jueves, 15 de octubre de 2020

All That Jazz


 


Mi relación con el jazz me vino de manera muy suave y natural, mi padre fue en algún momento socio de un grupo que montó una tienda de equipos de sonidos profesionales en el Centro Comercial La Florida, en Caracas, se llamaba Audioespecialistas, por lo que en mi casa siempre tuvimos los mejores y últimos sistemas de audio para el hogar y, con ellos, una enorme cantidad de cintas con la mejor música del momento, sobre todo Soul y Jazz, dentro de lo que ya se conocía como “easy listening”, que era música más instrumental que otra cosa.

Recuerdo con afecto las veces que mis padres me llevaron al Teatro Municipal de Caracas para ver los conciertos que promovía la Embajada de los EEUU; en especial recuerdo la presentación de Ella FitzGerald y Louis Armstrong, en sendos conciertos de gala a casa llena, que disfruté cuando era apenas un adolecente.

Cuando me fui a estudiar al exterior ya llevaba el gusanito del gusto por la música progresiva, de King Crimson, Led Zeppelin, Pink Floyd y otros; recuerdo que llegué a Michigan en el invierno de 1971 y tuve que esperar hasta la primavera de 1972 para ver mi primer concierto que fue de ese nuevo cantante británico, Elton John, que presentaba su tour Madman Across the Water.

Pero lo recuerdo como si fuera ayer… ese invierno del 71 (la primera vez que veía nieve y, en Michigan, prácticamente quedé sepultado por toneladas de ella), mientras aprendía inglés, una noche decidí acercarme hasta un local llamado The Stables, el establo, que era un bar restaurant y sala show que había a las afueras de la Michigan State University, y que quedaba cerca de mi dormitorio, a una distancia que se podía salvar con una vigorosa caminata, en medio de uno de los campus más hermosos del medio oeste; recuerdo que era una tarde clara y helada, era mi primera incursión solo a la vida nocturna en East Lansing.

El Establo era eso, un enorme establo de madera, tenía tres pisos, reconstruido como sala show, con un pequeño escenario en el medio y a su alrededor había decenas de mesas rústicas, cada uno de los pisos del edificio se abría sobre el escenario; ahí servían hamburguesas, pollo, langostinos, tenían una espectacular Salad Bar, donde uno se servía lo que quisiera, las meseras eran unas hermosas chicas, estudiantes la mayoría, vestidas con bragas a la usanza campesina.

Esa noche, por pura casualidad, presentaban a un artista negro, pianista y cantante de jazz, Less McCanan era su nombre; no lo conocía y como llegué temprano me ubiqué en una mesita cerca del escenario, justamente detrás del piano, pedí mi hamburguesa, una cerveza y disfrute del cálido ambiente, alumbrado por candiles y velas que le daban un toque familiar al lugar.

A las nueve de la noche el sitio estaba a reventar; de lo poco que entendía deduje que el artista que estaba a punto de escuchar era conocido y que se trataba de una rara oportunidad, estaba presentando su nuevo álbum Talk to the People, que lo estaban vendiendo para la ocasión.

Cuando los músicos hicieron su aparición reventó un fuerte aplauso, Less McCanan, me llamó la atención, llevaba su usual sombrero blanco, de esos que usan en las plantaciones del sur, y sin mucho preámbulo se sentó al piano y empezó a tocar.

Gordito, bien vestido y afable, demostró que tenía dominio del piano, pero cuando empezó a cantar fue otra cosa; tenía una voz gruesa, carrasposa y muy bien afinada, tocó temas de sus anteriores discos, casi todos compuestos por él, alguna que otra pieza de Eddie Harris, Stanley Turrentine y Cannonball Adderley (para ese momento no conocía a ninguno), había tocado con ellos en algún momento y contaba anécdotas de las diferentes bandas en tours por Europa; cantó algunos gospels, o himnos religiosos negros, con aquella extraordinaria voz de predicador, y algunas canciones al estilo Motown.

