Los
políticos viven de la imagen que quieren proyectarle a sus seguidores y
adeptos, para ello invierten tiempo y recursos económicos tratando de ajustarla
a lo que los expertos en marketing llaman “expectativas idealizadas”, que es
esa idea subliminal, que tiene que ver con el colectivo inconsciente de lo que
las masas, en este caso, los votantes, desearían que sus líderes tuvieran como
virtudes, consideradas como deseables.
Es algo
complicado de entender, pues habría que creer que un cuerpo colectivo es capaz
de sostener un ideal común, que solo existe en sus fantasías, sobre aspectos
personales de un político, empezando porque tendríamos que dar por cierto que
el colectivo tiene la capacidad de sostener una fantasía diferente e
independiente de aquella que producen sus miembros individuales; esto podría
solventarse con explicaciones e interpretaciones estadísticas, sumando
diferentes encuestas sobre grandes grupos que sirven de muestra, se podría
inferir ciertas cualidades comunes, que los encuestados esperarían de sus
conductores, y trasladarlas a un perfil general, que no existe en la realidad,
pero que se puede construir mediáticamente.
Cuando
un político sale en sus fotos promocionales con su familia, besando niños,
abrazando ancianos, entregando reconocimientos y premios, sonriendo y saludando
a sus copartidarios, en compañía de su mascota, lo que se quiere dejar
establecido es que se trata de un hombre responsable, con buenos sentimientos,
que reconoce el valor de los otros, que se interesa por el prójimo, que tiene
una serie de principios sólidos en cuanto familia, humanidad, empatía, simpatía
y calidez humana; sin importar si en su vida privada es un energúmeno o un
sociópata, la imagen que se difunde en los medios da cuenta de un ser humano
que suma una serie de cualidades ideales, que la gente quiere para quienes van
a representarlos o a conducir sus destinos como integrantes de un cuerpo
social.
Esto es
de lo más normal en una campaña electoral o promocional de cualquier político,
asegurar esos valores que el grueso de la gente considera positivos en un líder,
y que ha adquirido por medio de un proceso de aprendizaje y exposición a los
medios masivos de comunicación, en donde ha asimilado ciertos patrones de
conducta, modelaje de estilos de vida, iconografías asociadas al éxito y a la
solvencia moral; en el caso venezolano y de muchos países de Latinoamérica, la
influencia de las telenovelas y de las creencias religiosas han marcado ese
idealismo de manera importante.
Y en
este punto debo decir que en el mundo hay diversas maneras de ver el ideal del
hombre bueno; en nuestro patio, el hombre bueno es sinónimo de honestidad y
equilibrio en todas las situaciones de vida que se le presenten, aún las más
difíciles, un hombre bueno no se doblega ante la maldad y la trampa, no cae en
tentaciones, es responsable, dice la verdad y es fiel a sus amores, amigos y
seguidores, su palabra es una y no soporta el sufrimiento ajeno, interviniendo
a favor de la víctima apenas detecta una injusticia.
Es lo
más cerca a un santo que existe y, precisamente por su carácter abierto y
bondadoso, es sujeto de todo tipo de enredos de personas débiles de carácter y
algunos verdaderamente malos, que buscan su ruina y perdición; el hombre bueno
latinoamericano siempre termina perdonando a sus enemigos o tratando de reformar
a quienes le han hecho mal; el hombre bueno tiene en el bien de los otros su
más grande recompensa.
En
algunas culturas, como la europea o la norteamericana, hay en el hombre bueno rasgos
dignos del guerrero; ser bueno no es ser idiota, ni cobarde, ni acomodaticio,
ni “vivo”, ni siquiera un buen samaritano, hay mucho de egoísmo en el hombre
bueno anglosajón, un egoísmo práctico, que implica estar bien primero él o
ella, lo que significa triunfar en sus objetivos, alcanzar la independencia
material, elevarse sobre los demás y asegurar su predominio en un mundo en
competencia; primero está él y los suyos y, en un segundo o tercer lugar, los
demás.
El
hombre bueno, en Latinoamérica, es colectivista, es el hombre del pueblo,
generoso y espléndido, que antepone el interés de los demás por sobre el suyo
propio, el que está con el pueblo, que es pacifista, tolerante, dispuesto a poner
la otra mejilla ante una afrenta… muy al contrario con el hombre bueno nórdico,
para quien la austeridad y la templanza rigen la vida del común, donde el
sacrificio y la aventura riesgosa son el reto cotidiano de sus líderes; al
hombre bueno nietzscheano no le tiembla el pulso para mandar a sus hombres a la
guerra; decía el filósofo de Basilea: “…uno
debe aprender a sacrificar a muchos y tomar en serio no escatimar hombres en
sostener una causa.”
