jueves, 13 de febrero de 2020

Si la historia fuese ilusión



En las últimas dos semanas me he topado con autores y argumentos que difieren de manera irreconciliable sobre el fin de la historia, es decir, sobre cuál es el objetivo, meta, razón de ser de la historia, tema que cae dentro del ámbito de esa disciplina que llaman filosofía de la historia.
Todo se inició cuando tomé de manera aleatoria de mi biblioteca, el libro del profesor e investigador venezolano Aníbal Romero, Sobre Historia y Poder (2000), un compendio de eruditos ensayos sobre filosofía política, que recomiendo para quienes tengan algún interés sobre estos temas, allí se resume de manera didáctica los principales asuntos que se discuten en la filosofía de la historia, que es una de las ramas más controvertidas de toda la filosofía, ya que allí se encuentra uno de los abordajes a la problemática del núcleo existencial de la naturaleza humana, que podríamos resumir en “somos lo que la historia dice que somos”.
Me imagino que ya los seguidores de la antropología filosófica saltaron de sus asientos, pues desde esta disciplina es que se trata el problema del hombre como un problema de conocimiento o para hacerlo más gráfico, como decía el profesor Groethuysen, la antropología filosófica es la llamada a responder la peliaguda pregunta ¿Quién soy yo, y que es propiamente la vida?
Sin restarle méritos a una u a otra, la filosofía de la historia no tendría ningún sentido si no abarcara esta problemática, y que fuera un historiador, posteriormente transmutado en filósofo, Guillermo Dilthey, quien pusiera los puntos sobre las íes, no es de extrañar una vez que se conocen los antecedentes, nos relata Ortega y Gasset de las andanzas de este notable pensador:

Dilthey, hijo de un pastor protestante, dedica sus primeros estudios universitarios a la teología; pero, careciendo de fe viva, el estudio de la religión se le transmuta en pura investigación histórica. Es el momento glorioso de los grandes  historiadores y filólogos alemanes. En ambiente tal, brota decisiva su vocación hacia la historia. «Cuando hacia 1850 llegué a Berlín —dice Dilthey— ¡cuánto tiempo hace y cuan pocos quedan que lo vivieron!—, había llegado a su mayor altura el gran movimiento en que fue lograda la constitución definitiva de la ciencia histórica y, merced a ello, de las ciencias morales en general. El siglo XVII produjo la ciencia físicomatemática, mediante una colaboración sin par de los pueblos cultos de entonces: más la constitución de la ciencia histórica ha partido de Alemania —aquí, en Berlín, tuvo su  centro—, y yo gocé la inestimable dicha de vivir y estudiar aquí en aquel período. »Dilthey oye o trata a Bopp, el fundador de la lingüística comparada: a Bóckh, el archifilólogo; a Jacobo Grimm, a Mommsen, al geógrafo Ritter, a Ranke, a Treitschke. Con la generación anterior de los Humboldt, Savigny, Niebuhr, Eichhorn, forman estos gigantes la formidable falange de la llamada «escuela histórica».

