viernes, 30 de octubre de 2020

Nuestro derecho a la defensa

 



El ideal militar actual en Venezuela es el producto de una deformación y una tara congénita, que tiene su origen en los fines revolucionarios y salvíficos que adquirió la institución desde el momento en que nació; las fuerzas armadas en Venezuela no se crearon con el propósito de resguardar a la sociedad de sus enemigos, de conseguir y preservar la paz, de servir a la república… no, nuestros ejércitos (en Latinoamérica) nacieron para liberarnos, para organizarnos, constituirnos, gobernarnos y vigilarnos, supongo, hasta hacer de la nación toda un cuartel, tal como prescribía ese militarismo a ultranza como los fines gloriosos de una nación “libre”.

Creo que hay mucho de aquella antigua utopía espartana de hacer de la república un campamento militar a expensas de todo lo demás, principalmente del componente civil, lo que denota no sólo una supina ignorancia sino una descabellada adoración a todo lo que signifique destrucción, arrase, muerte y ruina, una peligrosa derivación del culto a Ares, el Dios de la Guerra, con todo lo que significa, incluyendo el desprecio por todas las otras ocupaciones, sea la labranza, el comercio, legislar, educar…

Y con tales ideales y objetivos, no es de extrañar que Venezuela nunca tuviera la oportunidad de desarrollarse más allá de su etapa anal, nos quedamos todos gozando y jugando con nuestro propio excremento, sin jamás cuestionarnos si lo que hacíamos era lo correcto, sin ver hacia nuestro entorno y aprender de la experiencia de otros países que sí desarrollaron una tradición de fuerzas armadas, pero sin castas militares, sin el apartheid entre lo civil y lo militar, sin la velada amenaza de un sable y una gorra como los gendarmes necesarios.

De qué otra manera podríamos entender unas fuerzas armadas que odian a su pueblo, que lo esclavizan, que lo oprimen, que lo atacan, lo torturan y le dan muerte porque, simplemente, no está de acuerdo con el trato o piensa diferente; a quién le cabe en la cabeza que unos militares, como institución, se sometan a la imposición de rendir pleitesía y obediencia a mandos extranjeros, a rendir honores a otras banderas y condecorar a invasores, convencidos de que están haciendo patria.

La sombra de un magnífico Bolívar, con su gesta militar, es un factor de atracción demasiado poderoso para entenderlo y asimilarlo como el prócer civil que en algún momento intento ser, lo mismo sucedió con Páez y con todos los oficiales que surgieron de una historia que se forjaba en los campos de batalla y no en los parlamentos, en una Venezuela de movilizaciones, de pillaje, de violencia, de botines de guerra y paredones, que nada tenía que ver con claustros universitarios dedicados a la discusión de ideas, ni con políticos concertando pactos, ni con cancilleres llegando a acuerdos comerciales.

De esta manera se constituyó un nicho en las clases sociales de nuestros países subdesarrollados que correspondía a los uniformados, a quienes portaban las armas de la nación y las utilizaban para imponer sus criterios, y para hacer de sus necesidades, principalmente de la ambición de poder, los únicos referentes y objetivos del estado.

Lamentablemente, la calidad humana y la preparación de los militares nunca estuvieron a la altura de las verdaderas necesidades de los países; en sus escuelas y cuarteles les enseñaban a destruir, no a construir, a ganar batallas no a emprender negocios, a obedecer no a pactar… ni siquiera el mismo Bolívar demostró estar a la altura de sus circunstancias como gobernante, lo hacía por proclamas y por edictos, nunca por compromisos, y los pocos que logró concretar fueron rechazados por sus compañeros de armas.

El militar venezolano es educado e instruido en la creencia de que la institución es autónoma, autosuficiente, que no necesitan de los civiles para nada, que le está permitido hacer cualquier cosa, que como casta superior y el mando debe imponerse aún sobre las leyes, que sus privilegios le viene por condición histórica, que sus acciones tanto en la guerra como en la paz están signadas por un voluntarismo autoritario que no se discute, pues las armas son, en todo caso, las que tienen la última palabra.

Lo que sí podemos atribuirle a los militares y a la institución que han creado, es que ha servido como el gran ecualizador; dele usted un arma y autoridad a un pelele o a un analfabeta funcional para que vea que allí no vale la experiencia de un empresario, o las luces de un doctor o profesor, se impone el gorila y se hace lo que él diga, que es más o menos, el gran ideal igualitario y de justicia social que nos tenían reservado las revoluciones progresistas, el pueblo en armas, el gran ejército del proletariado.

