Si
hay algo que no ha cejado en su evolución y crecimiento es el lenguaje, esa
enorme ola sobre la que los humanos vamos surfeando la vida y el universo; a
mayor volumen e hinchazón del lomo del lenguaje, mayor velocidad, altura y
tamaño de nuestra carrera sobre esa ola.
Y el
tamaño es considerable, al punto que muy pocos humanos pueden hacerse una idea
de lo mucho que hemos cambiado desde que empezamos a remar con las manos,
sentados en nuestra tabla, buscando, en la serie de ondas que nos bambolean mar
afuera, la ola apropiada para emprender nuestra aventura.
Lo
que sucede es que la mayoría de las personas padecen de una forma de agorafobia,
de miedo a los espacios abiertos y cierran los ojos ante el monstruo de ola que
estamos surcando; eso, porque el lenguaje de que disponemos actualmente es de
una complejidad tal, que no deberíamos caer en malas interpretaciones, vacíos
expresivos, errores de sintaxis y significados y, mucho menos, en esos “Ups, no sé cómo decirlo… no tengo palabras…”.
Son
muy pocas las cosas que hoy no se pueden decir; aún así, en esos límites
lejanos del lenguaje, donde continúan los trabajos, las excavaciones, los
descubrimientos y se hacen las instalaciones que nos ganan un palmo más de
terreno sobre lo ignoto, aún allí, son pocas las cosas que no pueden ser
nombradas y mucho menos explicadas… y estoy refiriéndome al lenguaje
convencional, no a las matemáticas o simbología, o algún tipo de lenguaje de
máquinas, todavía allí podríamos decir, con Wittgenstein, que “lo que no se puede decir, no existe”.
Les
invito a leer cualquiera de los libros del filósofo y científico de la mente
Daniel C. Denett, para que se den cuenta de cómo las más abstractas ideas
pueden ser elegantemente expresadas en palabras que un universitario sin
maestría ni doctorado podría entender.
Pues
bien, uno de esos territorios que unos pocos investigadores y aventureros están
desbrozando para nosotros, los comunes, es precisamente la estética, una de las
ramas de la filosofía que más ha evolucionado en los últimos tiempos; y eso no
debería sorprendernos, pues la filosofía del arte, por su mismo objeto, no
representa algo tan concreto y glamoroso como, digamos, la física cuántica, o
la nanotecnología; pero lo que han encontrado esos pensadores en la búsqueda
estética nos ha ayudado a explorar situaciones humanas complicadas, hemos
podido entender mejor nuestra realidad… siempre hay más entidades (objetos,
formas, realidades…) tradicionales y, supuestamente, relevantes para la
metafísica y la epistemología, que para el arte, pero eso ha cambiado.
La
estética es ahora punta de lanza en el descubrimiento de nuevas dimensiones y
distinciones en nuestras facultades perceptivas, en nuestro mundo interior, y
que tienen que ver con conexiones apreciables con el mundo exterior; el
conocimiento de la realidad estaría incompleto sin esa importante valuación de
notas y colores, de formas y sensaciones, que provocan el choque del mundo con
nuestra sensualidad, con nuestros humores más básicos y con la alta cultura que
se ha tejido durante siglos.
El
gusto, lo sensible, la misma crítica, como proceso racional, están conformados
por vastas redes de emociones y sentimientos, de percepciones que se pierden en
laberintos de historia, herencia y disposiciones… de eso que algunos denominan,
el espíritu humano.
John
Dewey, el filósofo pragmatista, nos dice:
El objetivo es establecer continuidad
entre las formas intensas de las experiencias refinadas que son las obras de
arte y los eventos cotidianos de la vida ordinaria, sufrimientos, hechos, que
son considerados universalmente como experiencia. Los picos de las montañas no
flotan sin sostén, ni siquiera son soportados por la tierra; son la tierra en
una de sus operaciones más manifiestas. Y es el objetivo de todos aquellos que
tienen que ver con una teoría de la tierra, geógrafos y geólogos, hacer de este
hecho y su manifestación algo evidente. Lo mismo ocurre con los que tienen que
manejar las bellas artes filosóficamente.
