue nunca considerado Cervantes como al presente es considerado, un erudito o un publicista consagrado oficialmente, académico, ex ministro, etc.

En fin, no pasaba de ser un escritor de obras graciosas, “ingenio lego”, le decían sus conocidos, y él mismo lamentaba su limitación de ser reconocido como un romancista, es decir, un escritor de lengua vulgar, los hombres de letras que verdaderamente destacaban escribían en latín sesudas obras filosóficas o políticas, en comparación, no era un sabio, y su libro El Quijote, no pasaba de ser una colección de burlas y situaciones de calle y tabernas.
Entonces aparece en escena el conde de Lemos, un aristócrata de alta alcurnia, pariente cercano del poderoso duque de Lerma, bajo su sombra, Lemos escaló altos cargos en la corte, entre ellos el de presidente del Consejo de Indias, fue nombrado Virrey de Nápoles y más tarde presidió el Consejo de Italia.
Era el virreinato de Nápoles el cargo más apetecido en la corte y la distinción más alta que el rey daba a sus allegados, un puesto de mucho poder, lujo y renombre, la designación más alta que se otorgaba en Europa por el monarca español (en un artículo anterior les comentaba que Francisco de Quevedo, estuvo en Nápoles trabajando con el Virrey de la época, y fue donde tuvo sus aventuras de espionaje y como agente provocador.)
No estoy al tanto de saber de dónde y de cuando venía la relación de Cervantes con el conde, el asunto es que Lemos era un aficionado a las letras, protegió a poetas y literatos, entre los cuales figuraba Cervantes quien se vio beneficiado por algunas de estas ayudas, aparentemente bastante modestas, pero ayudas en fin.
Azorín escribe este artículo en un estado de indignación pocas veces manifestado en otras obras, despreciaba con toda su alma al tal conde de Lemos, y más aún luego de leer el libro Un mecenas español del siglo XVII: el conde de Lemos, por la manera como trató a Miguel de Cervantes.
Dice Azorín del personaje lo siguiente: “…el conde de Lemos no pasaba de ser un hombre mediocre, limitado. Afectaba ser amigo de los literatos y protegerlos: mas quienes verdaderamente se llevaron su consideración eran los que en aquellos tiempos eran reputados por los verdaderos literatos y pensadores: eruditos, teólogos, poetas aristocráticos.”
Y es que cuando procedió el nombramiento de Lemos como Virrey de Nápoles, su nuevo secretario, un tal Lupercio Leonardo de Argensola, se convirtió en el filtro entre todos los hombres de letras que competía por su favor, y el asunto era, que Lemos debía conformar su equipo de ayudantes, asistentes, escribientes que viajarían con él a Italia, cargos estos muy apreciados y que podrían significar vivir entre la comodidad y el lujo de una corte en tierras mediterráneas.
La competencia fue a muerte, y entre los que aplicaron para los diferentes puestos estaban, entre otros, Cervantes, Góngora, Cristóbal Suárez de Figueroa, pero la decisión la deja el conde en manos del secretario, que para Azorín fue un acto de supina indiferencia para quienes se decía, amigo y protector.
Puso toda su ilusión en que sería favorecido con uno de los nombramientos, pero cuando se dan los resultados, excluyen a Miguel de Cervantes quien había puesto sus esperanzas en aquella oportunidad que cambiaría su vida, y entra en una etapa depresiva, su ticket para salir de la pobreza se esfuma y vuelve a su vida de padecimientos, y es que probablemente, en comparación con otros, no era el mejor candidato: tartamudo, afectado por heridas de guerra, ya entrado en años, no poseía la habilidad de versificador espontáneo, por supuesto, no era ningún orador de valía, en las reuniones sociales no se distinguía por su brillante participación ni ingenio arrebatador, su obra era apenas una entre muchas, y con un éxito bastante limitado, pudo prevalecer quizás la opinión del secretario
Como bien nos dice el maestro Azorín de cómo veían en su tiempo a El Quijote: “… es una obra graciosa, escrita por un hombre chistoso; no hay en ese libro doctrina. Su autor es un hombre sin carrera.”
Pero en cambio Lemos sí premió espléndidamente a otros que llenaban el canon de hombres de letras, como a los propios Argensolas, a un tal Bartolomé, hermano de su secretario, por quien bregó ante la Corte Pontificia para que le fuera otorgada una canonjía, o al padre Mendoza, un jesuita rebelde quien disfrutó de su protección hasta que le fue otorgado un obispado, o el padre Arce, bibliotecario del Conde a quien también hizo portar el báculo de Obispo, todos magníficamente recompensados por encajar en el molde de los intelectuales de la época.
Según el estudio, Lemos le tenía cierta simpatía a Cervantes, le trataba con cariño aunque siempre poniendo distancia entre ellos, le ayudó sí, en varias ocasiones pero pequeños favores, y aparentemente le concedió una magra pensión que no solucionaba gran cosa, Azorín escribe como quien quiere que tal error imperdonable no se olvide, fue un acto mezquino de parte de Lemos, dice Azorín: “El conde de Lemos, desempeñador de los más altos cargos de la política, pudo asegurar decorosa y holgadamente el porvenir de Cervantes. No quiso hacerlo”
Pero para 1848, había mucha gente en España que nada sabía de El Quijote, aun en La Mancha, personas que habían leído el libro no tenía mayor opinión sobre el mismo, la novela de Cervantes se fue construyendo poco a poco, la obra, de alguna manera era demasiado avanzada para su época, sus complejidades temática y estructura tuvieron que esperar para ser verdaderamente apreciadas, de nuevo, en palabras de Azorín, uno de los grandes paladines de la obra de Cervantes nos recuerda: “El Quijote no lo ha escrito Cervantes, sino la posteridad, No podía ser tampoco considerado Cervantes como hoy lo consideramos. No caigamos en la ilusión espiritual, al juzgar al autor y su obra, de transportar al siglo XVII el ambiente que ahora rodea a Cervantes y al Quijote”.
La historia me conmovió, y hoy ya nadie recuerda a los Argensolas, a Mendoza, o a Arce y muy pocos al conde de Lemos, quienes nunca supieron a quien estaban despreciando.   -   saulgodoy@gmail.com

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