Pues le corresponderá a Dilthey separar a la historia de sus raíces teológicas que hasta los momentos, y a pesar de los esfuerzos de Kant y Hegel de darle un carácter más científico, caían sus investigadores en el ritornelo de que eran la Providencia, el designio divino o del Plan de Dios, lo que movía el curso de los eventos humanos, y era la carta que todos ponían sobre la mesa al momento de justificar un sentido, una dirección y una “racionalidad” en la historia universal, y con ello, un propósito para la vida humana.
Recordemos que la historia antigua vino siempre aderezada con la participación de los dioses en el designio de la vida de los hombres, los eventos sucedían porque había un orden divino, las guerras, el surgimiento de los imperios, las esplendorosas urbes del pasado, la ruina de los pueblos y los desastres naturales, tenían una razón de ser en un plan universal y secreto que tenían los dioses y en la que el hombre era simple protagonista; como si se tratara de una película épica dirigida desde el monte Olimpo, lo cual brindaba ciertas seguridades y aliento, pues aún en medio de las peores desgracias había un motivo explicables para que esas cosas nos pasaran.
Se construyeron aquellos mitos gloriosos de la creación del universo, de las diferentes edades del mundo, las épocas de oro, la de las plagas y las hambrunas, las escatológicas del fin del mundo, la idea del progreso continuo, de que siempre habría la esperanza para una vida mejor aunque ésta fuera una ordalía.
Le correspondió a San Agustín para romper con el ciclo del eterno retorno, y lo hizo introduciendo un Plan perfecto, el universo tenía un principio y un fin, había un creador que era Dios, quien veía con preocupación como el hombre se perdía en su vanidad, y con ello ponía en riesgo a toda su creación, por lo que envió a su hijo a la Tierra a redimir al hombre de sus faltas, ya sabemos lo que sucedió, su hijo fue sacrificado y en el final de nuestros días, habrá un juicio y quien hubiera cumplido con los preceptos de la Iglesia tendría la vida eterna.
Y como lo expresa en su obra La Ciudad de Dios, en el cual Roma fue castigada y derrumbado su poder por designio divino, la película de la historia del mundo se hizo más truculenta; ya habían para ese momento tres grandes estudios, el cristiano, el judío y el islámico, cada uno rodando películas sobre la historia a su manera, y cada uno con su guion (habían muchos otros, pero para simplificar mi exposición, basten estos tres).
El asunto fundamental de la filosofía de la historia se concretaba en lo siguiente, si no había un plan, si no había un cuarto de edición donde el director pegaba y descartaba escenas, construyendo la narrativa, si alguien no estaba encargado del curso de la historia ¿Qué nos quedaba? Una enorme cantidad de eventos sin conexión alguna, escenas que se sucedían al azar, sucesos que no tenían razón de ser, situaciones imprevisibles que le ocurrían a las personas por la simple desgracia de estar en el lugar y en el momento equivocados; la historia se hubiera convertido en una caótico brebaje de ingredientes y sabores que todos estábamos en la obligación de ingerir nos gustara o no, sino fuera por esta idea de que las cosas sucedían por un designio divino.
Cuando Nietzsche declaró que Dios había muerto, la gente entró en pánico pues resultaba que la historia no tenía sentido alguno, que todos esos calendarios, fiestas a guardar y efemérides de nuestras agendas, eran puro cuento, inventos, como ese que inventaron de Juana de Arco que escuchaba voces de los santos y en medio de arrebatos de campanas le daban las órdenes para que sus ejércitos obtuvieran la victoria.
Si esto era así, todas esas historias que aprendimos en la escuela y nuestros hogares eran pura fantasía, una forma narrativa usada por los historiadores a las que ajustaban una serie de datos, para echarnos un cuento interesado y que justificaba una opinión, no había progreso, no había perfectibilidad humana, no había desarrollo, no había manera de saber de dónde vinimos ni hacia dónde íbamos.
El gran historiador y estudioso de la política francesa, Raymond Aron, en su libro Dimensiones de la Consciencia Histórica (1961) nos dice:

La historia es reconstitución, por y para los vivos, de la vida de los muertos. Nace, por lo tanto, del interés actual que tienen los hombres que piensan, sufren, actúan, en explorar el pasado. Búsqueda de un antepasado cuyo prestigio y gloria se prolonga hasta el presente, elogio de las virtudes que hicieron nacer y prosperar la ciudad, relato de las desgracias enviadas por los dioses o causadas por la faltas de los hombres que la precipitaron a la ruina, la memoria colectiva, como la memoria del individuo, parte de la ficción, el mito o la leyenda, y se abre penosamente camino en la realidad… Hay un esfuerzo por establecer o reconstruir los hechos según las técnicas más rigurosas, se fija la cronología, se toman los propios mitos y las leyendas como objeto para llegar a la tradición y, mediante ella, al acontecimiento que les dio origen; es decir, para retomar la fórmula famosa de Ranke, la ambición suprema del historiador es saber y hacer saber cómo sucedió todo.

