El ideal militar actual en Venezuela es el producto de
una deformación y una tara congénita, que tiene su origen en los fines
revolucionarios y salvíficos que adquirió la institución desde el momento en que
nació; las fuerzas armadas en Venezuela no se crearon con el propósito de
resguardar a la sociedad de sus enemigos, de conseguir y preservar la paz, de
servir a la república… no, nuestros ejércitos (en Latinoamérica) nacieron para
liberarnos, para organizarnos, constituirnos, gobernarnos y vigilarnos, supongo,
hasta hacer de la nación toda un cuartel, tal como prescribía ese militarismo a
ultranza como los fines gloriosos de una nación “libre”.
Creo que hay mucho de aquella antigua utopía espartana de
hacer de la república un campamento militar a expensas de todo lo demás,
principalmente del componente civil, lo que denota no sólo una supina
ignorancia sino una descabellada adoración a todo lo que signifique
destrucción, arrase, muerte y ruina, una peligrosa derivación del culto a Ares,
el Dios de la Guerra, con todo lo que significa, incluyendo el desprecio por
todas las otras ocupaciones, sea la labranza, el comercio, legislar, educar…
Y con tales ideales y objetivos, no es de extrañar que
Venezuela nunca tuviera la oportunidad de desarrollarse más allá de su etapa
anal, nos quedamos todos gozando y jugando con nuestro propio excremento, sin
jamás cuestionarnos si lo que hacíamos era lo correcto, sin ver hacia nuestro
entorno y aprender de la experiencia de otros países que sí desarrollaron una
tradición de fuerzas armadas, pero sin castas militares, sin el apartheid entre
lo civil y lo militar, sin la velada amenaza de un sable y una gorra como los
gendarmes necesarios.
De qué otra manera podríamos entender unas fuerzas
armadas que odian a su pueblo, que lo esclavizan, que lo oprimen, que lo atacan,
lo torturan y le dan muerte porque, simplemente, no está de acuerdo con el
trato o piensa diferente; a quién le cabe en la cabeza que unos militares, como
institución, se sometan a la imposición de rendir pleitesía y obediencia a
mandos extranjeros, a rendir honores a otras banderas y condecorar a invasores,
convencidos de que están haciendo patria.
La sombra de un magnífico Bolívar, con su gesta militar,
es un factor de atracción demasiado poderoso para entenderlo y asimilarlo como
el prócer civil que en algún momento intento ser, lo mismo sucedió con Páez y
con todos los oficiales que surgieron de una historia que se forjaba en los
campos de batalla y no en los parlamentos, en una Venezuela de movilizaciones,
de pillaje, de violencia, de botines de guerra y paredones, que nada tenía que
ver con claustros universitarios dedicados a la discusión de ideas, ni con
políticos concertando pactos, ni con cancilleres llegando a acuerdos
comerciales.
De esta manera se constituyó un nicho en las clases
sociales de nuestros países subdesarrollados que correspondía a los
uniformados, a quienes portaban las armas de la nación y las utilizaban para
imponer sus criterios, y para hacer de sus necesidades, principalmente de la
ambición de poder, los únicos referentes y objetivos del estado.
Lamentablemente, la calidad humana y la preparación de los
militares nunca estuvieron a la altura de las verdaderas necesidades de los
países; en sus escuelas y cuarteles les enseñaban a destruir, no a construir, a
ganar batallas no a emprender negocios, a obedecer no a pactar… ni siquiera el
mismo Bolívar demostró estar a la altura de sus circunstancias como gobernante,
lo hacía por proclamas y por edictos, nunca por compromisos, y los pocos que
logró concretar fueron rechazados por sus compañeros de armas.
El militar venezolano es educado e instruido en la creencia
de que la institución es autónoma, autosuficiente, que no necesitan de los
civiles para nada, que le está permitido hacer cualquier cosa, que como casta
superior y el mando debe imponerse aún sobre las leyes, que sus privilegios le
viene por condición histórica, que sus acciones tanto en la guerra como en la
paz están signadas por un voluntarismo autoritario que no se discute, pues las
armas son, en todo caso, las que tienen la última palabra.
Lo que sí podemos atribuirle a los militares y a la
institución que han creado, es que ha servido como el gran ecualizador; dele
usted un arma y autoridad a un pelele o a un analfabeta funcional para que vea
que allí no vale la experiencia de un empresario, o las luces de un doctor o
profesor, se impone el gorila y se hace lo que él diga, que es más o menos, el
gran ideal igualitario y de justicia social que nos tenían reservado las
revoluciones progresistas, el pueblo en armas, el gran ejército del
proletariado.