El momento estelar de la noche fue cuando tocó la canción What´s going on, del inmortal Marvin Gaye, que fue una canción muy popular en su momento, pero la versión de McCanan la convirtió en un clásico; la canción era sencilla, pues se trataba del saludo de dos amigos que se encuentran y se preguntan ¿Qué ha pasado?, sobre un ritmo cadencioso y pegajoso, el público presente se sabía la letra y la cantó con un brío tal, que probablemente la escucharon en Chicago, oír aquellos coros junto a Less McCanan fue glorioso, los vellos de mi cuerpo se erizaron, por un momento me sentí parte de una tribu… era la magia de la música, dejamos de ser perfectos extraños, que estábamos allí reunidos cantando con Less una balada a la amistad y el regocijo de un encuentro… el jazz se ganó esa noche un adepto.

Por supuesto compré el disco, le brindé un trago al maestro en la barra, aunque sin poder hablarle mucho y a partir de ese momento le seguí la pista a su carrera; creo que los mejores discos del cantante Lou Rawls, una de las voces negras más privilegiadas, fueron los que produjo con Less McCanan en el piano y con sus arreglos de jazz. Less tiene una vasta discografía, pero no toda es de mi agrado, no me gustan los que son “funky” o rítmicos bailables, pero cuando se enseria y toca jazz, eso es otra cosa.

A partir de esa noche comencé un lento aprendizaje que se convirtió en un verdadero placer, el estar ubicado justo en el medio entre Detroit y Chicago, en un estado con una alta población negra y con un circuito de bares y clubes nocturnos dedicados al mejor jazz del mundo, contribuyó mucho a que me convirtiera en un adepto de este género musical, con el agregado que en las universidades se dictaba cualquier cantidad de cursos sobre la historia y la apreciación de este arte típicamente norteamericano.

Y en este punto debo hacer un comentario obligado, el jazz norteamericano está fuertemente marcado por las características regionales donde se desarrolla: el jazz del medio oeste es diferente al de New York, o al de la costa del Pacífico y nada que decir del que se escucha en el sur, sobre todo en Luisiana; de hecho, todos esos estilos que han surgido como el cool jazz, el free style, el Bebop, el swing, el de New Orleans, son todos propuestas diferentes a una visión del mundo.

Mientras estuve por aquella tundra de los Grandes Lagos, me di un gusto tremendo en conciertos con Chic Corea y los hermanos Marsalis; vi a venerable .Duke Ellington con su gran orquesta haciendo swing; vi en Chicago a Dizzy Gillespie tocando Bebop; vi a los virtuosos guitarristas Joe Pass, Lee Ritenour y a Path Metheny, cada uno en lo suyo… el jazz de Chicago es absolutamente sofisticado, pero no tan abstracto como el de New York… no sé, hay algo en la geografía y en el clima urbano que le da unas notas diferentes a cada región. El jazz de San Francisco y Los Angeles es mucho más fluido, menos rígido, más ligero que los otros; el jazz en el delta de Mississippi es otra cosa, más crudo y fundamental y no menos hermoso, el jazz latino de Miami y Puerto Rico es el más rítmico.

Eso en cuanto a los grandes intérpretes, pero también conocí y disfruté de mucho talento local, con tríos, cuartetos y quintetos, que nada tenían que envidiarle a los pro, integrados por estudiantes y amateurs que lo daban todo en sus presentaciones.

El jazz tuvo una evolución vertiginosa a partir de los noventa, con el llamado Nu Jazz o Nuevo Jazz, donde se integraban elementos de música electrónica, ritmos étnicos y técnicas de grabación experimentales, hubo una tremenda fusión de música minimalista, de elementos rítmicos como el drum bass, o los glitchs de los ruidos blancos o estática… he escuchado a expertos opinar que eso ya no es jazz.

Hace poco falleció uno de los grandes críticos de Jazz, Stanley Crouch, un hombre de color, baterista, novelista, profesor de literatura y crítico de arte contemporáneo, prologuista de obras de escritores de la talla de Toni Robinson, James Baldwing y  Ralph Ellison, director del programa de jazz del Lincoln Center en New York, que no es poca cosa; él aseveraba que la gente negra no creó el jazz ni perfeccionó su forma, que su presencia en el género no se debió a que sufrieran la opresión de la esclavitud y del racismo, o a tenían un genio nativo exclusivo de su raza, lo único que era cierto, es que los músicos de color contribuyeron a desarrollar el jazz como un arte esencialmente norteamericano porque adelantaron una tradición y trabajaron muy duro para preservarlo y enriquecerlo, porque se esforzaron en dominar sus instrumentos y darle curso a una inspiración desbordada. Reconocía que había gente blanca muy buena en el jazz, y ponía el ejemplo de Stan Getz, a quien consideraba uno de los más puros virtuosos del Jazz.

