A la mayoría de los aficionados les sucede con la música
de Ellington que no lo distinguen de otros compositores del género, lo
identifican con otros directores de grandes orquestas en la época dorada del
swing; quienes profundizan un poco lo reconocen como un buen pianista, los que
más se arriesgan lo han visto en esas apariciones cameo en algunas de las
producciones de Hollywood o escuchado algunos de sus partituras para películas,
de hecho acabo de verlo en el film Anatomía
de un asesinato (1960), la película dirigida por Otto Preminger, con una de
las mejores actuaciones de James Stewart, junto a la inolvidable Lee Remick
compartiendo reparto con Ben Gazzara y el “duro” George C. Scott, haciendo el
papel de abogado de la fiscalía, en esa película sale Duke Ellington tocando
piano junto a Jimmy en un bar, de película.
Lo que mucha gente no sabe es que los que estudian la
historia de la música barajan el nombre de Ellington junto al de Ravel y Bartók
como los compositores de mayor influencia en el siglo XX, y que los
investigadores del jazz le atribuyen haber sido el responsable de elevar a
categoría de “arte” la música de los negros en los Estados Unidos, al punto que
los grandes compositores clásicos de raíz europea, sintieron la necesidad de
explorar el jazz como categoría sinfónica, tales como Schoemberg y Stravinski,
justo en el momento que Duke Ellington decide explorar la composición sinfónica
como vehículo para el jazz.
Y la verdad sea dicha, Duke merece lo que en términos del
historiador de la música David Schiff llamó “el siglo de Ellington” para
colocarlo en la perspectiva correcta ante una influencia que apenas hoy se está
descubriendo en toda su extensión, dice Schiff: “Ellington es el caso natural para el estudio del jazz como la
expresividad sofisticada, compleja y emocional, tanto como la música clásica.
Su visión musical es amplia, profunda, y pasó buena parte de su vida
perfeccionando su manera de expresarlo: con su orquesta”.
Y aquí tenemos nuestra primera observación, el
instrumento favorito de Duke no era el piano, del que llegó a ser un
instrumentalista consumado y uno de los ejecutantes más admirados del mundo, su
instrumento era la orquesta, su orquesta, compuesta en diversos tramos de su
historia, por un grupo de solistas considerados los más prestigiosos en el
universo del jazz de su tiempo, allí estaban, entre otros el trompetista Bubber
Miley quien marcó un estilo salvaje que llevaba la audiencia a la histeria
durante su época “jungle”, sería reemplazado años después por el magnífico
Cootie Williams para quien en 1939 escribió su famoso Concierto para Cootie, su primera y más famosa pieza para trompeta.
Estaban también Tricky Sam Naton y el puertoriqueño Juan
Tizol en trombones, Barney Bigard en el clarinete, el legendario Johnny Hodges
en el saxo alto, al maestro Ben Webster y no podemos dejar de mencionar al
estupendo bajista Jimmy Blanton, que en su brevísima vida tuvo la suerte de
encontrarse con Duke y trabajar ambos en uno de los duetos para piano y bajo
más hermosos que se hayan escrito (Blanton murió en el verano del 42, de
tuberculosis, a los 23 años).
En varios momentos de su larga historia como líder de la
banda tuvo que vérselas con el tamaño de la misma, organizó desde pequeños
combos, para trabajarlos en locales nocturnos en Harlem, hasta una gran
orquesta con 19 instrumentistas con los que viajaba a Europa, Asia, el Medio
Oriente, África y Australia y Latinoamérica financiado por el Departamento de
Estado en plena Guerra Fría y como elemento de distensión, o con orquestas
sinfónicas completas cuando estrenaba sus diferentes Suites en los mejores
teatros del orbe.
Ellington no solo compuso canciones populares, piezas
bailables como Sophisticated Lady, Do
Nothing Till You Hear from Me, In a Sentimental Mood, Don’t Get Around Much
Anymore, y I Let a Song Go Out of My
Heart, Take the A train, Mood Indigo, y otras, muchas de ellas cantadas por
su vocalista favorita y miembro de la orquesta, Ivie Anderson, también compuso
grandes piezas corales, música sacra, ópera, musicales para el teatro,
sinfonías, música para películas y cantidad enorme de piezas para piano solo,
fue una de los artistas con más horas en los estudios de grabación en su haber,
su discografía es extensa y muy variada.
Duke Ellington recibió en vida nueve (9) premios Grammy,
algunos más le fueron otorgados luego de su muerte, fue recipiente de la
Medalla Presidencial de la Libertad, el máximo honor para un civil en USA,
también recibió la condecoración de la Legión de Honor en Francia, está
considerado junto con Gershwing, Copland y Cage entre los grandes del
modernismo norteamericano.