Porque desde la conquista, pasando por las guerras de la independencia y de todo el traumático escenario de las guerras federales, de la lucha contra la subversión, de los golpes de estado, de los bloqueos y de las sanciones, hasta llegar a esta guerra de quinta generación, los militares, invariablemente han sido los que pagan y se dan el vuelto, los que compran canales de televisión, los que ponen la música y sacan a bailar a nuestras hijas.

Y con esto no quiero decir que son los militares los únicos culpables de esta degeneración llamada Venezuela, aquí tenemos la culpa todos los que no hemos sido capaces de brindarle al país un modelo distinto, diferente del sempiterno socialismo y su espíritu revolucionario, que nos tiene en un perenne estado de liberación, en la necesidad adictiva de tener a los militares para que diriman nuestros  problemas políticos.

Mientras no nos saquemos ese programa de la mente, y aprendamos a darle a lo militar su justo lugar y función en nuestra sociedad, no vamos a tener respiro y desaprovecharemos toda oportunidad de crecer y convertirnos realmente en un país; porque para crecer se necesita paz, para prosperar se necesita un estado de derecho y el imperio de la razón, y hasta que todos los venezolanos, incluyendo a los militares, no acepten esta condición, viviremos en el subdesarrollo.

En la antigua Grecia, cuando sus habitantes eran llamados al foro para deliberar como asamblea sobre los asuntos políticos, se les llamaba ciudadanos, cuando eran llamados a la defensa de la ciudad se denominaban “hoplitas”, y allí participaban desde los más humildes labriegos hasta los grandes propietarios, y era no sólo un deber, sino un honor conformar las filas de una falange, famosas en su época por la gran disciplina y valentía de sus efectivos.

Ese espíritu militar, auténtico y basal, apuntado y argumentado con mucha sabiduría por el filósofo español Javier Hernández Pacheco, en su brillante obra El Duelo de Athenea (2008), nos habla de un pasado de grandes sacrificios, el de los  verdaderos ciudadanos que vivían entre el ámbito civil y el militar; al respecto nos recuerda Hernández Pacheco lo siguiente:

 

En tiempos de guerra, los romanos y otros pueblos antiguos fundían los arados para hacer espadas, y de ahí viene la poética contraposición de un instrumento que genera vida y otro que causa la muerte. Pero la retórica pacifista que tantas veces apela a esta imagen —creo que del profeta Isaías37—, olvida con facilidad lo  esencial del símbolo, a saber, la convertibilidad de ambos instrumentos. El romano, labrador y campesino, en su memoria histórica, sabe que su trabajo no fructifica sino en el horizonte de la ciudad. No es una fuerza aislada en medio de la naturaleza, a merced de cualquiera que venga a robarle los frutos de su esfuerzo. La ciudad es el mercado donde vende su cosecha, donde obtiene o repara los aperos que necesita, probablemente donde tiene su casa bajo la protección de sus muros, y de donde sale todos los días al campo. Su tierra sería, pues, estéril si no fuese por esos muros, que entonces y por lo mismo que la trabaja, él y sus hijos están dispuestos a defender, precisamente para que a esos hijos, y a los hijos de esos hijos, la tierra siga dando fruto. Dicho de otra forma, el miles romano no es una evolución del bandido, o del bárbaro, o de cualquier otro tipo de «guerrero», sino una trasformación del campesino, allí donde se hace necesario defender el horizonte protector de la ciudad desde el que tiene sentido el trabajo. Y por eso hay una continuidad esencial, más allá de la aparente contraposición, entre arados y espadas; y entonces entre la paz y la guerra, entre el trabajador y el militar.

 

Esa tradición de jugar el doble papel de ciudadano y militar nunca llegó a nuestras costas; cuando los garañones españoles hacían sus expediciones en nuestras tierras, los militares eran ya una casta, separados de los civiles, que hacían su trabajo por botines, ascensos y honores, sólo respondiéndole al Rey o, en su defecto, a sus representantes más inmediatos, que eran los virreyes y gobernadores.

Los civiles siempre fueron actores de reparto, segundones que les manejaban los expolios y fortunas, o los problemas legales que fueran surgiendo entre los altos oficiales, esto no ha cambiado en nada, hoy sigue el mando militar explotando al país como les da la gana, incluyendo su participación en actividades ilícitas como el narcotráfico, y son los abogados, administradores, y personas interpuestas los que les hacen la ingeniería financiera para ocultar las astronómicas sumas sustraídas del erario nacional o de sus explotaciones de esclavos del oro u otro recurso cualquiera.