Porque desde la conquista, pasando por las guerras de la
independencia y de todo el traumático escenario de las guerras federales, de la
lucha contra la subversión, de los golpes de estado, de los bloqueos y de las
sanciones, hasta llegar a esta guerra de quinta generación, los militares,
invariablemente han sido los que pagan y se dan el vuelto, los que compran
canales de televisión, los que ponen la música y sacan a bailar a nuestras
hijas.
Y con esto no quiero decir que son los militares los
únicos culpables de esta degeneración llamada Venezuela, aquí tenemos la culpa
todos los que no hemos sido capaces de brindarle al país un modelo distinto, diferente
del sempiterno socialismo y su espíritu revolucionario, que nos tiene en un
perenne estado de liberación, en la necesidad adictiva de tener a los militares
para que diriman nuestros problemas
políticos.
Mientras no nos saquemos ese programa de la mente, y
aprendamos a darle a lo militar su justo lugar y función en nuestra sociedad, no
vamos a tener respiro y desaprovecharemos toda oportunidad de crecer y
convertirnos realmente en un país; porque para crecer se necesita paz, para
prosperar se necesita un estado de derecho y el imperio de la razón, y hasta
que todos los venezolanos, incluyendo a los militares, no acepten esta
condición, viviremos en el subdesarrollo.
En la antigua Grecia, cuando sus habitantes eran llamados
al foro para deliberar como asamblea sobre los asuntos políticos, se les
llamaba ciudadanos, cuando eran llamados a la defensa de la ciudad se denominaban
“hoplitas”, y allí participaban desde los más humildes labriegos hasta los
grandes propietarios, y era no sólo un deber, sino un honor conformar las filas
de una falange, famosas en su época por la gran disciplina y valentía de sus
efectivos.
Ese espíritu militar, auténtico y basal, apuntado y
argumentado con mucha sabiduría por el filósofo español Javier Hernández
Pacheco, en su brillante obra El Duelo
de Athenea (2008), nos habla de un pasado de grandes sacrificios, el de
los verdaderos ciudadanos que vivían entre
el ámbito civil y el militar; al respecto nos recuerda Hernández Pacheco lo
siguiente:
En
tiempos de guerra, los romanos y otros pueblos antiguos fundían los arados para
hacer espadas, y de ahí viene la poética contraposición de un instrumento que
genera vida y otro que causa la muerte. Pero la retórica pacifista que tantas
veces apela a esta imagen —creo que del profeta Isaías37—, olvida con facilidad
lo esencial del símbolo, a saber, la convertibilidad
de ambos instrumentos. El romano, labrador y campesino, en su memoria histórica,
sabe que su trabajo no fructifica sino en el horizonte de la ciudad. No es una fuerza
aislada en medio de la naturaleza, a merced de cualquiera que venga a robarle
los frutos de su esfuerzo. La ciudad es el mercado donde vende su cosecha, donde
obtiene o repara los aperos que necesita, probablemente donde tiene su casa
bajo la protección de sus muros, y de donde sale todos los días al campo. Su
tierra sería, pues, estéril si no fuese por esos muros, que entonces y por lo
mismo que la trabaja, él y sus hijos están dispuestos a defender, precisamente
para que a esos hijos, y a los hijos de esos hijos, la tierra siga dando fruto.
Dicho de otra forma, el miles romano
no es una evolución del bandido, o del bárbaro, o de cualquier otro tipo de «guerrero»,
sino una trasformación del campesino, allí donde se hace necesario defender el
horizonte protector de la ciudad desde el que tiene sentido el trabajo. Y por
eso hay una continuidad esencial, más allá de la aparente contraposición, entre
arados y espadas; y entonces entre la paz y la guerra, entre el trabajador y el
militar.
Esa tradición de jugar el
doble papel de ciudadano y militar nunca llegó a nuestras costas; cuando los
garañones españoles hacían sus expediciones en nuestras tierras, los militares
eran ya una casta, separados de los civiles, que hacían su trabajo por botines,
ascensos y honores, sólo respondiéndole al Rey o, en su defecto, a sus representantes
más inmediatos, que eran los virreyes y gobernadores.
Los civiles siempre fueron
actores de reparto, segundones que les manejaban los expolios y fortunas, o los
problemas legales que fueran surgiendo entre los altos oficiales, esto no ha
cambiado en nada, hoy sigue el mando militar explotando al país como les da la
gana, incluyendo su participación en actividades ilícitas como el narcotráfico,
y son los abogados, administradores, y personas interpuestas los que les hacen
la ingeniería financiera para ocultar las astronómicas sumas sustraídas del
erario nacional o de sus explotaciones de esclavos del oro u otro recurso
cualquiera.