Ellington murió de cáncer en 1974 (era un fumador
empedernido), en el año 2009 se acuñó una moneda con su rostro, fue el primer
afroamericano en recibir tal honor, la moneda fue rápidamente acaparada por ávidos
coleccionistas.
Y porque a mí me gusta contar historias y la historia de
Duke es interesante, sobre todo porque fue un hombre que hizo y hace feliz a
mucha gente con su trabajo, les voy a relatar un breve boceto de su fructífera
existencia entre nosotros y entre otras muchas cosas por qué lo llamaban “Duke”
cuando su verdadero nombre era Edward Kennedy Ellington.
Duke nació en el año de 1899 en Washington D.C, en un barrio
de clase media para los negros, su madre era una mujer culta, tocaba el piano y
tenía una elegancia natural, su padre era el Mayordomo jefe de uno de los
médicos más importante y acaudalados de la capital, el Dr. Cuthbert, y vivía en
una mansión en la cual ofrecía agasajos a la élite política y diplomática, que
era casi toda su clientela, de modo que James Edwar Ellington se la pasaba
ocupado planificando y atendiendo recepciones, acompañado de un pequeño
ejército de colaboradores y cenas de gala para su jefe.
Era algo singular, los negros en Washington prácticamente
vivían en otro mundo, sus patrones eran personas cultas y liberales, los
trataban bien y les permitían todo tipo de libertades, aparte de pagarles bien
y atender porque tuvieran una buena calidad de vida, les estimulaban en lo
cultural, de modo que tenían sus propios círculos literarios, su pequeña
compañía de ópera, sus grupos de música de cámara, estudiaban en buenos
colegios, aún en el peor de los momentos, en la víspera y durante la Guerra
Civil.
Algunos biógrafos de Ellington, y los hay a montones,
dicen de él que vivió una infancia superprotegida, que hasta su adolescencia
nunca sufrió la discriminación que el resto de la gente de color, los otros
negros pensaban que los Ellington vivían como millonarios, en su casa siempre
había la mejor comida y se cumplían los rituales de la civilización que se
distinguían por unos buenos modales, un buen vocabulario, una elegancia y una mesa con todos los accesorios de la
clase alta, no era de extrañar que a este niño bien hablado y vestido como un
príncipe, le pusieran el mote de “el Duque”.
Y es que su padre, aparte de su trabajo en la mansión de
su empleador, tenía su propio emprendimiento, una empresa de cáterin, el
suministraba a otros clientes, familias, embajadas, altos oficiales del
gobierno, todo lo necesario para sus fiestas y reuniones, desde el cocinero
hasta las meseras, mesas, carpas… lo que fuera necesario para que fuera una
reunión exitosa.
Fue una de las actividades que tomó el joven músico
cuando empezó a ofrecer sus servicios de entretenimiento, como pianista para
deleitar conversaciones de salón, tríos de música clásica o pequeños grupos de
música bailable.
En su biografía, La
Música es mi Amante (1973), Duke Ellington nos presenta con varias estampas
de aquella vieja capital del país que se estaba convirtiendo en una potencia
mundial, nos cuenta lo siguiente:
Washington
por esos días estaba lleno de campos de deporte gratuitos, y nosotros
acostumbrábamos a jugar al béisbol en una vieja pista de tenis que había en la
calle 16. El presidente Roosevelt a veces se acercaba montado en su caballo y
nos veía jugar. Cuando por fin se marchaba, nos saludaba con la mano, y
nosotros le devolvíamos el saludo. Así
era Teddy Roosevelt: iba solo en su caballo, sin escolta de ninguna clase.
La pasión de Ellington no era por la música, en una
primera etapa quería ser beisbolista y luego pintor, ya que tenía facilidad
para el dibujo, pero luego de ver la presentación de un pianista negro en
Filadelfia, el famoso Harvey Brooks, y las proezas que hacía con el teclado,
Duke quedó por siempre prendado por aquel instrumento, y decidió en hacerse
músico, aunque ya tenía una excelente formación clásica como pianista, empezó a
buscarle las cinco patas al gato.
A Duke la música le venía por instinto, solo de oídas
podía descifrar cualquier pasaje por más complicado que fuera, tenía una
memoria formidable y unas manos para las que no había secretos sobre las
teclas, de modo que sin mucho esfuerzo empezó a ser reconocido como un
excelente músico, el alma de las fiestas, y empezaron a crearse a su alrededor
diferentes bandas en el colegio, lo buscaban de todos lados y cuando empezó a
tocar para salones de billar y fiestas en los graneros en los alrededores de Washington,
se encontró con el blues que ya empezaba a buscar en las improvisaciones, su
propio cause hacia el jazz.