Ese necesario vínculo entre lo civil y lo militar que se forjó en la necesidad de defensa de la ciudad, fue simplemente evadido en Venezuela y, con ello, el concepto de servicio, de carrera, de institución, de honor, que nunca existió, excepto en el discurso; nuestros militares se llenan los uniformes de medallas, condecoraciones, grados y estrellas que son sólo de hojalata, detrás no hay nada; pues si no hay conexión con el país civil, si no están supeditados al orden civil, no son sino un ejército de ocupación, una banda de forajidos en uniforme al servicio del mejor postor, oprimiendo al pueblo que deberían defender.

Lo civil y lo militar no son términos antagónicos y es fácil de entender si volvemos a los orígenes la ciudad, que era el refugio ideal y civilizado del hombre… fuera de sus muros estaba la naturaleza salvaje e inesperada, hermosa y cruel, quienes habían escogido vivir en ella se la pasaban combatiendo para poder sobrevivir, Hobbes decía que era una “una guerra de todos contra todos”, sobrevivía el más fuerte, el más astuto, o el que corría más rápido.

En cambio, en la civitas la vida era más ordenada, armoniosa y tranquila, porque dentro de los muros de la ciudad había un estado de derecho, leyes que regían para minimizar los conflictos y solucionar los reclamos sin que la sangre llegara al río; había un gobierno que tenía entre sus funciones la de organizar la defensa de la ciudad de sus enemigos, que abundaban, y ese gobierno era civil, esa es la verdadera naturaleza del contrato social.

De modo que todos los ciudadanos de la ciudad estaban obligados a contribuir con la protección del hogar de todos, porque allí vivían, cuidaban su prole, trabajaban, prosperaban, envejecían y finalmente morían; defender aquellos muros no era sólo un deber, sino que llegó a ser un honor… cuando tenían que cambiar el arado por la espada, esos ciudadanos se convertían en soldados, y cuando la amenaza era rechazada y ganaban la guerra, volvían a sus hogares y resumían su vida como ciudadanos.

Soy de los que piensan que, luego de nuestra tragedia por la traición de nuestros militares, debemos hacer lo posible por recomponer nuestras fuerzas armadas; no soy un pacifista, creo que es un lamentable error creer que, sin posibilidad de defender lo que es nuestro, principalmente al orden social, es posible mantener una civitas; opino que las sociedades abiertas son los objetivos favoritos de desalmados y oportunistas, que pretenden expoliar a quienes consideran débiles y víctimas de ocasión, Venezuela ha sido por tradición una sociedad más que abierta, imprudentemente tolerante, criminalmente pacifista y, por lo tanto, la víctima dispuesta.

Ese discurso de la unión cívico militar, de las milicias populares es más producto de la propaganda comunista en países agrarios, que tuvieron que luchar en contra de poderes colonialistas, y cuyos líderes preservaron su poder militarizando a la sociedad y creando al partido único como garante de esa estructura totalitaria.

Hoy la sociedad venezolana se enfrenta a una institución militar totalmente politizada, al servicio del comunismo internacional, manejada por mandos extranjeros operados desde Cuba, la han convertido en una organización sumamente primitiva donde impera la violencia, el machismo, el odio de clases, que hace culto a la muerte, que no respeta los derechos humanos y cuyos principales negocios exigen la opresión del pueblo para que sus efectivos poder vivir de la explotación de las necesidades de la gente, principalmente en materia de comida, transporte, combustible, medicinas y libertades ciudadanas por las que hay que pagar coimas para poder ejercerlas.

Han demostrado una incapacidad administrativa en el manejo de los recursos asignados a las industrias militares, en la adquisición de equipos y materiales, en el mantenimiento de su propia infraestructura y del personal en servicio, su escala salarial se mantiene en niveles de sobrevivencia fomentando de esta manera la propensión en sus efectivos a la corrupción y al soborno.

Todas estas circunstancias hacen a la institución militar atractiva sólo para personas de muy bajo nivel, en condiciones socioeconómicas críticas, por los que los niveles intelectuales y de formación del grueso de los efectivos es deficiente, condición que aprovechan los órganos de propaganda comunistas, para alimentar doctrinariamente a la tropa en el discurso socialista y en la destrucción de la riqueza generada por el trabajo digno, continuo, y formal de las fuerzas productivas del país.

Nuestra tarea de reconstrucción del país trata justamente de hacernos respetar y defender lo que legítimamente es nuestro, tanto de enemigos externos como internos, de allí que unas nuevas Fuerzas Armadas, profesionales, apolíticas, refundadas en la dignidad y el respeto a lo civil, es una de nuestras prioridades.    -      saulgodoy@gmail.com

 

 

 

 

 

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