Para Crouch, el pináculo de la perfección jazzística y el ejemplo de lo que debería ser un músico de jazz lo constituía Duke Ellington, el gran maestro, que no sólo era un músico completo, desde todo punto de vista, como instrumentista, compositor, arreglista, conductor de orquesta, productor, sino como uno de los espíritus más sofisticados del todo el siglo XX… en esto estoy totalmente de acuerdo con Crouch.

En lo personal, como escritor, creo que una de las tareas más difíciles que existen es escribir bien sobre música, y la música necesita, como expresión artística y como lenguaje autónomo, que pueda ser comprendido y explicado en palabras, y que el jazz es uno de los géneros musicales más difíciles de abarcar, por lo complejo de su naturaleza, y por un ingrediente que lo separa del resto de la música, y es el arte de la improvisación, pero no es cualquier improvisación y por ello utilicé ex profeso la palabra “arte”. No es lo mismo improvisar que ser un improvisado; se necesita un maestro para improvisar.

Improvisar en el Jazz es un estadio superior del goce artístico, se han escrito ríos de tinta sobre el tema, y siempre resulta un misterio que llega incluso a terrenos de la percepción extrasensorial, de la telepatía, de un espacio cuántico que se abre en nuestro universo y nos muestra lo bello que puede ser el orden en el caos, el trabajo en equipo.

Tres o cuatro veces en mi vida he experimentado este placer estético con músicos de jazz improvisando y es otra cosa, hay que tener una naturaleza especial y el momento requiere de una sagacidad y una entrega absoluta; pocos escritores han logrado llegar allí para describir el momento, pero hay un escritor, también critico de jazz de la revista New Yorker, igualmente desaparecido, Whitney Balliett, quien tuvo la oportunidad de compartir con uno de los más grandes músicos de Jazz, el bajista, Charles Mingus; Balliett cenó con ese gran artista, y nos cuenta Balliett de una velada con Mingus en New York.

 

Nos encontramos un domingo en la noche en un restaurante de la calle oeste diez, una semana o dos antes de que su libro fuera publicado. Mingus estaba vestido extrañamente de manera conservadora, con un traje oscuro y corbata… Mingus hablaba arrastrando las palabras. Las palabras venían recortadas y muy rápido, y a veces era tan rápido que oraciones completas se hacían incomprensibles. Era un obstáculo del cual estaba consciente, porque más tarde, entrada ya la noche, me disparó dos o tres frases en ráfagas y me preguntó “  ¿Tú entendiste lo que te acabo de decir? Admití que había captado un 60%. Y, lentamente, con cuidado, repitió lo dicho y lo entendí todo. Mingus terminó su Ramos fizz (un coctel preparado) y ordenó media botella de Pouilly-Fuissé con quesos variados. Pronunció el nombre del vino en una andanada que sonó algo así como “Puli-fu”. Minutos después, Mingus expresó su descontento con el menú e insistió que nos fuéramos a otro restaurant al otro lado de la calle, donde pidió de la bodega otro “Puli-fu”. Pronto la mesa estaba llena de cola de langostas, corazones de lechuga y otras delicadeces. Pero aquello apenas contuvo Mingus en el lugar, y muy pronto estábamos en de vuelta en el primer bistró pidiendo más vino. Cerca de la una de la madrugada la fiesta apenas comenzaba.

 

El recuento de Balliett de aquella velada no explica a Mingus, el músico, pero sí habla claramente de una personalidad y una actitud y descubre elementos claves en la música de Mingus; era un bajista que podía cambiar de tempos y estilos en una exhalación, que saltaba de una estructura musical a otra, no sólo de manera ingeniosa sino que exigía estar muy atento para notarlo; podía, a la mitad de una pieza, convertirla en otra, como si fuera un mago; sus músicos tenían que estar muy atentos a esos peligrosos y sutiles cambios, porque si no eran ejecutados a la perfección, provocaban la ira del maestro al instante y podía despedir al ejecutante allí mismo, en pleno escenario. La entrevista de Balliett a Mingus termina de la siguiente manera:

 

En un momento Mingus metió su mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un enorme cuchillo indio, sacó el arma de su funda y lo blandió en su mano izquierda diciendo: De esta manera es que se camina en las calles por aquí.

 

-            saulgodoy@gmail.com

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