En alguna parte de su biografía Duke dice que aprendió la
verdadera música de los negros en los silbidos de la gente en la calle, lo cual
era una exageración pues a Washington iban los mejores músicos del orbe a tocar
para el mundo político, vio y pudo intercambiar con verdaderas estrellas y
llegó el momento en que tenía que buscar sus verdaderas raíces y la ciudad de
New York, era justamente el paraíso donde confluían todas las tendencias y los estilos posibles, y en New York, la Meca
era Harlem, el barrio negro donde estaban los mejores clubs y cabarets.
Pues bien, a los 24 años de edad, ya casado y con un
bebé, Duke partió hacia la incomparable New York en busca de El Dorado, se fue
con un pequeño grupo de músicos a la aventura y durante tres años estuvieron
luchando por sobrevivir y aprendiendo el oficio de la única manera posible,
exponiendo el pellejo ante el público.
Voy a traducirles el recuento que hizo la investigadora
Claudia Roth Pierpont en su magnífica crítica que hizo a la obra de Duke, Black, Brown and Beige (2010) en donde
nos pinta magistralmente el lugar:
El
sótano donde estaba el club se encontraba lleno, y el escenario para la banda
era tan pequeño, que por la medida de un baterista, apenas y podía contenerlo.
La clientela incluía mafiosos, músicos, estrellas de las obras de teatro del
cercano Broadway, escurriéndose entre la multitud de vez en cuando, aparecía la
banda, a partir de las diez de la noche hasta no se sabe qué hora. El que
tocaba el banjo y que proveía el horario no tenía manera de determinar la
duración de la noche: “hasta que terminemos”. Después de las 3 a.m., ya no se
podían conseguir asientos. En aquel otoño de 1926, la locura por la música de
los negros ya estaba empujando a las élites neoyorquinas hacia Harlem, y era en
el Kentucky Club, en la calle 49 Oeste, donde tocaba la banda más popular en la
ciudad. Trompetas, trombones, saxos, clarinetes, tuba, banjo y batería- nueve o
más integrantes, se agrupaban debajo de las tuberías que corrían por el techo,
más un atractivo y joven pianista que lideraba el grupo mientras bailarinas
surgían a su alrededor, Pero la banda hacía más que calentar el ambiente y mantener
a las bailarinas en movimiento; sus arreglos eran tan asombrosos que incluso,
números tan conocidos como el “St. Louis Blues” sonaban nuevos. La revista Variety encabezó una deslumbrante
crítica sobre “un combo de músicos de color” que mantenían a los clientes del
club, incluyendo a melómanos y gente de la calle- sólo sentados y escuchando
atentamente.
Fueron
tres años muy duros para los músicos de Washington, empezando porque Duke creía
no tenían el sonido correcto para una ciudad como New York, lo que habían
traído de la capital era demasiado sofisticado, elegante y “blanco” para aquel
público que día a día se hacía más negro con una migración masiva desde los
estados del sur, especialmente de Luisiana, de New Orleans.
Tocaban
a veces corridos los siete días y enfrentaban problemas reales con la crisis
económica, la segregación racial que allí sí se sentía y con los cambios
urbanísticos de la City.
Pero
en esos tres años aprendió el oficio, en tener que escribir y practicar,
componer al momento, improvisar, manejar los problemas de la banda como
colectivo, administrar al grupo y hacerle frente a los dueños de los locales, y
se dio cuenta que necesitaba profundizar en su propia formación, si quería
componer como un profesional debía aprender a escribir música como los grandes.
De
los logros importantes de esta primera pasantía fue que había sido aceptado por
la comunidad de pianistas de New York, que no era poca cosa, pues los mejores
del mundo estaban allí, compitiendo y conviviendo, y que la vida de los clubs y
cabarets eran un circo romano, con peligros inminentes como el alcoholismo y
las drogas, en medio de una atmósfera disipada de mujeres fáciles, oficiales
corruptos, con abundancia de oportunidades y trampas, con un grado de violencia
como pocas veces había visto, New York era un mar lleno de tiburones pero si
quería triunfar, debía nadar con ellos.
Voy
a dejar la historia hasta aquí con el compromiso de terminarla en otro momento,
estoy escribiendo en una situación harto complicada debido a las lluvias y los
frecuentes apagones, la naturaleza, la situación política y sanitaria del país,
el cambio climático, el pésimo estado de las conexiones, a veces conspiran en
contra de mi trabajo, pero igual que Duke, he aprendido a nunca perder la calma
y menos aún la compostura, al final, los buenos vamos a ganar, cuídense donde
quiera que estén. - saulgodoy@gmail.com
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