Para entender y tratar con la experiencia estética
hay que recurrir a muchas ciencias, no sólo para estudiar el objeto, la obra de
arte, que es su manifestación física en el mundo, sino aquello
que nos hace sentir, ver, pensar… que muchas veces
es tan sublime que nos lleva a las lágrimas o al arrebato más absoluto.
La troika del arte consiste hasta el momento en el artista,
su obra y el espectador; dependiendo del elemento al que nos refiramos, entran
en juego diversos elementos, tomemos el objeto, la obra, a la que podemos aplicar
discursos antropológicos, históricos, sociológicos o de política económica; por
ejemplo, la ubicamos en circunstancias y modos que nos permiten comprender su
sustrato histórico… pero según Jean-François Lyotard: “Cobija dentro de sí un exceso, un rapto, una asociación potencial que
desborda toda determinación de su recepción y producción”. El objeto de
arte, aunque pertenece al mundo porque es una cosa hecha, se separa de él por
ese exceso del que habla Lyotard, y por ese algo que lo diferencia de una
simple cosa se ha teorizado hasta el cansancio.
Ese algo puede ser categorizado como trascendente,
también como inmanente, por algunos pensadores, como Spinoza, que caracterizaba
al afecto como inmanente de la experiencia, siendo el afecto un registro que
nada tiene que ver con conocimiento, sino con una experiencia de carácter
originario; algunos estudiosos lo llaman el afecto Ur, anterior, incluso, al lenguaje.
Postmodernistas como Deleuze y Guattari lo describen como un registro que
va en paralelo al significado, pero nunca se tocan; el arte en nuestra época
postmodernista está sumergido en un océano de semántica, de lenguaje, de
hermenéutica, de narrativas y de desconstrucción, pero, aún para ellos, existe
un territorio de sensaciones, un amasijo de emociones que se ha resistido a
cualquier categorización.
Cuando se confronta un objeto de arte, estos afectos
que surgen de la experiencia tienen una cualidad que Paul de Man caracterizó
como “pasajera”, una experiencia temporal que es irrevocable e imborrable en la
memoria; la primera vez que escuchamos en un concierto alguna de las sinfonías
de Beethoven y nos arrebató, o estar
presentes ante el cuadro El grito de
Munch y nos sobrecogió hasta los tuétanos, sucedió tal cual, el afecto nos tomó
por asalto, nos sacudió y nos soltó, y guardamos en la memoria la experiencia,
que vuelve a revivir cuando de nuevo la revisitamos, quizás no con la misma
intensidad, pero permanece allí, indeleble en la memoria.
La teoría dice que la experiencia del presente es
inaccesible a la consciencia, que lo que recogemos son las trazas del evento,
lo que experimentamos son los momentos, pasando como si fueran un eco;
pensadores como Allan Badiuo afirman que la experiencia artística es más bien
una “zona”, un sitio donde ocurren esos eventos estéticos, un lugar donde
podemos encontrarnos con esos afectos originarios.
Para el filósofo Henri Bergson se trata más bien de
un registro espacio-temporal en que todas nuestras demás percepciones de otros
planos de la realidad se ven suspendidas y podemos concentrarnos en el afecto
estético con toda la concentración necesaria para determinar sus detalles… algo
así como la capacidad de ver en cámara lenta una escena en todos sus detalles.
Como les había advertido, estamos explorando
dimensiones y mundos donde la narrativa no existe aún y, posiblemente, tarde un
tiempo antes de poder darle nombre a todas esas sensaciones; se trata de experiencias
que ocurren cuando la persona se encuentra en un estado de predisposición a esa
experiencia, cuando estamos en la inminencia de experimentarla de la manera más
directa, sin intermediarios, sin discursos previos, sin conocimiento
preconcebido… un encontronazo cercano a la nada más absoluta.
Algunos lectores pensarán en una experiencia
mística… y tiene semejanzas, pero no es lo mismo, ya que está involucrado un
objeto artístico (pintura, escultura, espacio arquitectónico o naturales,
sonidos, movimientos), que hace el papel de la llave que abre esas puertas, que
es el percutor de una reacción que emana del arte, de lo bello o de lo sublime…
todos lo hemos sentido en algún momento y en alguna medida… sin que me quede
nada por dentro, es indefectiblemente una de las cosas por las que vale la pena
vivir la vida. - saulgodoy@gmail.com
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