Gracia a los dioses apareció Dilthey, y salvó el día, ¿Y qué fue lo que dijo este pensador?  Y aquí vuelvo a retomar al profesor Anibal Romero quien con su elegancia característica nos informa:
“Dilthey recalca que la vida no tiene una significación transcendente, sino que su significación es ella misma… pide que el rechazo a cualquier sentido transcendente de la vida y la historia no sea asumido como un fracaso sino como un signo de sabiduría y sensata resignación… una historicidad asumida en su angustia y nobleza.”
Y para ello propone Dilthey que no sólo sean las religiones útiles para explicar nuestro sino, que también recurramos al arte, la ciencia y la filosofía, a todas las ciencias del espíritu humano, si la idea es reconstruir el rompecabezas de nuestro pasado, utilicemos todas las herramientas posibles que nos den garantías de exactitud y correspondencia con el pasado.
Recordemos que estamos en la segunda mitad del siglo XIX, las ciencias han avanzado prodigiosamente, el mundo se torna diferente cuando se aplican los conocimientos recién adquiridos de las nuevas matemáticas y la física mecánica, cuando alguien decide estudiar un árbol o un libro de historia antigua, tiene que recurrir a una serie de disciplinas conexas y simultáneas que se corrigen entre ellas, que se dan soporte y límites, que desnudan la esencia de las cosas, ya no se trata de simples opiniones o de ideas particulares, ni siquiera de idealizaciones del objeto, hecho o persona.
Ortega y Gasset nos dice: “Dilthey se propone una Crítica de la razón histórica. Lo mismo que Kant se preguntó ¿Cómo es posible la ciencia natural?, Dilthey se preguntará ¿Cómo es posible la historia y la ciencia del Estado y de la sociedad, de la religión, del arte? Su tema es, pues, epistemológico, de crítica del conocimiento, y en este punto Dilthey no era más que un hombre de su tiempo”.
En su libro, Introducción a las Ciencias del Espíritu (1883) el propio Dilthey nos dice de su puño y letra lo siguiente:

Toda ciencia es ciencia empírica; pero toda empiria, toda experiencia encuentra su conexión originaria y la validez que ésta le proporciona en las condiciones de nuestra conciencia, dentro de la cual surge; en la totalidad de nuestra naturaleza… Por tanto el método de nuestro intento es éste: todo elemento del pensar que hoy tiene un aspecto abstracto y científico, lo refiero a la naturaleza total del hombre, según la experiencia, el estudio del lenguaje y la historia nos la presentan. Al referirlo busco su conexión con los demás. Y entonces resulta lo siguiente: los elementos más importantes de nuestra imagen y conocimiento de la realidad, como son la unidad personal viviente, el mundo externo, los individuos fuera de nosotros, su vida en el tiempo y sus recíprocos influjos, pueden todos ser explicados partiendo de esa naturaleza total humana de cuyo real proceso vital son querer, sentir, y representar tan sólo los lados diversos.

Es mi opinión personal, que la clave de la filosofía de Dilthey se encuentra en su concepto de la palabra “conciencia” en la cual incluye los aspectos volitivos de las personas como sentimientos, afectos y temores, y parte de esa conciencia es haber podido abstraer la vida humana, separarla del continuo vivir, el extrañamiento, del que habla Ortega y Gasset, para hacerla objeto de estudio e internalización del conocimiento, que en opinión de Husserl, la consideró como precursora de la psicología fenomenológica.
Gracias a éste pensador es que debemos el desarrollo del concepto de Weltanschaung, o cosmovisión, que implica una perspectiva global de la vida sea desde el punto de vista de la religión, del arte, la ciencia o de la filosofía, y que trata de resumir nuestro conocimiento sobre la vida misma, y que equilibró de manera brillante la tendencia que se empezó a dar en su tiempo, de esas visiones particulares y especializadas que correspondían a los adelantos científicos.
Lo que acabo de ofrecerles es una sobre simplificación de unas tesis filosóficas de alto calibre, que cuestan trabajo para digerirlas, Dilthey no es un filósofo fácil, pero es la puerta de entrada al pensamiento de ese otro grande de la filosofía, Martin Heidegger.
La oportunidad que abrió Dilthey al desmitificar la historia universal la aprovechó otro ciudadano alemán, Carlitos Marx, para adelantar su tesis del materialismo histórico como la única manera científica, según él, de explicar la historia universal sin el concurso de Dios, obviando, por supuesto, todo el contenido metafísico.     -    saulgodoy@gmail.com


  





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