El
hombre bueno latinoamericano está más cercano al altruismo, que muchas veces se
confunde con la cobardía y la hipocresía, sus estrategias de sobrevivencia lo
hacen convertirse en necesario para los demás, prefiere sacrificar sus metas
para lograr que otros avancen, lo que quiere decir que está dispuesto al
sacrificio, no le gusta la violencia, ni la imposición y sus victorias se
logran gracias al trabajo en cooperación con los demás.
El
profesor de filosofía Stephen R. C. Hicks, en su ensayo Egoísmo en Nietzsche y Rand (2009), nos dice que en todo sistema
ético lo normativo sigue a lo valorativo, son los valores los que determinan
las conductas esperadas, y en este sentido nos refiere:
Los dos grandes contendores en la
historia de la ética son el yo y los otros. La ética del interés propio
sostiene que el yo es el mayor valor, que uno debe seguir y satisfacer su
propio interés, y que uno debe medir todos los otros valores en términos del
impacto sobre nuestro propio interés. Son las teorías del egoísmo- del griego ego que se refiere a uno mismo, al yo.
.. La ética que rechaza el interés propio como principal valor usualmente lo
sustituye por el interés de los demás y mide todos los otros valores en
términos del impacto en el interés por los otros. Estas teorías son altruistas-
derivada del latín alter que el otro,
altruismo es entonces el principio de otro-ismo.
Como ya deben suponer mis avispados lectores, el
hombre bueno en Latinoamérica es fundamentalmente un altruista, no por
naturaleza, porque creo que no hay seres más egoístas que los Latinoamericanos,
sino por imposición cultural, especialmente gracias a los arquetipos de la
novela radial cubana, antecesora de las telenovelas y del socialismo y, por
supuesto, por causa de la moral cristiana.
Al venezolano le han robado la agresividad, el
espíritu combatiente, su naturaleza Caribe, en la que destacaba la rebeldía, ser
indoblegable, y la han sustituido por una extraña amalgama de vocación de mártir,
ligado con pacifista a ultranza y con una especie de idiotismo conformista,
siempre a la espera de un gladiador que dé las batallas por él, o por el
milagro que lo salve de una situación comprometedora; los venezolanos
parecieran haber perdido su facultad y habilidad para la sobrevivencia ante un
enemigo violento y opresor y, en vez de luchar por su vida y sus derechos,
prefiere negociar y ceder, acomodarse ante el agresor.
Me da una profunda lastima ver a nuestros jóvenes
políticos publicitarse como si fueran unos bobos “perdona vidas”; no hay
afrenta, por más grave que ésta sea, que no se pueda perdonar u olvidar,
incluso la violación de la propia familia por parte del enemigo, se esperan
sean perdonados la tortura y el exterminio; la prédica, desde los estrados de
nuestra política nacional, es la de la resistencia pacífica ante un enemigo
agresivo; la negociación se utiliza como recurso para eludir la confrontación,
necesaria ante una actitud irresponsable y cruel; el hombre bueno latinoamericano
oculta su cobardía aprendida con la claudicación de su derecho a existir.
Están tan trastocados nuestros valores que vale más
un enemigo sano y sin un rasguño que cien de nuestros hermanos masacrados a
mansalva; hasta ese grado de degradación hemos llegado por aceptar valores que
no son nuestros, por insistir en poner la otra mejilla y permitir una y otra
vez que las líneas rojas de nuestros principios sean cruzados y estemos
continuamente replegándonos, hasta el punto de perder nuestros propósitos más
valiosos.
En estos días vi a uno de nuestros líderes llamar al
respeto de la memoria del asesino de Chávez en el aniversario de su desaparición,
porque del lado de nuestros enemigos (quienes te matan y te roban; son tus
enemigos y punto, no hay otra interpretación) pudieran sentirse mal con un
desplante por parte de la oposición. Tuve que contener la nausea que sentí ante
el equivocado reclamo; igual me sucede con los defensores de la impunidad de
los chavistas, con sus intentos de perdón y la oferta de inmunidades.
Una de las principales causas por la que perdimos al
país es, precisamente, por este enfermizo acondicionamiento de nuestra voluntad
a recibir palos en vez de darlos; y seguimos impasibles, sacrificando la vida
de inocentes ante una maquina moledora de carne y actuando por principios
altruistas… a todos ellos, mi incondicional desprecio. -
saulgodoy@gmail.com
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