Ese necesario vínculo entre
lo civil y lo militar que se forjó en la necesidad de defensa de la ciudad, fue
simplemente evadido en Venezuela y, con ello, el concepto de servicio, de
carrera, de institución, de honor, que nunca existió, excepto en el discurso;
nuestros militares se llenan los uniformes de medallas, condecoraciones, grados
y estrellas que son sólo de hojalata, detrás no hay nada; pues si no hay
conexión con el país civil, si no están supeditados al orden civil, no son sino
un ejército de ocupación, una banda de forajidos en uniforme al servicio del
mejor postor, oprimiendo al pueblo que deberían defender.
Lo civil y lo militar no son
términos antagónicos y es fácil de entender si volvemos a los orígenes la
ciudad, que era el refugio ideal y civilizado del hombre… fuera de sus muros
estaba la naturaleza salvaje e inesperada, hermosa y cruel, quienes habían
escogido vivir en ella se la pasaban combatiendo para poder sobrevivir, Hobbes
decía que era una “una guerra de todos
contra todos”, sobrevivía el más fuerte, el más astuto, o el que corría más
rápido.
En cambio, en la civitas la vida era más ordenada,
armoniosa y tranquila, porque dentro de los muros de la ciudad había un estado
de derecho, leyes que regían para minimizar los conflictos y solucionar los
reclamos sin que la sangre llegara al río; había un gobierno que tenía entre
sus funciones la de organizar la defensa de la ciudad de sus enemigos, que
abundaban, y ese gobierno era civil, esa es la verdadera naturaleza del
contrato social.
De modo que todos los
ciudadanos de la ciudad estaban obligados a contribuir con la protección del
hogar de todos, porque allí vivían, cuidaban su prole, trabajaban, prosperaban,
envejecían y finalmente morían; defender aquellos muros no era sólo un deber,
sino que llegó a ser un honor… cuando tenían que cambiar el arado por la
espada, esos ciudadanos se convertían en soldados, y cuando la amenaza era
rechazada y ganaban la guerra, volvían a sus hogares y resumían su vida como
ciudadanos.
Soy de los que piensan que,
luego de nuestra tragedia por la traición de nuestros militares, debemos hacer
lo posible por recomponer nuestras fuerzas armadas; no soy un pacifista, creo
que es un lamentable error creer que, sin posibilidad de defender lo que es
nuestro, principalmente al orden social, es posible mantener una civitas; opino que las sociedades
abiertas son los objetivos favoritos de desalmados y oportunistas, que
pretenden expoliar a quienes consideran débiles y víctimas de ocasión,
Venezuela ha sido por tradición una sociedad más que abierta, imprudentemente
tolerante, criminalmente pacifista y, por lo tanto, la víctima dispuesta.
Ese discurso de la unión
cívico militar, de las milicias populares es más producto de la propaganda
comunista en países agrarios, que tuvieron que luchar en contra de poderes
colonialistas, y cuyos líderes preservaron su poder militarizando a la sociedad
y creando al partido único como garante de esa estructura totalitaria.
Hoy la sociedad venezolana se
enfrenta a una institución militar totalmente politizada, al servicio del
comunismo internacional, manejada por mandos extranjeros operados desde Cuba,
la han convertido en una organización sumamente primitiva donde impera la
violencia, el machismo, el odio de clases, que hace culto a la muerte, que no
respeta los derechos humanos y cuyos principales negocios exigen la opresión
del pueblo para que sus efectivos poder vivir de la explotación de las
necesidades de la gente, principalmente en materia de comida, transporte,
combustible, medicinas y libertades ciudadanas por las que hay que pagar coimas
para poder ejercerlas.
Han demostrado una
incapacidad administrativa en el manejo de los recursos asignados a las
industrias militares, en la adquisición de equipos y materiales, en el
mantenimiento de su propia infraestructura y del personal en servicio, su
escala salarial se mantiene en niveles de sobrevivencia fomentando de esta
manera la propensión en sus efectivos a la corrupción y al soborno.
Todas estas circunstancias
hacen a la institución militar atractiva sólo para personas de muy bajo nivel,
en condiciones socioeconómicas críticas, por los que los niveles intelectuales
y de formación del grueso de los efectivos es deficiente, condición que
aprovechan los órganos de propaganda comunistas, para alimentar
doctrinariamente a la tropa en el discurso socialista y en la destrucción de la
riqueza generada por el trabajo digno, continuo, y formal de las fuerzas
productivas del país.
Nuestra tarea de
reconstrucción del país trata justamente de hacernos respetar y defender lo que
legítimamente es nuestro, tanto de enemigos externos como internos, de allí que
unas nuevas Fuerzas Armadas, profesionales, apolíticas, refundadas en la
dignidad y el respeto a lo civil, es una de nuestras prioridades. -
saulgodoy@gmail.com
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